jueves, 6 de agosto de 2015

El portarretrato


Con Pascual nos conocíamos como se conoce a la mayoría de la gente en el pueblo: por cruzarse en la calle, coincidir en espacios sociales de manera pasajera, tener amigos en común, no más que eso.

Yo trabajaba en una biblioteca, a una cuadra de la Terminal de ómnibus, donde él hacía base. Por entonces se las rebuscaba como remisero. Durante mi niñez, Pascual había sido jefe de mi padre, que por entonces era camionero.

A quienes sí conocía un poco más eran a sus hijos. Fernando, el mayor, fue escritor, y llegó a ganar un premio en una Bienal de Arte Joven por una novela que nunca pudo publicar. De un día para el otro dejó todo y se dedicó a viajar: Latinoamérica, EE.UU., Europa. Murió en Italia, en Roma, sin que la familia supiera en qué circunstancias. Pascual evitaba hablar de eso, aunque lo recordaba con una nostalgia profunda y lacrada que le llenaba los ojos de lágrimas.

El menor, Bernardo, tiene una casa de fotografía en el centro de la ciudad. Con él si nos vemos seguido –en la calle, en el bar, en el café de la mañana- y los temas de charla son casi siempre los mismos: Spinetta, las contradicciones del matrimonio, la pasión por River.

Cuando tenía un rato libre entre viaje y viaje, Pascual venía a la biblioteca y elegía novelas policiales. Le gustaban las de El Séptimo Círculo, aquella colección de Emecé que dirigieran Bioy y Borges. Tenía preferencia por los ejemplares viejos y ajados, con hojas amarillentas, o rebuscaba hasta dar con novelas de pulp fiction: Chandler, Hammett, James Ellroy, Horace McCoy, James Hadley Chase.

Y, por supuesto, hablábamos de River. Nos tocó compartir la peor época, la que todos preferiríamos olvidar, la de los apellidos impronunciables: Passarella, J. J.  López, Román. Lo sufrimos en silencio, carcomiéndonos por dentro en una lenta agonía.

Como si una cosa fuera metáfora de otra, apenas se dio el descenso, Pascual enfermó. Intento explicarme cuál era su mal, pero ni él tenía las ganas de describirlo ni yo la capacidad para entenderlo.

Se bancó estoicamente el torneo de la B Nacional, a las puteadas y aferrado a una frágil esperanza,  mientras luchaba contra la enfermedad. La semana siguiente al triunfo por 2 a 0 contra Almirante Brown y el regreso a ese lugar del que el Millonario nunca debería haberse ido, entró a la biblioteca, pronunció un sintético “ahora sí” mezclado con una media sonrisa, y pasó a buscar otro libro.

-Me tengo que operar –resumió, antes de irse-, no sé si voy a salir vivo de ésta.

No salió: se quedó ahí, para siempre, en un quirófano ignoto. Allá habrá ido a juntarse con su hijo mayor, en una nube cualquiera, para hablar de todo aquello que habían callado durante años en la tierra y así dejar de llorarlo en la mudez.

A los pocos días de su muerte, cuando me lo crucé en la calle, Bernardo me dijo:

-Por lo menos vio a River otra vez en la A.

Si todos nos habíamos aguantado el descenso a los infiernos con entereza, Bernardo había encontrado además un consuelo a la muerte de su padre en el lugar más sencillo y menos esperado.

Pasaron los años. River volvió a ser River. Primero con el Pelado Almeyda, después campeón con el Pelado Díaz, otra dirigencia luego de años de oprobio institucional, la llegada del Muñeco Gallardo como técnico, el regreso a un juego bonito del que ya habíamos perdido la costumbre.

Con Bernardo seguíamos atentos la campaña de la Copa Sudamericana. Nos escribíamos mensajes de texto, chateábamos por Facebook. Hablábamos del peligro de los pelotazos a espaldas de Funes Mori, de Ponzio siempre al límite de la segunda amarilla, de la inesperada y mágica zurda de Pisculichi, del invicto de todo el año frente a los bosteros, del penal que Barovero le atajó a  Gigliotti.

El jueves siguiente al 2 a 0 a Atlético Nacional de Colombia pasé por la casa de fotografía.

-Ahora sí –dije, recordando la frase que años atrás había pronunciado Pascual-. ¿Sufriste anoche? –le pregunté-, ¿gritaste mucho?

-No. Ni sufrí ni grité. Lo vi en la casa de mi vieja, encerrado en la habitación. Con papá.

Imagino cuál habrá sido mi cara ante esas dos últimas palabras.

-En casa de mi vieja tengo un portarretratos con una foto de papá arriba de un mueble. Lo di vuelta, lo puse frente al televisor y le hice ver todo el partido conmigo. Cuando terminó le dije: “ahí tenés, papá: River campeón, otra vez”.