jueves, 8 de mayo de 2008

La mujer en el asiento del acompañante

(Hace un año, volvíamos de Cuba; hace un par de meses, se me dio por retratar - incompleta, inexactamente - las precepciones de una noche santiaguera)

Hay ocasiones en que todo un viaje se convierte en una sola anécdota.

Desde subirse a un avión por primera vez hasta aletargar el hecho de saber que esa cadena montañosa que hace más de una hora y media que se costea es la Sierra Maestra, “donde comenzó todo”; desde suponer que un euro pueda superar un billete de cinco pesos nacionales con la cara de Che, hasta presumir – por qué no – que una costumbre no deja de ser una costumbre aunque se modifique el sistema de la mirada.

Más aún si en una misma excursión se conjugan la idea de continuo tránsito que son las vacaciones, un viaje de bodas, un viaje de trabajo y – cómo negarlo, cómo negarlo si es superior a aquel que incluso con su más benévola voluntad quisiera no hacerlo – un mapeo político, un estado de situación. Más aún: ¿cómo siendo tan pequeña esta isla, da tanto brote para la charla?
A Santiago llegamos por tierra, después de toda una mañana y casi media tarde bajo un sol que, más que abrasador, habría que decirlo, era abarcador, pasmoso, envolvente.
“Eso es lo que tiene Santiago”, cuenta el chofer, con tono preciso, despreocupado, la vista siempre al frente sobre la Carretera Central, “está construida entre las colinas y el mar”, y suelta por un brevísimo instante la mano derecha del volante, la vista siempre al frente, y hace girar el dedo índice una y otra vez, como simulando el movimiento de las aspas de una licuadora. “Las corrientes de viento que vienen del Caribe chocan en la montaña y dan vueltas en la ciudad. Es la ciudad más caribeña, eso te lo dice todo, chico”.
Lo dice mientras atravesamos unas vías, a paso de hombre por los transeúntes y las bicicletas, y pocas imágenes quedan mejor almacenada que la camiseta blanca del hombre manchada por el sudor y la bolsa de mango (¿o es papaya, o piña?) ante la que se inclina para recoger desde el vagón naranja, abierto, sin ventanas, detenido a la vera del camino. Raro (raro no es la palabra, pero también raro) que haya sido el quinto país del mundo en tener ferrocarril y el primero de habla hispana.
A qué negarlo, para qué contradecirse si a pesar de todo y como sucede con algunas mujeres particularmente bellas, el encanto de Santiago se aprecia desde lejos, en la entrada, antes de llegar, a través de esa delgada y a la vez profunda distancia que separa al observador del objeto observado.
Ya una vez en el aparcamiento, antes de que cada uno de se dedique a lo suyo y como para subsanar omisiones anteriores, el guía nos dice que Santiago fue fundada en 1515, que fue la primera capital del país entre 1522 y 1554 y que desde allí hasta 1607 compartió la condición con La Habana; que hoy tiene cerca de 700 mil habitantes y que es – después de La Habana, claro (su procedencia se filtra en el orgullo) – la segunda ciudad en importancia de la isla.

Ahora que bajamos de la camioneta y hacemos el chequeo en el hotel y nos detenemos a pensar un poco en todo esto que nos sucede (un momento en la cama, frente al ventanal desde el que se ve Moncada; un momento en la tina, quizás por paradójica ostentación), ahora, en fin, que las cosas han dejado de pasar a la velocidad del calor por la ventanilla, recapitulo todo lo que Giraldo, el guía, nos ha dicho en el camino. Lo tengo con su voz guardado en el grabador:

“Todo nació con el son montuno. Primero fueron los sextetos, con marímbola, que es esa caja que viste tú en La Habana, que cumplía la función del contrabajo; la guitarra de seis cuerdas; el tres, que se utiliza para las improvisaciones; las maracas, el güiro y los bongoes o el clave, que son los dos palillos que marcan la base del ritmo. Tá tá tá - tátá. Luego pasan a ser septetos, cuando se incorpora la trompeta, tomada a los ingleses que invadieron La Habana. Cuando el campesinado bajó a las ciudades, se comenzó a tocar en conjunto, para después ser orquesta, las “charadas”, ya con trombones, violines, piano, flauta, contrabajo”.

Así lo dice, de un tirón. Como si lo supiera desde antes, desde mucho antes. Al nacer. Por la noche, ya luego de la cena frugal, plena de frutas, preguntamos dónde podemos ir a escuchar la buena música santiaguera.

“A la Casa de la Trova. A muchos lugares, claro, pero lo mejor es la Casa de la Trova”, comenta el chofer. “Eso coge candela por la noche”, confirma Giraldo. “Eso sí, si caminan no lleven nada que les puedan arrebatar. Cámara de fotos, esas cosas. No pasa nada, no es peligroso, pero por las dudas”. La duda, pienso, como el miedo, es el primer atisbo, la primera señal de que algo pueda pasar.

Para evitar toda duda, el chofer nos hace el favor y nos deja en la esquina de Heredia y San Félix, a sólo una cuadra del Parque Céspedes, el centro urbano de Santiago.

Pagamos y entramos. Un señor en la puerta. Uno que cobra. Uno de seguridad. Otro que mira. Un quinto que nos dice que es arriba, que esa noche toca la orquesta Los Jubilados y que si antes queremos dar una vuelta por la Casa podemos hacerlo.

El salón principal es un rectángulo lleno de sillas y un escenario. Hay además un patio, un pequeño café y – donde se mire – afiches con caras reconocibles y no tanto: Elíades Ochoa, Compay Segundo, Rubén González, Paul McCartney, el Septeto Santiaguero. Todos han estado tocando aquí.

Subimos las escaleras y nos acomodamos ante una mesa. Apenas va arribando la gente. A nuestra derecha hay tres hombres blancos, latinos o caucásicos, y media docena de mujeres mestizas y morenas. Ellos están tostados por el sol y a ellas todo le va liviano. El calor parece no arreciarles: hablan por lo bajo, de boca a oreja; se abrazan, se rozan; flirtean. Cada tanto dan algún chillido o risotadas.

Nos llama la atención la morena más jovencita: lleva trenzas, los ojos pintados de un negro azabache que apenas supera su piel morena, y tiene las caderas más perfectas que creo haber visto en mi vida. Ninguna agencia de modelos la rechazaría. Pero es seguro de antemano que no llegará una a la otra ni viceversa.

La mesa se inunda de mojitos, refrescos, cerveza. Algunos monedas plateadas bailotean entre los vasos y latas vacíos.

Pedimos dos mojitos, también, para ser consecuentes con la situación. Aparecen los músicos y ahí se confirma el porqué del nombre de la orquesta. Delante de los instrumentos (Giraldo tenía razón: están todos los instrumentos) aparecen dos viejitos. Deben tener más de ochenta años. Sus rostros están curtidos y las pupilas brillan a la distancia; se mueven con sobriedad, con la mesura que dan los muchos años.

Después de unas canciones a puro ritmo llega la hora del bolero. El más menudo de la pareja toma el micrófono y comienza a caminar entre las mesas, mientras entona con una voz que parece venirle desde los socavones de su alma una melodía entre melancólica y acaramelada, que culmina con un aplauso manifiesto del público: otro hombre lo viene a buscar al centro de la sala y lo conduce de nuevo hasta el escenario. Podemos confirmarlo: esa película blanca en sus ojos es parte de la ceguera.

Ahora vuelve el ritmo: salsa, mambo, azúcar. La mesa de al lado se alborota. Comienza el desenfreno: las mujeres bailan entre ellas, los cuerpos soldados por el sudor y el ritmo. Se mueven con la elasticidad de una bandera batida por el viento, como si sus caderas fueran los tentáculos de un pulpo inquieto. Los hombres las ven bailar con una sonrisa que ya nos les cabe en la cara. Aplauden, se miran entre ellos. Lo saben.

Luego de unas pocas canciones llega el intervalo. La vejez necesita un respiro. Pregunto al mozo por alguno de los encargados de la Casa y me presentan a Don Julio Domínguez Torralbas. Me estrecha la mano, distante pero decidido. “Venga, vamos al aire”, dice, y nos apuntalamos en la baranda del balcón que da a la calle Heredia, dispuestos al diálogo.
Su cara es el brillo azul de los ojos, la traspiración que es una y definitiva en cada uno de los asistentes de esta noche. No expresa más que lo que podrían expresar los surcos de sus arrugas. Su voz, sus recuerdos y sus conocimientos musicales sí dicen. Y mucho. Dicen que el son, la música tradicional cubana, nació en el campo, aquí nomás, en el monte, cerca de donde hoy se encuentra la base norteamericana de Guantánamo. (Poco feliz coincidencia, pienso, pero no lo digo) Que primero se la llamó seguidilla, un término que viene del español con el que en la península ibérica se describe a los copleros. Que en definitiva es una transculturalización (utiliza esa palabra), la unificación de las culturas africana y española. Que tiene muchos géneros: el monturo, el sucu sucu, el bolero clásico, la guaracha; el danzón, que es el baile nacional; el wawancó, la guajira, el mambo, la salsa, el cha cha cha.

Dice también que el lugar donde estamos, en el primer piso, es el Salón de los Grandes: allí tocaron todos los monstruos del país de los últimos cincuenta años. Que antes, el lugar era una cantina llamada el Café de Virgilio, donde se vendían refrescos y desayunos, que luego se anexó un local contiguo y este primer piso, antigua casa de huéspedes. Que aquí hay música todo el día.
Que – para terminar – con el triunfo de la Revolución, los músicos que andaban desperdigados tocando sus sones en la calle – los fleteros – pudieron acceder a un espacio donde tocar y a un estipendio.

Aunque no puedo despegar los oídos del relato de Don Julio, algo me llama la atención mientras él cuenta lo que cuenta. Veo que abajo está lleno de gente: jóvenes, sobre todo; músicos con sus instrumentos a cuestas durmiendo la mona en los pórticos de las casas; algún oficial de la guardia civil, taxis.

Lo que llama la atención es lo que hacen las chicas que estaban sentadas con los latinos-caucásicos: arrojan desde el balcón latas de cervezas. También de refrescos, pero más que nada de cervezas. En los diez minutos que dura la charla vuelan al menos media docena. Cada tanto alguna moneda, al grito de “¡cuidado!” para que no partan cabezas. Quienes abarajan las latas son los jóvenes, sobre todo.

Con el primer acorde de la primera canción nos despedimos con Don Julio. Un apretón fuerte de manos, acortando esa distancia inicial anterior al diálogo. “Esperamos tenerlo de vuelta por aquí, cuando usted quiera”. Como si fuera así de fácil, tanto como decirlo. Agradezco y enfilo hacia la mesa.

Las chicas continúan en su lugar. Beben, o mejor: piden bebidas que seguramente no han de beber. Los latinos-caucásicos siguen con sus sonrisas, pero ahora se descubre que el sueño ya hace mella en ellos.

Cuando la segunda presentación culmina vuelvo a mirar hacia la mesa: los latinos-caucásicos ya no están; sobre la mesa quedan los restos de la fiesta: media docena de refrescos y cervezas. Una de las morenas se levanta y sale rumbo al balcón con las latas en la mano. Ya no vuelvo a mirar: no hace falta.

Nosotros también nos vamos. Bajamos las escaleras y pedimos un taxi a un moreno que descansa su hombro sobre el marco de la puerta. El moreno llama a otro moreno y este a su vez a un tercero, de piel blanca y mueca hosca. “Ponles un taxi”, dice uno. “Por aquí”, nos señala el otro. Es un Lada, la última generación de autos importados desde Rusia en la década del ‘80.
Nada nos sorprende más al subir, que comprobar que hay una mujer sentada en el asiento del acompañante. Irá con nosotros, es un hecho. El Lada está destartalado. Escupe, brama, pero así y todo rodeamos el Parque Céspedes y tomamos por las típicas calles de Santiago: sube y baja, pendiente y loma.

En el camino, la mujer y el taxista discuten. Lo hacen por lo bajo, con su lenguaje que, desde la parte trasera, se nos vuelve incomprensible. Dos cuadras antes del hotel se detiene. Estiro la mano y le presento los cinco CUC.

- No tengo cambio – me dice.
-¿Y cómo te pago, entonces?
- Puedes pagarme con pesos nacionales
Ahora no sólo su mueca es hosca; también el tono de sus palabras.
- No tengo pesos nacionales.
- Pues bien, bájate y pide cambio en aquel restaurante.
Nos miramos. Es inaudito, casi ficción, una escena del más puro surrealismo.
Bajamos. Llego hasta el restaurante y con la mejor cara de turista extranjero que puedo poner le narro la situación al cajero.
- Cómo no – me dice, también, con su mejor cara de empleado de restaurante.
Vuelvo hasta el taxi y pago.
- Quédese con el vuelto.
El taxista no saluda ni agradece. La mujer que lo acompaña, tampoco. Vemos alejarse el Lada, entre bramidos y estelas de humo negro.
- Mejor caminemos las dos cuadras que quedan.

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