martes, 4 de agosto de 2020

Milonga de la pandemia


Nadie previó esta milonga
quedamos todos en orsay
es que vacuna aun no hay
y se instaló la pandemia
ahora se van pal Uruguay 
y no creen en la academia.

Hablás con uno: no entendés
anda a saber lo que dijo
estaba justo con barbijo
porque es así, taza taza
el virus nos tiene de hijos
y cada cual a su casa.

Hay que andar a los ponchazos
hay que usar mucho alcohol en gel
ni siquiera el gran Horangel
se vio venir este papo
ir al chino no es un vergel
te podés comer un sapo.

Así es este candombe
habrá nomás que apechugar
que si el mundo se va a acabar
en medio de esta poronga
nos agarren ganas de cantar
y bailar una milonga.

martes, 16 de junio de 2020

Diálogo con mi perra acerca de la cuarentena



-No aguanto más –dice ella, desperezándose-. Se me hacen largos los días acá adentro.
-Te entiendo –anticipo, como para apaciguar a la fiera, si bien sé de antemano que no dará mucho resultado.
-Aunque te quiera a vos, aunque quiera a los pibes, me guste estar con ustedes, se me hacen largos.
-Claro.
-La cocina, el comedor, la puerta del baño durante el día y la tarde –sigue-, el solcito del patio a la siesta, la cucha al anochecer, el sillón por la noche. Siento que las geografías se me repiten, que todo concluye en un círculo infinito.
-Te entiendo –repito, y no puedo evitar acompañarla en el desasosiego.
-¿Te acordás cómo me llamo, no?
“¿Cómo no me voy a acordar, si lo repito mil veces al día?”, mascullo para mis adentros.
-¿Y te acordás por qué me llamo así? –insiste ella sobre lo consabido.
-Esca, por es-callejera –defino, llevando el dialogo a la tercera persona, como si fuera el Diego.
-Imaginate, entonces –y ahí sí, se lanza:- Imaginate lo que es para nosotros –y ahora es ella la que lo lleva a la tercera persona pero del plural, metiendo en la charla a los suyos- salir a caminar, a trotar, a correr, oler los olores de otros, buscar a escondidas ese resquicio en el cantero de un vecino, hincar las ancas, nosotras, levantar las patas, ellos, dejar el desperdicio por el que algún anónimo maldecirá al pisarlo. Olernos el culo, en definitiva –y en sus ojos adivino el pedido de clemencia por las formas vulgares del lenguaje que acaba de utilizar y por la problemática civil que acarrea la acción última que acaba de describir-. Caminar,  trotar, correr –repite-, vivir la adrenalina de cruzar una calle con la conciencia de nuestro propio peligro, sentirnos libres de toda libertad.
-Te entiendo –insisto, y en el pecho se me abre un surco nada fácil de soslayar. Y comprendo que lo mejor es cambiar de tema: -Te puse alimento, comé, me tiro en el sillón a mirar una serie de Netflix, te espero ahí para hacernos unos mimos.
Y la veo enderezar, cabizbaja, meditabunda, hacia el lavadero, en busca de su sustento alimenticio.

martes, 19 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (cuarto -y último- día)



Cuarto día

Héctor Levin se siente caer en picada. El repunte de la tarde anterior aparenta ser sólo un alto en su sinuoso e invariable camino hacia la fiebre, a la que se le han agregado, ahora, la congestión nasal y un intenso dolor de garganta, como si en vez de saliva lo que tragara constantemente fuera un mazo de espinas. Las juntas de las cortinas dejan entrever, al fin, una mañana soleada, fosforescente.
La sábana húmeda por la transpiración, la vista nublada, logra enfocar en el teclado del teléfono el doble cero y avisa a recepción que tampoco hoy bajará. El conserje le da los buenos días, pregunta cómo se siente y anuncia que en breve se le acercará el desayuno. Y es el mismo conserje, esta vez, barbijo en boca, guante en mano, quien le acerca un nuevo té con tostadas. Sus ojos ya no son de cuis, sino de lince.
-Discúlpeme, señor Levin, pero no se lo ve nada bien. Si usted lo desea, puedo pedir ayuda médica al pueblo. Aunque, quien sabe qué diría Hipócrates, ¿no?
Héctor Levin no responde; se detiene en su propio silencio, en la fiebre que lo empantana y en esos ojos que antes eran de cuis y ahora son de lince y en esa boca que se mueve lánguida, perezosa, como un lobo de mar que se despereza en la costa al amanecer. Por enésima vez, no comprende lo que ese hombre dice.
Antes de emitir una pregunta o responder cosa alguna, el conserje ya ha salido de la habitación.
Antes del mediodía suena el teléfono.
-Señor Levin.
Es el conserje.
-Ajá.
-Acabo de hablar con la clínica. La ambulancia llegará en unas dos horas. Ha dejado de llover, por lo que calculan que la ruta se encuentra transitable. Tendrán que hacerlo con precaución, pero llegarán. Con su permiso, creo haber tomado la decisión más acertada. No se preocupe, haremos todo lo posible para que esté bien. Es una mañana hermosa, señor Levin. Descanse.


Dos horas después, Héctor Levin levita en su estado febril cuando ve entrar en la habitación a una mujer y un hombre: visten mamelucos que les cubren el cuerpo desde los pies hasta el cuello, barbijos, guantes y una máscara transparente por encima de la cara. Empujan una camilla.
Todo se desliza con sencillez, sucede como dentro de un sueño o de una nube que naufraga muy por encima de las demás después de una tormenta. Mientras lo pasan a la camilla ve de reojo que alguien recoge sus cosas: el jean y la camisa de las perchas, los bermudas y la remera gris del primer cajón, la pequeña valija. Pide, por favor, que le alcancen el libro.
-¿Lo conoce? –llega a preguntarle al conserje, señalándolo sobre su pecho, antes de que lo suban a la ambulancia.
-Claro que lo conozco, es un muy buen libro. Llévelo, nomás. Obsequio de la casa.
Alguien cierra la puerta, arrancan. La arboleda que rodea al hotel se abrevia en pocos segundos a través de la ventanilla. Héctor Levin se da cuenta de que no ha podido despedirse de John Turturro ni de Gilda ni de la pareja, se pregunta si algún día podrá volver a ese hotel para, aunque más no sea, debatir con el conserje acerca de aquel libro, y, antes de quedarse dormido, con el runrún del motor como música de fondo, intenta recordar si es que ha hecho o no aquella llamada.

domingo, 17 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (Tercer día)



Tercer día

La exigua claridad que atravesaba el ventanal hizo estragos en los ojos recién despabilados. El edredón estaba más revuelto que de costumbre, como si por la noche hubiese luchado a ciegas contra un ente desconocido. Sentía dos agujas detrás de las pupilas y los párpados le pesaban como cemento; un cansancio innominado le invadía las piernas.
Primero atribuyó el malestar a los efectos del whisky de la noche anterior, pero no alcanzó a convencerse con sus propios argumentos. “Fiebre, debo estar engripado”.
Pensó en pedir un termómetro a recepción, pero se abstuvo. ¿Qué rumiarían los otros huéspedes, el hombre con ojos de cuis, la camarera y la cocinera, a las que apenas había cruzado por azar un par de veces en los pasillos o en el hall, ante ese pedido? ¿Un simple resfrío podría desencadenar un pandemónium en ese pequeño hotel abandonado del mundo?
“Esperemos”, se dijo, “confiemos en que sea un simple resfrío”, sin saber por qué llevaba al plural sus reflexiones.
Llamó a recepción, arguyó malestar estomacal y pidió le alcanzaran el desayuno a la cama: té y tostadas.
-Los efectos del santo bebedor –clausuró el diálogo el conserje, con tono cómplice.
Luego de desayunar, en el sopor de la duermevela, tuvo  una pesadilla. Llegaba a rescatarlo al hotel un biciscafo conducido por un hombre vestido completamente de negro. Su piel era pálida, usaba el pelo cortado al ras y tenía los ojos de un gris profundo, anestésico. Pedaleaba con parsimonia y constancia. Él lo veía, envuelto por la precaria luz del amanecer, arribar hasta el sendero cercado por las farolas. En silencio, el hombre lo invitaba a subir, giraban y emprendían el regreso. Él sacaba un celular del bolsillo de la campera y aclaraba que tenía que hacer un llamado; el hombre lo observaba, imperturbable, con sus ojos grises, hasta que lo empujaba con un simple manotazo fuera del batiscafo, de cara a ese gran lago azul amorronado en que se había convertido el parque. Era despertarse para espantarla y que la pesadilla regresara una vez que Héctor Levin volvía a dormirse: el biciscafo, el hombre vestido de negro, sus ojos gris profundo, el gran lago de aguas azul amorronado.


Hacia el mediodía sintió que su cuerpo le pedía no moverse. Las agujas seguían ahí, la fatiga general. Ya no necesitaba termómetro, era indiscutible que tenía temperatura. No le bastaba correr las cortinas para intuir que lloviznaba, ya sin truenos ni ráfagas de viento. Avisó que no bajaría al almorzar y aceptó que le trajeran un sándwich de jamón y queso con agua mineral.
Mientras esperaba la comida volvió sobre el tema de la estadía. ¿Bajo qué condiciones comerciales le cobrarían lo que consumiera? Sus argumentos, si de lo que se trataba era de convencer a aquel hombre con ojos de cuis, le sonaban artificiales, insuficientes: no tenía efectivo y no tenía, tampoco, forma de conseguirlo de inmediato, al menos hasta que regresara a la ciudad. Si en la tarde se sintiera mejor, emprendería esa tarea.
Pasado el mediodía golpearon la puerta.
-Pase –gritó.
Era la cocinera.
-Estaba muy bien el desayuno –se adelantó Héctor Levin.
-Qué bueno. Aquí le dejo lo suyo. ¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente? ¿Qué sabe, por qué me lo pregunta?”.
-Mucho mejor, gracias. Creo que es algo pasajero: la lluvia, la humedad, el encierro.
-Que lo disfrute, cualquier cosita nos llama.
La vio salir, envuelta en su guardapolvo blanco, guantes y barbijos. ¿Era más bella que Gilda? Por supuesto que no. ¿Era tan deseable como ella? Claro que sí.
Mientras comía se preguntó qué estaría haciendo el resto de los huéspedes. Si Turturro se habría acercado a Gilda, si ya habrían parlamentado con sus cuerpos, envueltos en la profilaxis de sus indumentarias, o seguirían ahí, mesa de por medio, respetando la distancia obligatoria, dilatando los corceles del deseo. O si la pareja habría logrado establecer un dialogo sugestivo, confidencial, si esa mujer sonreiría y ese hombre podría creer en lo que tenía y no en lo que buscaba.
A l terminar el sándwich desistió de leer; se cubrió hasta el cuello e imploró que no regresasen el biciscafo, ni el hombre de ojos grises, ni ese inmenso lago azul amarronado.


Después de una extensa siesta se sintió mejor. Llamó a recepción y pidió que le trajeran una botella de agua mineral de litro y repitieran lo del desayuno. Apareció la misma mujer, pero en esta ocasión fue más parca y distante. Héctor Levin prendió el televisor y vio un documental sobre los sonidos del mar en lo profundo. “El agua, siempre el agua”, se dijo.  Retomó el libro: “El lenguaje es fuga constante; salta, corta, esquiva. Es a la vez el tifón que topa de frente y el muro que sostiene la espalda; la traición y el amparo, la espera y el abandono. No sólo las voces que clausuran la noche, sino además las que persisten en la madrugada, cuando todo es silencio”.
Al atardecer volvió a llamar a recepción y comunicó que se sentía mejor pero que estaba inapetente, que no era necesario que le trajeran la cena.
-Los extrañamos por acá abajo –templó el conserje-. Me alegro de su mejoría. Que tenga buenas noches.
Con la última gota de voluntad que le quedaba se quitó el pantalón, el calzoncillo, puso la almohada de manera perpendicular a la cabecera y encontró en sus propias manos lo que le hubiese gustado encontrar en las de Gilda.

miércoles, 13 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (segundo día)



Segundo día

Soñó con una lluvia interminable, con un engendro gigante e invisible, gelatinoso, que llegaba desde un punto indefinido y lo abrazaba hasta absorberlo. Cómo pude verlo en el sueño, pensó, ya con los ojos abiertos, desenredándose de las sábanas, cómo pude verlo si era invisible.
El viento tañía los árboles y acompañaba la suave percusión de las gotas sobre el vidrio. Cada tanto, el detonar de los truenos actuaba de contraste rítmico. El viso opaco, ceniciento, de la mañana se colaba por las hendijas como una acuarela desteñida.
En calzoncillo descorrió las cortinas. Algo azul, amorronado, el reflejo de algo azul y amorronado se le coló en las pupilas. De los juegos para niños sobrevivían, apenas, los caños superiores, y los troncos de la cafetería parecían haberse convertido en un dique de contención para los embates de la correntada. Ese reflejo azul, amarronado, era el agua, el río que se venía, que acortaba distancias.


Bajó con el barbijo.
Mientras esperaba el té con tostadas se dedicó a mirar alternadamente el gris blancuzco de la mañana encapotada -recordó lo que había leído minutos antes en aquel libro, que los esquimales podían distinguir hasta treinta tipos diferente de blanco- y a los huéspedes.
Cada tanto se observaban entre ellos, como en la escena final de la película El bueno, el malo y el feo, pero en silencio, sin embarcarse en acercamientos. Se preguntó en que pisos estarían, qué número de habitaciones ocuparían, de donde vendrían, qué los habría hecho llegar hasta ahí.
(Se permitió imaginar: ella habría viajado para encontrarse, en secreto, con el amor de su vida, pero él no había podido arribar por la pandemia o la inundación; él pertenecería a una prestigiosa empresa de hidrocarburos, andaría en busca de terrenos para establecer una planta de procesado y distribución, sus hijos lo esperarían, allá en el hogar, confundidos entre la tristeza de un padre ausente y la promesa de regalos asombrosos; la pareja habría emprendido esa excursión con el fin de reconstruir lo que no tenía más sobrevida que un gorrión o una mariposa. ¿Pertenecerían a alguno de ellos las figuras de aquel encuentro furtivo que se besaban y frotaban junto a las hamacas la mañana anterior?)
Al regresar a la habitación volvió a preguntarse quién habría dejado ese el libro ahí, por qué, cuándo. Leyó, ya bajo el edredón: “Criptomnesia es un fenómeno ilusorio de la memoria; ocurre cuando se recupera algo que está almacenado pero no se lo experimenta como un recuerdo, sino como la sensación de tener una idea nueva, original, fruto de la propia inventiva o la inspiración. En verdad, esa idea entró, tiempo atrás, a través de las palabras de otros, aunque al presente se hayan borrado el emisor y el contexto. Puede considerárselo una forma involuntaria del plagio”.


-¿Cómo le va? –preguntó el conserje
-Bien, bien.
-¿Y? ¿Qué tal? –sus ojos de cuis buscaban ajustarse a los párpados. – ¿Interesante?
El barbijo atenuaba la voz, no dejaba que las palabras se desprendieran con naturalidad de la boca.
-¿Qué cosa?
-El libro –y lo señaló, como si acabase de descubrirlo.
-Sí... es... interesante.
-Cada libro lo es a su manera, ¿no? Al leer suspendemos la incredulidad. Es lo que dicen, al menos.
Héctor Levin seguía sin entender de qué hablaba aquel hombre
-Disculpe, no me haga caso. Debo hablar, tome asiento, por favor.
Fue hasta su mesa y vio cómo el conserje se colocaba detrás de la barra, agradecía que siguiesen respetando la distancia y el uso de barbijos, se disculpaba por tener que reducir la oferta culinaria, ya que, por las lluvias, se hacía difícil el arribo de los proveedores al hotel, e invitaba a que disfrutasen, dentro de lo posible, de la estadía.
-La puta que lo parió –oyó Héctor Levin-. Encima del virus de mierda este, la inundación. -Era el hombre de la pareja; su esposa lo miraba con desgano, como si no lo conociera o como si lo conociera pero no le importase. -No podemos tener más mufa. Si íbamos a Copacabana prohibían las playas.
-Tranquilo, Mario.
-¿Tranquilo? ¿Qué mierda vamos a hacer en este hotel?
Mientras comía los tallarines, Héctor Levin volvió al hombre y a la mujer que estaban solos. Él iba vestido de con un estilo muy similar al suyo: pantalones de hilo color crema, camisa mangas cortas a cuadros, zapatillas de tenis; su piel parecía más rozagante. Ella apenas aspiraba a jugar al trompo, hacía girar, una y otra vez sobre el mantel, la caja de cigarrillos.
Les puso nombre. El hombre solitario sería John Turturro, por su aire al actor, y la mujer solitaria se llamaría Gilda, por su aspecto de santa redimida.


La tarde, después de una siesta austera, tuvo, en un principio, el mismo aroma a recreo que la tarde anterior.
Caminó descalzo sobre la alfombra, incluso hizo flexiones de brazos y ejercicios para las abdominales y hasta algunas posturas de yoga. Se duchó, se observó desnudo frente al espejo, se recortó la barba. Prendió el televisor, hizo zapping. Oyó sobre la ardua tarea que debían enfrentar las autoridades de la región para luchar contra el doble flagelo de la pandemia y las inundaciones, sin omitir, claro, el riesgo de dengue, ya que los insectos proliferarían por el exceso de agua en la zona.
Apagó el televisor. Lo aburría.
Tendría que hacer esa llamada. Fuera entonces, al otro día, cuando todo terminase. No podía irse de ahí sin hacerla. Tendría, también, que hablar con el conserje, revisar las condiciones del alojamiento, hasta qué punto el gobierno o la empresa se harían cargo de su situación y la de los demás. De fondo se dilataba el invariable chapoteo de la lluvia contra el ventanal.
Decidió aplazarlo y volver la lectura. No siguió el orden: abrió una página al azar.
“Si el pasado sucedió, ya no es; el futuro no es todavía; el presente es ese algo que oscila entre dos cosas que no son. Vivimos en un continuo, tomando al mundo que conocemos como parte del recuerdo y viendo al mundo que nos espera como una incógnita”.


Durante la cena prestó menos atención a los mecanismos con que se desenvolvían los demás huéspedes y eligió distraerse viendo el reflejo de la luna sobre el oleaje del agua que ya había ganado buena parte del parque, el diseño cuadriculado de los manteles, la exagerada decoración de la sala de estar, el sinuoso andar de la cocinera entre las mesas al servir los platos.
Antes de subir se acercó a recepción.
-Disculpe, me gustaría tomar un whisky.
-Cómo no, ya se lo sirvo –respondió el conserje, expeditivo.
-No, pero... no acá. Me gustaría, si fuera posible... llevarlo a la habitación.
-Por supuesto. Ya se lo sirvo.
-No, no. tampoco. Disculpe, no me di a entender. Quisiera... la botella.
-Bueno, no veo inconvenientes, sólo que... la oferta es exigua. ¿Me aguarda un momento?
-Sí, claro.
El hombre regresó con una botella envuelta en una servilleta y una hielera llena de cubos de hielo.
-Aquí está.
-Muchas  gracias.
-¿Lo pongo en su cuenta?
-Eh... sí... sí...
-Bueno, al menos no se sentirá solo esta noche. Y de paso alimenta al santo.
-¿Santo?
-El santo bebedor.
-¿Perdón?
-¿Ha leído a Roth?
¿Qué Roth?
-Joseph.
-No. No.
Estaba pronto a irse, pero el conserje continuó.
-¿Le ha resultado interesante el libro? Me refiero al que me mostró hoy a la mañana.
-Sí, sí... ¿por qué?
-Curiosidad, nada más. Que tenga buenas noches.
Mientras esperaba el ascensor vio que el hombre y la mujer aún estaban en el salón, cada uno en su mesa. Bien hubiese podido, de quererlo, acercarse a uno o a otro, invitarlos a beber, a conversar. ¿Querría Gilda cruzar unas palabras con él, si lo intentase, o se le habría anticipado John Turturro?

viernes, 8 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (primer día)



Primer día

-No va a poder ser, señor.
-¿Cómo?
-Que no voy a poder hacerle el checkout. El pueblo está aislado por esto de la pandemia. Se enteró, ¿no?
Héctor Levin miró al conserje, buscando una respuesta no ya en sus palabras, sino en el fondo oscuro de sus ojos marrones, que lo miraban como miraría un cuis o un gato cansado. 
-Sí, claro. –Dejó la pequeña valija en el piso. –Una pregunta. ¿El baño? Para no tener que... volver a la habitación...
-Sube por la escalera que está más allá de los ascensores. En el entrepiso, segunda puerta a la izquierda.
-Gracias. Ya vengo.
De cara al mingitorio, meditó acerca de aquel absurdo: había elegido ese hotel porque estaba alejado de la ciudad, de cualquier ciudad, y más aún de la que él quería alejarse, y ahora era él el que era obligado a apartarse de cualquier ciudad,  incluso del mundo.
Volvió a la recepción, enfrentó al conserje con ojos de cuis.
-¿Y cómo vamos a hacer? Me refiero a...
-El hotel le asegura el alojamiento hasta que sepamos qué medidas se pueden tomar. Luego veremos las condiciones. Vivimos en el reino de lo incierto. En verdad, podríamos decir que la situación se modifica pero la incertidumbre es la misma desde la antigüedad hasta hoy, aunque esa es otra pandemia.
-¿Cómo?
-Nada. No me haga caso.
-¿Puedo volver a tomar la misma habitación, entonces?
-Por supuesto –dijo el conserje-. ¿404?- y le devolvió la llave electrónica.


Esa mañana había guardado todo de manera metódica, ordenada, en la valija, había evitado una vez más aquel llamado telefónico y se había dispuesto a salir de la habitación no sin antes contemplar, nuevamente, como en una película inmóvil, el paisaje desde la ventana.
Corrió las cortinas, se quedó con la imagen del parque, allá abajo, los juegos para niños, la cafetería de troncos, las copas de los altos árboles cegando, o dejando entrever, a la distancia, la visión del cauce del río bajo un cielo encapotado que prometía lluvias.
No supo si era algo que había visto al levantarse, o era una imagen que arrastraba desde el sueño, pero en una ráfaga volvieron las figuras de la mujer y del hombre, ahí, juntos frente a las hamacas: se besaban, se chupaban, refregaban sus cuerpos, pero no estaban desnudos, sino vestidos. Lo que lamían, lo que chupaban, lo que besaban, antes de acceder a la piel, manto distante, era la ropa del otro.
“Amor con la indumentaria es profilaxis”, pensó ahora Héctor Levin, sonriendo para sí mismo, mientras revolvía los vestigios de esa ensoñación y colgaba, otra vez, el jean y la camisa en las perchas, doblaba los bermudas y la remera gris y las guardaba en el primer cajón.


Había comenzado a llover cuando  llamó el conserje.
-Buenos días, señor Levin. Le informamos que el desayuno, el almuerzo y la cena se servirán respetando el horario acordado previamente, pero con una mesa de por medio, para mantener una prudente distancia. Somos apenas ocho personas en el hotel, por lo cual confío en que la convivencia se dará de manera ordenada.
Héctor Levin escuchaba con atención las indicaciones, tratando de memorizarlo todo al mismo tiempo que el hombre ofrecía los detalles.
-Perfecto. Gracias.
-Vio cómo es, las reglas deben respetarse.
-Las reglas, claro –confirmó Levin
-Es cierto es que habría que preguntarse también por qué existen las reglas y para qué, y por qué esas y no otras, pero esa ya sería otra cuestión, ¿no?
-Claro. –Se quedó con la vista fija en el mullido edredón color crema de la cama doble plaza. –Claro.
-En todo caso, ponga el canal local, ahí van a dar a conocer las noticias. Que tenga un buen día.


Almorzó tarde, solo, viendo llover desde la galería de la planta baja, y se durmió con el rumor del viento sobre los árboles y el crepitar de la lluvia incesante contra los ventanales.
Al atardecer se preparó un café en la pequeña kitchinet de la habitación, se dedicó a caminar descalzo por la alfombra, el dulce roce de la pelusa sobre la planta de los pies. La lluvia continuaba allá afuera, nublando con levedad  la esfera campestre.
Abrió y cerró los cajones de la mesa de luz, revisó placares, reordenó la ropa, husmeó en el fondo del pequeño vanitory. En la canasta reservada para las revistas encontró un libro. Se preguntó quién lo habría dejado ahí. ¿Un cliente anterior, la mucama, el mismo conserje? ¿Olvido, intención? Abrió una página al azar, dio con un capítulo titulado “Duda”. Leyó tendido, vestido, descalzo, sobre el edredón color crema, hasta la hora de la cena.

Cuando estuvieron todos en la sala, el conserje se paró detrás de la barra, repasó algunas de las múltiples zozobras que la pandemia provocaba al mundo entero, y les recordó que debían colocarse mesa de por medio, a no menos de dos metros de distancia, y que tardarían más de lo habitual en cumplir con ciertos servicios, ya que, como empleados, apenas quedaban él y las dos mujeres de cocina y limpieza, los cuales debían higienizar con esmero cada uno de los elementos que utilizasen para no exponer a la clientela a posibles contagios.
Por último, guante en mano, dejó en cada mesa un recipiente con alcohol en gel y les entregó un barbijo para que utilizasen al salir de las habitaciones. Enseguida, la cocinera, una mujer extremadamente flaca, comenzó a servir los platos.
El resto de los huéspedes se dividían entre un hombre y una mujer, ambos solos, y una pareja. Más que en la mujer sola, que hubiera sido un hipotético estímulo para no pasar en soledad las noches que le quedaban por delante, o en el hombre, con el que, le llamo la atención, compartían un notorio parecido facial, Héctor Levin centró su atención en el funcionamiento de la pareja.
Él comía con fruición, hachando con atropello la carne, mientras ella lo hacía con una delicadeza extraordinaria; un par de veces la mujer había intentado promover una conversación, a lo que él había respondido con vagas onomatopeyas o indisimulado desinterés; ella bebía vino blanco con hielo, él, agua saborizada; él empujaba los bocados con pan, ella juntaba sus manos bajo la barbilla cuando no las tenía ocupadas en los cubiertos. Ni bien terminaron de comer, higienizaron sus manos con alcohol en gel, se colocaron el barbijo y subieron a su habitación.
El hombre solo hizo lo propio. Héctor Levin lo vio abandonar el comedor, se observó a sí mismo en el espejo de pie que estaba junto a la barra y dudó del parecido que había creído encontrar en un principio. La mujer encendió un cigarrillo y salió a fumar a la galería. La lluvia de fondo, y las sombras que proyectaban las farolas del camino de entrada, le daban a la escena un aire de film noir.
 “¿Estará sola?”, se preguntó, antes de arrastrar la silla hacia atrás y buscar la entrada magnética en el bolsillo.

lunes, 20 de abril de 2020

Diario de cuarentena (día 25 a 29)



DÍA VEINTICINCO

Las versiones en video del Diario de cuarentena a cargo de Andrés. Tercera y cuarta entrega:

Anoche película en Fox: Life: vida inteligente. En una estación aeroespacial aparece una forma de vida alienígena proveniente de Marte. La tripulación entra en ¡cuarentena! Spoiled: obviamente, mueren todos.

Acá estamos, esperando el segundo semestre.

Las versiones en video del Diario de cuarentena a cargo de Andrés. Quinta y sexta entrega:

Escribí y publiqué esta nota en La Gaceta Literaria, acerca de cómo diferentes escritores dejan sus testimonios sobre la pandemia:
https://www.lagaceta.com.ar/nota/840663/la-gaceta-literaria/pandemia-diario.html

He hecho videollamadas con amigos con los que no hablaba hacía años. Aguante la cuarentena.

Hoy cosí un pantalón.

DÍA VEINTISÉIS

El Covid19 es un invento del Diego para que se suspenda el fútbol y Gimnasia no descienda.

Blade Runner. 1 hora 25 minutos: “Produjo un virus tan letal que el sujeto no sobrevivió”. Año 1982.

Leonard Cohen, “The future”:

Devuélveme mi noche rota,
mi habitación de espejos, mi vida secreta;
esto es muy solitario
(...)
Devuélveme el Muro de Berlín,
dame Stalin y San Pablo.
He visto el futuro, hermano:
es un crimen.
(...)
He visto las naciones levantarse y caer,
he oído sus historias, las he oído todas,
pero el amor es el único motor de supervivencia.
(...)
El antiguo código occidental
saltará en pedazos.
De pronto, estallará tu vida privada.
Habrás fantasmas,
habrá fuegos en la carretera,
y el hombre blanco bailando.
(...)
Las cosas van a deslizarse en todas direcciones,
no habrá nada,
nada que puedas volver a medir.
La ventisca del mundo
ha cruzado el umbral
y ha volcado la orden del alma.
Cuando dijeron: “Arrepiéntete”,
me pregunto a qué se referían.

Tenía (casi) terminados tres libros a principios de 2020. Con lo que le espera a la industria editorial después del ciclo 2015-2019 y en la era del pos-coronavirus, voy a poner los derechos de autor a nombre de mis nietos.

Creo que sobrellevan mejor la cuarentena aquellos que tienen vida interior, que saben repensarse en la soledad, que no necesitan de un Otro para ser, que pueden crear y recrearse en el ambiente que los contiene. Suena muy al pavote de Luis María Domínguez, pero algo de eso hay.

DÍA VEINTISIETE

“Tenés que hacer algo con esto”, me dice un amigo respecto del Diario de Cuarentena. “Lo estoy haciendo”, le respondo, “molesto a la gente enviándolo por Whatsapp”.

Contrapunto por Whatsapp con un amigo. Ahijuna, los gauchos ya no son lo que eran:

I
No es gaucho el que se entromete
pero esta vez va de regalao,
¡¿A quién se le ocurre hacer un asao
acompañao por pan de pebete?!

II
Acá me pongo a cantar
mientras preparo el asado
que no sea de extrañar
que el pan sea de salvado.

Elpoetadelagacetilla siempre fue colectivo, comunitario, una voz a muchas voces.


Veladuras, de María Teresa Andruetto.
La naturaleza, el espacio del que venimos y al que queremos volver, las artes manuales, la crianza y la herencia, la sangre y el nombre, la tristeza y la locura. La salud que viene sola al encontrarnos con lo que somos. El paisaje, Jujuy, el cerro. La voz, la forma, la incomparable escritura de la Tere.

DÍA VEINTIOCHO

Enésima vez que pierdo el orden de los días en relación del Diario.

Si nuestra casa hoy hubiese sido el núcleo duro de la CIA, invadíamos Laos, Albania, Reino Unido, Costa Rica y los Estados Federados de Micronesia.

Definitivamente la cuarentena implica un cambio de hábitos: decidí que las papas ya no debían vivir en el cajón de la verdura de la heladera sino en una modesta caja de cartón en el lavadero. Ellas dirán.

Con Andrés y Vera inventamos el Chancletball, o tenis-chancleta. No hace falta mucha imaginación para adivinar cuáles son los dos elementos básicos para el desarrollo de esta nueva disciplina.

En vez de regresar a los ámbitos naturales, cosa que necesitaría el ser humano, el encierro obligatorio lo está alejando de ellos. Seguiremos retrocediendo.

Mekong - Paraná. Hermoso documental sobre una comunidad laosiana en la ciudad de Santa Fe

DÍA VEINTINUEVE

Está decidido: al cumplirse el mes, este Diario dejará de publicarse.

Llenamos un balde, sacamos un par de cañas y tiramos las líneas sobre esa agua estancada. Los tres primeros segundos fueron de un extremo contacto con la ficción, a la vez que transportación a un escenario imaginario, anhelado. Luego, lo meramente lúdico.

“Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada (...) Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto.”
Mariana Enríquez. “La ansiedad”

La escritura sin la experiencia frente al mundo no existe.
Hemingway fue su apotegma.
Borges, su antagonismo.
Nos cuesta escribir porque no podemos respirar el mundo.
Necesitamos respirar el mundo.
No nos basta esta cabeza.

Columna de Martín Kohan al respecto:

Niebla, neblina, lluvia, bruma. Todo es lejano, vagamente irreal. Vidrio sucio, cubiertos por la luz amarillenta. Nublando el aire, un vapor tenue. Los árboles eran manchas borrosas. Una bruma serena que parecía licuarse contra el horizonte. En la sala la luz es blanca, todo parece flotar en una neblina suave. En la calle el aire está sucio, licuado en una niebla turbia
Piglia en “El fin de viaje”. Nosotros en estos días.

Regreso a Coronel Vallejos, sobre Manuel Puig. Impresionante documental

Windows me dice: ningún elemento coincide con el criterio de búsqueda.
Tamos en igualdad de condiciones, Windows.

Oigo de refilón que me habla Valeria.
-¿Qué?
-Nada. Estaba puteando al coronavirus.

Caronavirus, según Vera.

El cuento que nunca escribimos con Germán:
Un hombre queda varado en una ciudad, en la que se encuentra de paso, cuando se declara la cuarentena, lo que le impide volver a su hogar. En medio, comienza a llover indefinidamente y se produce una inundación, por lo cual el aislamiento se vuelve doble. Se llama Héctor Levin y es viajante o periodista gráfico o cineasta o huye de algo que no sabemos (tampoco sabemos si lo sabe él). A través de la ventana oye el sonido del viento sobre los árboles, ve entrar el sol y crecer las aguas. Mira televisión y lee un libro que acaba de encontrar en la mesita de luz. Con la única persona con la que habla es con el conserje.
Comienza con un diálogo
-No va a poder ser, don. Ya no hay quien traiga el diario.

(A partir de aquí, el Diario se seguirá escribiendo, pero no publicando. Desconocemos por ahora cuánto más durará la cuarentena.)

martes, 14 de abril de 2020

Diario de cuarentena (día 22 a 24)



DÍA VEINTIDÓS

Lectura de cuentos de Piglia y Sasturain para el Taller. Juegos con los niños, que pasan de la más absoluta felicidad al más difuso de los conflictos. En el patio pongo reggae y bailo: “¿cómo podés bailar en este momento?”, me pregunta Valeria. El reggae regocija el espíritu y eso se traslada al cuerpo, le digo, nada más.

Es que no necesitamos líquido para naufragar.

En Netflix: “El otro hermano”, versión de la novela Bajo este sol tremendo, de Busqued. Tan oscura como el libro.

La imposibilidad del Diario de abarcar la realidad cotidiana.

Al anochecer, sigue el bailongo: El General, Antonio Ríos, Ráfaga, Los Charros, Los Palmeras, Gilda. ¡A todo sabor!

Muy buenos los Podcast de Tomás Pérez Vizzón sobre el Covid19. Elijo este de loa cambios en la naturaleza frente a la pandemia. Es que no venimos de otro lugar sino de ese: la naturaleza.

Vera: “Papá, ¿te acordás de los Reyes Magos?”
Papá: “Sí, hija, me acuerdo.”
Qué bueno que no haya emoticones en el Word.

¿Se acuerdan de cuando estaba de moda decir que “los que viven en las grandes ciudades están muy solos aunque estén rodeados de gente”?

El espermatozoide de Todo lo que usted quiso saber sobre el sexo y no se atrevió a preguntar sí que sabía de los peligros de salir:

DÍA VEINTITRÉS

Cumpleaños de Andrés. No se trabaja en el Diario.

DÍA VEINTICUATRO

Ídolos populares que no podrán salvarnos de la pandemia:
-El Chapulín Colorado
-El guachito Gil y la difunta Correa (por su condición de ruteros y la consecuente prohibición de movilizarnos hasta sus centros de operaciones)
-Ignatius J. Reilly
-El negro del Whatsapp
-Pepe Sánchez (el de la historieta, no el basquetbolista)
-John Lennon (razones obvias)
-Terminator (bah, no sé, según, porque como es metálico capaz que no se agarraría la cosa esta)
(Alguien me propone a Pancho Sierra. No es mala idea.)

-Vera, mañana hay que levantarse más temprano.
-¿Para qué?

Angustia significa angosto, que es como vivimos ahora, de manera angosta.

Nunca fui un dotado de la moda, pero los atuendos que he improvisado estos días son dignos de Dude Lebowski.

Ahora el barbijo. Siento que estoy desafiando los delicados límites de la estética.

viernes, 10 de abril de 2020

Diario de cuarentena (día 19 a 21)



DÍA DIECINUEVE

Día de listas

Grandes momentos históricos que me han tocado vivir (en orden cronológico):
-El regreso de la democracia
-El Mundial 86
-La caída del Muro (no recuerdo nada)
-El cambio de milenio
-La caída de las Torres Gemelas
-La crisis de 2001
-La final en Madrid
-Covid19
Agregue aquí usted, lector, los suyos.

Generala. Escondida. Globo. Fútbol (con pelota de tenis). Carioca. Música. Circuitos de actividad física. Dibujo y pintura. Ladrillos de encaje.
Ya lo dijo San Martín: Serás lúdico, o no serás nada.

Consumo cultural de estos dieciocho días:
--Lecturas:
Los tigres de la memoria, de Juan Carlos Martelli
El amigo de Baudelaire, de Andrés Rivera
Diarios, de Abelardo Castillo
--Documentales:
Entre gatos universalmente pardos, sobre Salvador Benesdra (excelente)
Birth of the cool, sobre Miles Davis (bueno)
Miguel Abuelo Et Nada (regular)
--Series:
Poco ortodoxa
Robotech

VECINO: ¡Hola, Mari!
AUDIO DE TELÉFONO: Hola, cómo te va.
VECINO: Mari, ¿Osvaldo está en tu casa?
AUDIO DE TELÉFONO: ¿Ahora? Creería que no. Debe estar en el negocio, pero el negocio está cerrado.

DÍA VEINTE

Veinte. ¡Veinte!

“¿Qué sabe de la peste el señor Sarmiento, que camina solo por la ciudad apestada, inmunizado contra la peste por el odio de los gauchos que mandó exterminar? ¿Que los ricos huyen de la ciudad apestada? ¿Que los pobres, como es natural, mueren en la ciudad apestada?”.
Andrés Rivera. El amigo de Baudelaire.

Ayer segunda sesión del Taller de lectura vía virtual. Un oasis de placer en medio del encierro. La literatura como flotador.

Mi esposa envía un meme a un grupo familiar, donde el cartelito con letras blancas sobre fondo negro pregunta si la segunda temporada de la cuarentena es con los mismos actores, porque tiene problema con el reparto. ¿Alguien sabe de un monoambiente para alquilar?

Empezó el frío. Como no limpiamos el calefactor le damos duro al horno.

Segunda entrega en versión video de este Diario de cuarentena, a cargo de Andrés Carbonel Vizzón:

El domingo tenemos el cumpleaños de Andrés. Será el segundo en el encierro.

DÍA VEINTIUNO

La malaria económica será grande cuando todo esto termine. Ya lo es, pero el futuro no sonríe al que siembra hoy a la noche para cosechar mañana a la mañana. La comparan con lo que vino después del crack del ’29. O sea: peor que el 2001. Las consecuencias serán numerosas; como luchar contra la maleza selvática con un machete desafilado.

Algunas lecturas del taller: “La salvación”, de Isidoro Blaisten. “Los ladrones”, de Hernán Ronsino. “El fin del viaje”, de Ricardo Piglia. “Soler el defectivo, de Juan Sasturain. Y se vienen “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”, de Borges. “La última noche de Dios”, de Horacio Convertini. Y las Aguafuertes porteñas de Arlt.

Hoy, con Andrés, vimos Arsenal - Manchester City. Si sería viejo el partido que al Arsenal lo dirigía Arsene Wenger.

Hicimos un “Frasco de ideas contra el aburrimiento”. Lo abrimos una sola vez. O nos estamos divirtiendo a lo loco o el proyecto fue un verdadero bluff.

Le puse la tapa de la pava al termo y viceversa. Va queriendo.

Al principio era preocupación o novedad; los grupos de Whatsapp se llenaban de mensajes, las múltiples plataformas liberaban sus contenidos, estábamos ávidos de saber qué era lo que nos esperaba.
Ya pasamos el hartazgo, el malhumor (aunque suele retornar en pequeñas dosis), el aburrimiento, la esperanza. El temor subsiste.
Hay sensaciones que se nos escapan; una vez más, desconocemos el futuro.

Segunda sesión de títeres, esta vez hechos en casa y a cargo de Andrés y Vera. Nombres de los personajes: Vera Lucía, Rafael Nadal, El Barbudo, El Fantasma de Carnaval.

Mi hermana mayor: “Aquellos días en que mis padres más míos fueron”.

Hit de la cuarentena según Andrés: “Había un sapo, sapo, sapo...”

Hoy volví a usar zapatillas después de veinte días.

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
¡Poesía es salir a la vereda, papá!

martes, 7 de abril de 2020

Diario de cuarentena (día 16 a 18)



DÍA DIECISÉIS

Hoy Vera cumple años.
Disculpen la molestias, estamos dedicados a otras tareas.

DÍA DIECISIETE

Antenoche me quedé hasta la tres de la mañana viendo Alien: Covenant. Que te agarre un Alien y ahí reíte del Coronavirus.

¿Algún día volveremos a vernos con nuestros amigos?
Sí, sí, tranquilos: nos volveremos a ver.
Para seguir con la música: como no sólo de Coronavirus vive el hombre, encontré una banda camboyana que se llama Dengue Fever. Está buenísima, además de que la re pegaron con el nombre, escuchá esto, y seguro te sube la temperatura.

Domingo.
Recoger los restos de la fiesta de ayer por el cumpleaños de Vera (¡una fiesta en cuarentena!): colgamos banderines y globos, conseguimos narices de payaso luminosas, la familia apareció vía virtual. Vera lo tomó con una naturalidad admirable. “La fiesta dura hasta la noche tarde”, declaró, y le hizo honor. “Estuvo hermoso mi cumpleaños” dijo hoy por la mañana. El valor de la ingenuidad.

Asado de domingo como si fuera domingo.

El auto. Segunda parte.
Voy a la cochera, doy arranque y parece que el auto se volvió gangoso, o peor, afásico. Confirmado: se quedó sin batería.
Entre esto y el affaire neumático de hace unos días, sospecho que a él también lo está afectando el encierro.

Gracias por el delivery, me dijo un lector del Diario.
27. Son buenas.

Soy el sátiro de la lavandina.

Un amigo de la juventud decía que a los individuos los unen hilos invisibles,  hilos que los arrastran hacia acá o hacia allá y, al mismo tiempo, los vinculan, los predeterminan y los llevan a un plan rutinario de la existencia. Una especie de determinismo hilvanado. Sentado en un banco de Plaza Dardo Rocha, en La Plata, lo decía.
Bien, dentro de esta casa, por estos días, sucede lo mismo: estamos unidos por el hilo invisible de la cuarentena, un hilo que por momentos cede y por momentos se tensa.

Vera: “¿Dónde está la enfermedad?”.
Queda claro que el enemigo es invisible.
Bah, espero que se refiera al Covid19, si no estamos fritos.

DÍA DIECIOCHO

A la madrugada: insomnio. Hora despierto, en medio de la oscuridad, mosquitos como aviones sobre Pearl Harbor.

Imagen en medio del desvelo: una mujer y un hombre, en un parque, se besan y se chupan, pero no lo hacen desnudos, sino vestidos. O sea: lo que lamen, lo que chupan, es la ropa del otro. Es amor con la indumentaria como profilaxis. (¿El amor en los tiempos del coronavirus?)

El auto. Tercera parte.
El techo de la cochera comenzó a cumplir lentamente con la ley de gravedad. En fin, que se derrumba. Primero un pequeño ladrillo, luego otro, luego otro. Apelé a la medida más elemental e inmediata: martillo. Voltear del cielorraso todo lo que implicara riesgo hasta que no hubiese peligro de derrumbe.
Definitivamente el auto ya no soporta el encierro.

Andrés: “el mundo está encarcelado”.

Aquello de su homónimo: “La vida es una cárcel con las puertas abiertas”.

Vivimos alerta hasta que sucede algo a nuestro alrededor, y ahí sí, nos volvemos realmente alerta.

Andrés empezó a hacer versiones en video de este Diario de cuarentena. Acá puede verse la primera producción:

viernes, 3 de abril de 2020

Diario de cuarentena (día 13 a 15)



DÍA TRECE

Trece. ¿Qué te parece?

La sobrecarga de información a la que nos exponemos (redes sociales, plataformas, webs, bla, bla, bla) hace que nos sintamos impelidos a consumir, como si el mundo fuera a terminarse con la mismísima cuarentena. ¿Arte, cultura, entretenimiento, pasatiempo? Supongamos que sí. Pero la idea de consumo, de obligatoriedad, sigue estando ahí. Absorber. “Matar el tiempo”. Presenciar en vez de producir. Lo dijo bien Germán: hagamos Ecología de Información.

Si en medio de esta maraña de contenidos toda la música del mundo se acabase y hubiera que salvar sólo tres ejemplares, ya tengo dos: Kind of blue y Dark side of the moon.

Me encantaría ser psicoanalista. Ya estaría dando turnos.

¡Necesito andar en bicicletaaaaaaaaaaaa!

Marche un asesor canino, cómo se lo explico, si ella se llama Esca porque Esca-llejera.

Antes de bañarme, bailé en el comedor envuelto en una toalla.
Libertad suprema y muerte de la estética.

Otro aporte de Germán:
“En la primavera de 1937, paseando por el parque del hospital psiquiátrico de Sibiu, en Transilvania, fui abordado por un «huésped». Intercambiamos algunas palabras y luego le dije: «Se está bien aquí». «Es cierto. Merece la pena estar loco», me respondió. «Pero está usted, a pesar de todo, en una especie de prisión.» «Si usted quiere, pero aquí se vive sin la menor preocupación. Además, la guerra se acerca, usted lo sabe tan bien como yo, y este lugar es seguro. No se nos moviliza y no se bombardea un manicomio. Si yo fuera usted, me haría internar inmediatamente.» Turbado y maravillado, le dejé e intenté informarme sobre él. Se me aseguró que estaba realmente loco. Loco o no, nunca nadie me ha dado un consejo más razonable”.
Emil Cioran, Ese maldito yo.

DÍA CATORCE

Hoy rompí marcas: me levanté 9 y media.

Estoy a punto de hacer un gráfico de barras con los niveles auditivos de las exclamaciones hogareñas.

Andrés canta “Perón, Perón, que grande sos”. Temo preguntarle el origen de su desenfrenada cantata.

Han empezado a caer las hojas de los árboles, el sol se atenúa, el otoño nos encuentra encerrados. ¿La melancolía se impulsará con esta clausura obligatoria, o la misma reclusión la tapará y hará que apenas la intuyamos?

Hacer un listado de cosas a emprender en el día. Lo que antes era un orden a priori se ha convertido en una tabla salvavidas.

Una banda de rock que se llame Los Carteros y haga covers de Soda Stéreo. Al final de cada recital, el cantante agradece a su público: ¡Gracias... postales!

DÍA QUINCE

Algunas consideraciones de Germán sobre los desatinos Producto Del Encierro:
¿Cuándo es la siesta en este tiempo descronologizado?
Cenayuno: un estado de vacilación exasperante y confusión nutritiva.
Si seguimos así le vamos a tener que agregar días a la cuarenta. O días al mes. O páginas al Diario.

Y como dijo un amigo: que el hundimiento del Titanic nos sorprenda bailando.

Si esto fuera Cuba, y estuviéramos en los albores de la década del ’90 y la forma del mundo que creíamos invulnerable se estuviera cayendo a pedazos, diríamos que pasamos por un Período Especial. Pero no: el abanico se abrió y ya vamos por la tercera década del Siglo XXI. ¿Viste, Mirta? No todo era culpa del comunismo.

-Vera, ¿jugamos a lo dados, hoy?
-No, hoy no tengo tiempo.


martes, 31 de marzo de 2020

Diario de cuarentena (día 10 a 12)



DIA DIEZ

Cuarentena. Aislamiento. Encierro. Reclusión. Si sigue así vamos a terminar en cautiverio.

El que no debe estar preocupado con el aislamiento es el Indio Solari.

Todo empezó en China. Es el regreso de Mao.

Vamos, vamos, aguantemos hasta el 15, que resucitamos todos cuando esta garcha termine en Semana Santa.

Wasap: “no quiero ni saber lo que va a ser tu diario al final de la cuarentena”.
Yo tampoco.

Con Germán estuvimos hablando de Joseph Roth, de Abelardo Castillo y de Juan Forn. ¿Es posible que dos notas, sobre dos autores diferentes, lleven el mismo título? Sí, por supuesto.

DIA ONCE

PDE: Ayer jugué a los autitos con Andrés y Vera en el patio. Volví a tener ocho años.

Las listas de supermercado. Esa forma de conquistar el Asia sin bajarse del caballo.

PDE: Me he acostado a las once, a la una y media, a las tres. En unos días me veo contemplando el amanecer fresquito como una lechuga.

Hoy mi señora esposa salió en auto al supermercado, de vuelta reventó un neumático (no sirve más, no me gusta ese tajo), el auxilio estaba desinflado (está mírame y no me toqués, como nosotros con el aislamiento, suerte que me lo infló el vecino del coronavino), no hay un mango para comprar neumático nuevo. Esto huele a plaga de Egipto. ¡Maldito Flanders!

PDE: Estoy a un paso de convertirme en Charles Manson, Andrei Chikatilo y Edmund Kemper todo en uno.

El arte nos va a salvar. Idea equívoca aquella de que el artista es el marinero que se ahoga en las aguas de la coyuntura. Las transmisiones en vivo de músicos y escritores por redes sociales nos hacen creer en un mundo mejor, aunque en un mañana subsista aquella máxima nietzscheana de que los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos.

DIA DOCE

Fatigosa incompatibilidad entre la apología de asesinos seriales y el panegírico a favor del arte en tiempos del Colera19. Esa contradicción, el sello de nuestros días.

PDE: Hemos olvidado completamente de qué se trata levantarse temprano.

Valeria le saca una porción de comida a Vera de su plato.
Vera: “mamá, la comida no se comparte por la enfermedad”.

Ya pasamos por los Redondos, Virus, Charly, Soda. Y volvemos a dos de ellos: cómo el rock nacional (eso que, según Charly, no existe) le cantó a la cuarentena antes de que sucediera: “Atrapado en mi libertad” y “Estoy verde, no me deja salir”.

Vera: “¿sabés que los espejos no hacen ruido?”. Ni Borges puso esa carta sobre la mesa.

Al final John y Yoko tenían razón. Había que quedarse en la cama.