jueves, 26 de noviembre de 2015

Mi propio aleluya


He escuchado tantas veces la canción Hallelujah, de Leonard Cohen, y he leído tantas veces su letra, que hasta me animé a escribir mi propio aleluya.


empezás mal lo que sabés 
que no podría ir tan bien como querrías
no hace falta que lo sepas
te basta intuirlo
el verano es breve
pero el calor es intenso
y sin embargo seguís adelante 
cantando tu aleluya

aquellos que estaban cerca se fueron
o enfermaron antes para recordarte
que ninguna partida 
es tan sagrada como te dicen
y así arrastran tu propia historia
pero no te queda otra 
que cantar un aleluya

los que amás están en peligro
el hombre que ha vivido en las cavernas
te recuerda que ni sos tan débil
como las ciudades te han hecho creer
ni sos tan fuerte ante la madre naturaleza
esa es tu forma
de cantar un aleluya

tus palabras están ciegas
ya no salen de tu garganta
como vos querrías que salieran
lo que te hace hombre está atravesado 
por el dolor y te deja mudo
sin embargo, en esa lámina que es tu alma
hay un aleluya

no hay dios que te ampare
simplemente porque no creés en él
freud y lacan son apenas 
dos generosos paraguas
para tanta lluvia tan intensa
y ahí vas y te desgarrás y buscas
la forma de cantar tu aleluya

te abrís al medio como un canapé
como un árbol desgajado 
por el viento de las tormentas
y el tonto niño que aún sos
tiene ganas de arrodillarse 
y llorar y gritar
su propio aleluya




martes, 10 de noviembre de 2015

Roberto


Siempre fui un convencido de que a los programas de radio no deben hacerlo los oyentes sino los conductores.

No tanto porque sea uno -equis- el que ha logrado construir un lugar desde el cual tirar ideas, decidido a tomar un rol activo y no pasivo en el canal de la comunicación, sino porque se corre el peligro de convertirse a una forma de la demagogia que, en verdad, lo que esconde es una incapacidad para fundar un producto propio.

Así y todo, después de cuatro años de hacer mi programa de radio y a impulso de Carlos Romualdo Pablo -tal el nombre, los nombres, de mi coequiper-, decidí dar el número de teléfono de la radio al aire.

Para qué. Lo que en un momento la intuición secreta ostentó formato riesgo, se convirtió en martirio.

Desde entonces y hasta hoy, cada jueves, entre las 22 y las 23.30 horas, Roberto llama por teléfono.

Como en todo pueblo chico, las escenas tardan poco en pasar de trágicas a cómicas y viceversa. Terminé enterándome por un primo suyo que Roberto sufría de depresión; que vivía medicado, en un geriátrico, si bien le falta para ser anciano, aunque a veces lo dejaban volver a su casa. Acaso si me servía saberlo. Roberto iba a persistir en la suya.

Primero llamó para decir que nos estaba escuchando y que el programa le gustaba. Y para confirmar, incluso, lo que su primo me había confiado: agradecer a los doctores, describir las pastillas que tomaba, agradecer otra vez a los doctores. Luego, para relatar –con una intimidad desenfadada que apenas él y yo, unidos por algo tan impersonal como un cable que transmite voces, podíamos comprender en privado- sus variadas peripecias.

Le pedí el número de su casa y lo tuve en agenda durante un tiempo, pero jamás me anime a llamarlo. Una tarde se llegó hasta el lugar donde trabajo y me dejó una hoja: “esta es tu carta astral”, dijo, y se fue.

No la leí: tras un par de meses amontonada entre otros papeles, pasó del abollo al tacho de basura. Un poco a resguardo de mi factor agnóstico, creo confiar en que no hubiera ahí nada interesante.

De todos modos, él insistía en los llamados, y las anécdotas se iban sucediendo: que las pastillas no le sentaban muy bien; que un dron había caído sobre el techo de su casa y lo había agujereado; que le estaba naciendo un tercer testículo. Sí: le estaba naciendo un tercer testículo.

Al cortar, yo le transmitía la peripecia telefónica a Carlos Romualdo Pablo y todo era risa. Pero mientras, mi trabajo se complicaba: soy operador técnico al mismo tiempo que conductor. Si hay que sumarle el rol de telefonista, la cosa se complica.

Escuchando las grabaciones de los programas, me di cuenta de que por error se oye al aire cuando el aparato cae, cuando le digo a Roberto que no puedo hablar con él, que tengo que cortar. Es notorio, incluso, cuando de la cortina se pasa a la canción que le sigue sin que sea el momento. Todo por hablar con Roberto.

Hasta que una noche lanzó: “Te tiro la frase del día”. Y de eso tampoco hubo retorno.

Primero fue: “El escritor que no tortura sus textos, tortura al lector”.

Me molestó tener que volver al aire. Quería pensar: ¿qué era eso? ¿Una clase de literatura reducida a un aforismo? ¿Era Roberto el que la estaba ofreciendo? ¿O una voz que suplantaba a la de Abelardo Castillo o la de Hemingway o a la de tantos otros? ¿Qué otra definición le cabía al acto de corregir un texto?

Luego fue: “los estados son máquinas que se mueven lentamente”. Roberto entraba en el panoptismo foucaultiano. No sonaba desentonado: ese programa, un amigo que imita -y muy bien- a Aldo Rico había ido al estudio y araba el aire con un humor ácido, muy parecido a lo que en nosotros provocaba Roberto. Las múltiples capas de la parodia.

Lo quisimos sacar al aire. No quiso. “No me animo”, argumentó. “Está loco, pero no es boludo”, fue nuestro epítome.

Le siguieron cosas como “Si de verdad quieres liberarte de la tristeza y el sufrimiento, tienes que comprender que no tienes yo”, o “el caer no ha de quitar la gloria de haber subido”. Roberto se iba volcando al budismo y la espiritualidad.

A uno de los tantos programas, mi coequiper –el mismo que meses antes había insistido para dar número de teléfono de la radio al aire- llevó una canción de El Cuarteto de Nos para abrir el programa. Se llama, cómo si no, Roberto.

No aconsejes a nadie que no te lo haya pedido
Ni acorrales a un cobarde, ni a un león herido.
No creas que lo evidente siempre es la verdad
No dinamites un puente que un día debas cruzar.

Si todo va muy bien seguro va a pasar algo malo
Y a veces no se rompe el hilo por lo más delgado.
Nunca abras el paraguas antes que empiece a llover
Ni regales un libro a quien no sabe leer.

No desees que mueran tus enemigos
Es mejor que estén vivos para verte triunfar.
La conciencia vale más que mil testigos
Nunca lastimes a quien después no puedas matar.

En este entorno en donde todo lo rige el soborno
O estás en la cocina o estás en el horno.
Nunca toques la puerta si todo está bien
Nunca dudes y dejes pasar el tren.

No festejes que es miércoles si aún es martes
y aprender que mercenarios hay en todas partes.
Es que a veces nada es lo que parece,
porque todos presumen de lo que carecen.

Nunca duermas con quien tenga un puñal tatuado
Nunca hables de la cuerda en la casa del ahorcado.
Nunca escupas para arriba ni contra el viento
Nunca te mojes por alguien que siempre está seco.

No sientas miedo en el desconcierto,
Un mar en calma nunca hizo un marinero experto
Y por cierto, es mejor que tus flaquezas asimiles,
Aquiles, solo por su talón es Aquiles.

No te tires a ombudsman, nunca afiles tu bumerang,
No te creas un doberman que se cree superman,
Y no prometas en vano
Nunca jures nada con un trago en la mano.

Nunca hagas el bien sin mirar a quien,
No te aferres a algo que ya no es.
Nunca sugieras a nadie como proceder
Nunca digas a nadie lo que nunca debe hacer.

Roberto, a veces lo que dice el alma puede estar en lo cierto.
Roberto, no te quejes de las voces que solo quieren darte un consejo.
Roberto, el día que no escuches estas voces es que vas a estar muerto.

Parecía, desde nosotros, escrita para él. Pero nunca supimos si él supo lo que queríamos decirle con eso. Como no podía ser de otra manera, volvió a llamar. La frase del día fue: “mi mejor maestro es mi último error”.

Lo poco que quedaba de mi integridad psíquica y existencial se desvaneció en un segundo. A partir de ese momento, si yo me preocupaba en escribir sobre él, no sería Roberto el que estuviera en peligro, sino yo. Tarde o temprano, lo leyera o no Roberto, ahí estarían él y sus fantasmas, opinando en silencio si era ese mi último error o uno más entre tantos. Si, al fin, no estaba torturando al lector.


lunes, 2 de noviembre de 2015

Homenaje a Antonio Dal Masetto: Al maestro, con cariño


A todo aquello que porte un gran tamaño, cuesta admirarlo a pocos metros. Como bien dice el título de la novela, Demasiado cerca desaparece. Quizás por eso los grandes ejerzan el retiro y la distancia.

Antonio Dal Masetto parecía encuadrarse dentro de ese subconjunto. Parco pero generoso, severo pero amable, detrás de los silencios vivía un hombre sensible; como dice Andrés Calamaro, un varón tierno.

A principios de los ’90, cuando yo quería ser un escritor pero desconocía absolutamente todo lo que implicaba serlo –todavía sigo sin conocerlo-, lo crucé en un viejo bar (esos espacios que él tanto amaba por entonces, lugares donde la soledad se ejerce rodeada por comunes y extraños) de Salto, el pueblo en el que nací y al que él llegó a los 12 años desde su Italia natal para aprender, en la calle y la biblioteca -coincidencia mediante, la misma en la que hoy trabajo- la vida y el idioma.

Radiante en mi ignorancia, le pregunté qué se necesitaba para escribir una novela. Sin poder citarlo textualmente, puedo recuperar, más de veinte años después, una teoría: ir juntando ideas sueltas, papelitos, hasta que un día todo eso concurriera para crear un argumento; por el momento ese era su sistema, y no era el único.

Años después, en una de las tantas entrevistas que le hice, me contó que el sistema le había deparado sus buenos dolores de cabeza: “Todos esos papelitos iban a parar a un gran cajón que había en mi departamento. Con los meses el cajón se fue llenando. Un día volqué el contenido sobre una mesa y era una montaña. La miré descorazonado y me pregunté si valía la pena intentar ordenar ese material o lo mejor era tirar todo a la basura. Opté por lo primero. Me dije: Por lo pronto, sin duda alguna, una novela se puede dividir en tres partes: comienzo, parte central y parte final, empecemos por ahí. Fui sacando papel por papel y con cada uno resolví si esa anotación podía ir en la primera, segunda o tercera parte. Así que la montaña quedó divida en tres. Todo eso fue a parar a cajas de zapatos que guardé en un armario. Un día saqué lo que correspondía al supuesto comienzo y me hice el mismo razonamiento: Todo comienzo puede dividirse en tres partes: Comienzo de comienzo, mitad de comienzo, final de comienzo. Nueva subdivisión. Y así seguí. La cosa terminó con docenas y docenas de pequeños paquetitos marcados con números e inscripciones. Finalmente, un día me animé, lo fui abriendo uno por uno y traté de pasar a máquina lo que había ahí adentro y esbozar capítulos. Todavía no tenía computadora. Fue una tarea ardua. En fin, son múltiples y complejos los  caminos para escribir una novela. Sin duda éste es uno de los menos recomendables. Sigo trabajando con anotaciones desordenadas, pero cuidándome de volver a caer en semejante trampa”.

Su personalidad se trasladaba a su escritura. Artista de lo poco, estilista puro, heredero de Pavese pero también de Hemingway -no en vano una de sus grandes amistades dentro de la literatura fue el Gordo Soriano- y de un simbolismo solapado, para nada estridente, alentaba una hipótesis: los personajes deben hablar de sí mismos a través de las acciones.

Quizás aquello deviniera en su sangre. Días después de enviarle a su madre el primero de los libros de la trilogía de la inmigración, donde ella era la protagonista, la llamó por teléfono y le preguntó si lo había leído y qué le había parecido. “Sí, sí, lo leí”, respondió ella. “Y qué te pareció”, repreguntó el Tano. Lo único que la anciana contestó fue: “está muy bien”. “Para mí fue más que suficiente”, confesó él. “Fue la mejor aprobación”.

Allá por 2010 me lancé, finalmente, a publicar mi primer libro. Como todo amante suicida de la escritura, lo solventé con mi propio bolsillo. Cuando otro grupo de suicidas apareció para reeditarlo, me la jugué: le pedí a Antonio por mail si no sería mucha molestia para él escribir un prólogo. La historia de mi investigación periodística estaba atravesada por Siempre es difícil volver a casa. Me llamó; me preguntó si tenía un cuaderno a mano, empezó a hablar con la morosidad que lo caracterizaba. A los quince minutos el texto había pasado por las llamas y ya se había enfriado. Poco le quedaba para ser definitivo. Hoy, esas "Palabras previas" son para mí un objeto inestimable.

Si fuéramos pretensiosos, y aunque a él quizás no le agradase, podríamos arriesgar que la obra de Dal Masetto se resume en tres grandes núcleos: la hipocresía del pueblo –pueblo chico, infierno grande, pinta tu aldea- que es espejo de la humanidad; la inmigración; el factor iniciático. Y siempre al rescate de la anécdota, costumbre tan propiamente pueblerina y de los bares del Bajo, a los que dejó tan pintados en las contratapas de Página 12. Y siempre lo indagatorio, el peso de las cuentas pendientes. Y antes incluso, como él mismo lo dijo, Siete de oro: “ahí ya estaba toda mi obra”.

Suele suceder con los maestros, con aquellos que, de tan grandes, al estar demasiado cerca, desaparecen: la sensación de que uno aprendió menos de lo que tenía a su alcance. Ahora, cuesta escribir sobre los muertos. Porque siguen flotando ahí, en la memoria. En lo onírico, en la lectura, en el hombre primal alrededor del fuego narrando lo que ha sido su día. Y más aún si el oficio y la búsqueda es la escritura. Idea derretida pero irrefutable: se sostienen en la obra y en las voces que supieron construir, cara a cara, aunque fuera de manera desordenada, como papelitos perdidos en una caja de zapatos.