domingo, 20 de diciembre de 2015

El fútbol es ficción


El fútbol es ficción. Los acontecimientos que envuelven al más apasionado de los deportes que comprende en su desarrollo una esfera rodante, son de ficción.

Barcelona no podía jugar con River. ¿Cómo esa oncena de seres cuasi extraterrestres, manejados como marionetas por los hilos de la divinidad, podían pisar el mismo césped al mismo tiempo que un conglomerado de argentos –más algunos yoruguas y colombianos entrometidos- cruzados por una banda rojo sangre? Ficción.

Imposible pensar que veinte mil almas argentinas, con sus cuerpos a la rastra que van de crisis en crisis, del dólar a la devaluación, del desempleo a la retención, de la grieta a la cumbia de Gilda, de la desnutrición a Moria y Mirta, puedan poner de su bolsillo lo que no tienen para cruzar el Atlántico o el Pacífico, las Europas o el Vientre del Monstruo, para deambular una semana atravesador por un idioma y un alfabeto al borde de lo incomprensible, una cultura noble y milenaria, epicentro de la avanzada tecnológica, tierra que conoce de sobra el exceso de los samuráis y las bombas atómicas. Imposible que eso suceda. Ficción.

Descabellado pensar que seres pensantes, lógicos, racionales, puedan esperar seis meses –o diecinueve años- para una cita a ojos bien abiertos a la que el destino le guarda ese guiño: a pesar del rasgo itinerante el Mundial de Clubes, el Destino –mayúsculo-, le reserve, otra vez, Japón. Descabellado. Ficción.

Absurdo que esos millares de enfermos desbordados de pasión pudieran ver al club de sus amores, el de la camiseta cruzada por una banda rojo sangre, por la que dejan el alma y el bolsillo, en un mismo rectángulo verde frente al mejor equipo del momento, de los últimos diez años, de la historia del fobal universal: el de Cruyff, Diego, Stoitchkov, Ronaldinho, Messi. Absurdo. Ficción.

¿Que hayan hecho solamente tres goles? Inverosímil. Si le hicieron cuatro al Real Madrid y seis a la Roma unos días antes. ¿Que son españoles? Una ilusión: son el seleccionado de la mitad del mundo con sede en Cataluña. Inverosímil. Ilusorio. Ficción.


Y sin embargo yo lo vi. Lo vi. Por tele, porque no me da el bolsillo, sobre todo, para franquear ríos y mares y montañas y caer a un país que lleva por bandera un círculo rojo. Rojo sangre. Pero lo vi. Y lo que había frente a mis ojos era ficción. Porque el fútbol es ficción. Pero una ficción hermosa.


martes, 15 de diciembre de 2015

El cazador solitario


A Jorge. Y a Antonio.

Hace poco más de un año, el 29 de diciembre de 2014, murió Jorge “Marlon” Vilela. Un hombre más sobre la faz de la tierra si no fuera porque compartió una íntima amistad con Witold Gombrowicz, fue parte de la bohemia porteña de los ’60, publicó unas pocas líneas en Eco Contemporáneo, quemó gran parte de su producción literaria y talló como artesano obras maravillosas. Creó como quiso, vivió como pudo: escapando, como el cazador solitario de cosas intangibles que era.




En el pueblo se lo veía andar las calles en bicicleta o caminando a paso lento, a las chuequeadas, con una torpeza que parecía estrenada con la vejez y el deterioro físico. El morral siempre a un costado, los pelos al viento. Ese hombre de unos setenta largos, poca estura y figura desaliñada que rozaba la condición de lumpen, alguna vez había sido hermoso. Tanto, como para que lo compararan con Marlon Brando.

Vivía recluido en algo que podía parecerse a una casa, un galpón semiderruido que hacía las veces de taller, pero se las ingeniaba: comía de prestado en casa de amigos o sostenido económicamente por su familia, mientras trabajaba en sus esculturas de metal, tallados en cuero o grabados en madera.

Había pasado por varias internaciones, llevaba un marcapasos, cada tanto la próstata le hacía un tackle a su aparato genitourinario. Una década atrás, un especialista en psicología cognitiva le había diagnosticado bipolaridad. “Paso de un estado de beatitud, como ahora, al bajón total”, le dijo alguna vez a su viejo amigo Néstor Tirri en una entrevista para el diario La Nación.

¿Cómo había construido Jorge su leyenda de artesano exquisito, de escritor maldito, de antihéroe? ¿Fue su intención alimentar el “enigma Vilela", o sólo se trató del paso a paso hacia un destino inevitable?

ECOS DE LO CONTEMPORÁNEO

Fue en Eco Contemporáneo donde Antonio Dal Masetto y Miguel Grinberg, allá por los ‘60, dieron a la luz uno de sus textos. Para el número 5 de aquella mítica publicación sobre cultura y sociedad, Grinberg escribió “Mufa y Revolución. El Escándalo Gombrowicz”, y Jorge Vilela “A pesar de la Enorme Distancia”. En su artículo “La obsesión del eterno florecer”, publicado en el diario La Voz del Interior, el ex director de la revista Mutantia y autor de Evocando a Gombrowicz, recordaba:

“El comienzo de mi amistad con Witoldo, en 1962, fue resultado de una iniciativa del talentoso escritor Jorge Rubén Vilela, uno de los jóvenes intelectuales pertenecientes a la tribu formada en torno del “Viejo” (como lo llamaban) durante el último tramo de su permanencia en la Argentina. Surgidos del triángulo Tandil-Salto Argentino-La Plata, varios de ellos (en especial Vilela, Jorge Di Paola y Mariano Betelú) se adosaron a nuestro “equipo mufado”, editor de la revista literaria Eco Contemporáneo, donde se lucían un aspirante a novelista –Antonio Dal Masetto– y el brillante poeta Alejandro Vignati, además de otros trovadores casi adolescentes como Juan Carlos Kreimer y Gregorio Kohon”.

“Jorge era un personaje complejo, difícil saber por dónde encararlo”, recordaba por entonces el recientemente fallecido Antonio Dal Masetto. “Ni se dejaba elogiar porque sí, ni le agradaba que lo desmerecieran. Me golpeó bastante su muerte. Es uno de los muchos amigos que he perdido. Como Briante, como Soriano, como Luis Pollini, muchos de ellos amigos entre sí”.

Sobre su veta de artesano, Dal Masetto gustaba de recuperar los tiempos pasados: “tomaba un taxi y se olvidaba sus obras, o se le rompían. Eran muy buenas las cosas que fabricaba, tenía buenos clientes. Recuerdo que andaba con un plato metálico con figuras mitológicas dibujadas. Una vez lo llevé a una casa de unos tipos que vendían antigüedades, cosas muy caras, en Florida y Paraguay. El dueño nos dijo: ‘Estoy con un cliente, por qué no vuelven más tarde’. Ese fue un motivo suficiente para que Jorge se ofendiera. Ofenderse era su forma. La intención de escaparse estaba antes”.

Cuando Dal Masetto público su primera novela, Siete de oro, lo llevó a ver a su editor. Era una empresa pequeña, Carlos Pérez Editor, en la que trabajaba una joven Beatriz Sarlo. Cuando Pérez, el propietario, le pidió que esperaran un momento, Jorge se levantó y se fue. No estaba en él esperar.

Antonio le dedicó tiempo después una serie de cuentos breves en su libro Gente del bajo, basados en el anecdotario familiar. Más específicamente: la renguera de una gallina que fue enmendada con una bombilla y un taco de goma. Los Vilela, vale el paréntesis, supieron construir leyenda pueblerina en Salto a base de su ilimitado ingenio y sus ocurrencias delirantes.

"El Chivo", como le decían los amigos de la adolescencia, había nacido en el Hospital Rawson de Buenos Aires, pero llegó al pueblo en su niñez; su abuelo tenía joyería, oficio y tradición que conservó buena parte de la familia.

“Jorge iba destruyendo la posibilidad de que lo suyo se realizara. Siempre a punto de y sin lograrlo: esa fue su vida”, cerraba Dal Masetto. “Sin embargo, Jorge fue el primero de nuestro grupo en terminar su novela cuando los demás estaban amagando a escribir un cuento. Era complicado publicar algo de él. Asomó, y después se borró. Era un inconformista”.

EL BIBLIOCASTA

Jorge Vilela tenía la certeza de que el pueblo en que vivía era único. ¿En qué otra ciudad del mundo, según él, podía escribirse tres libros sobre un robo a un banco?

Se refería a Siempre es difícil volver a casa, del mismo Dal Masetto -llevada al cine en 1992-, y a El caso Arroyo Dulce (una investigación periodística sobre dos robos, en 1971, a un pequeño banco rural de la localidad de Arroyo Dulce, en los que participaron Aníbal Gordon y presuntos militantes de un micro célula montonera) que publiqué hacia 2010. ¿Cuál era el tercero? Adolfo Bioy Casares lo sabía.

En las páginas 1249 y 1250 del Borges, Adolfo Bioy Casares cuenta que un señor rubio, bajo, con barba de dos o tres días y ropa sport se presenta en su casa. Su apellido puede ser “Videla”, o “Dibella”, o “Didella”, y anuncia que en Galerna acaban de informarle que él tiene una copia de su novela inédita El verano del ’67, y que, si así fuera, por favor se la dé, ya que no tiene otra. Bioy argumenta que no cree tenerla y “Dibella” se marcha. Bioy, entonces, llama a Alberto Manguel, por entonces uno de los directores de Galerna. “No se preocupe”, le responde Manguel, “nosotros tenemos el ejemplar ese de El verano del ’67. Tratamos de no dárselo al autor porque pensamos que es un libro excelente. Él ha buscado todos los ejemplares que había distribuido entre sus amigos y los ha quemado. Ahora quiere quemar el último”. Cuando Bioy le refiere la anécdota a Borges, Borges contesta: “Debe de haber algo buena en esa novela”.

Ni Borges ni Bioy ni Manguel ni sus propios amigos pudieron evitar lo inevitable: la piromanía de Jorge Vilela.

Sin embargo, un fragmento apareció como anticipo en la revista Primera Plana, en 1968. Se titulaba, por entonces, "Nohaytutía” (así, todo junto: voz popular a la que vez que ruptura del lenguaje), que luego trocó en El verano del 67. Antes hubo otros bosquejos juveniles: a sus 19 años “se titulaba Los impotentes –según le dijo a Néstor Tirri- y era el asalto al banco del pueblo, una especie de ensayo de lo que más tarde sería la guerrilla”.

Fue Nicolás Hochman quien tuvo la idea y llevó a cabo el Congreso Gombrowicz en la Biblioteca Nacional, en agosto de 2014. Sería extenso citar todo lo que allí sucedió. Sí que Hochman habló con “Marlon”  por teléfono, que él se mostró “entusiasmado”, que dilató el tiempo contando anécdotas y que confirmó su presencia. No pudo. Su salud ya no se lo permitía.

La última vez que Hochman habló con Vilela estaba contento: Horacio González lo había llamado para decirle que la Biblioteca Nacional iba a publicar una de sus novelas en marzo de este año. ¿Quién podía saber si eso era verdad o no, tratándose de Jorge?

Lo cierto es que sí: alguien había conservado bajo siete llaves un texto completo de Vilela; alguien lo rescató y, a través de un contacto, se logró que llegara a la Biblioteca Nacional. El libro se titula La mañana del 10 de enero y acaba de ser publicado en la colección Los raros.

Según Dal Masetto, es “una novela de los años ‘60, aunque quizá me equivoque y sea posterior, aunque no creo que mucho. Es de cuando Jorge vivía en La Plata. Recuerdo que en su momento me había gustado”.

Jorge estará -como dijo alguien- "logrando desde la muerte lo que no le fue concedido en vida. Es una ironía cruel, pero subyace a la condición del escritor". Que aparezca en la serie Los raros, en cambio, no es ironía: estaba en su destino. Quizás suene a pena que el libro salga ahora, cuando ya es tarde. Quizá si Jorge estuviera vivo, hubiese inventado algo para impedir la publicación. Quién sabe.


sábado, 12 de diciembre de 2015

Kafka era peronista


La K es la undécima letra del alfabeto español, octava de las consonantes. Género femenino, ka en singular, kas en plural. Representa un sonido consonante obstruyente, oclusivo, velar y sordo (los modos en que el aire acciona sobre la pronunciación: ¿alusión directa al título, a lo que sigue?). En literatura suele relacionársela con Franz Kafka, tanto por ser la inicial de su apellido como por el recurrente personaje de sus obras, Joseph K. En el alfabeto manual, se lo asocia -a veces erróneamente- al lenguaje de señas, y su signo es el de dos dedos en V, el índice y el mayor. Por lo cual se podría deducir que Kafka era peronista.

A lo que se podría contraponer un texto publicado en el diario El Litoral bajo el título “Kafka y los gorilas”, firmado con el evidente seudónimo Remo Erdosain, que sostiene lo contrario:

“Kafka era gorila”, “porque era muy reservado, no le gustaban los deportes populares, leía libros difíciles, lo que escribía sólo lo entendía una minoría. Y, el hecho más relevante, la acusación más contundente: era judío”. “Con todos estos atributos (...) está claro que Kafka era un gorila de pelo en pecho, un entusiasta aspirante a comando civil”.

Al margen de toda ironía y por fuera de todo acuerdo con esa hipótesis, si nos atenemos a lo que dice Borges en "Kafka y sus precursores", que "el hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres", podríamos deducir, entonces, que Kafka no solo era peronista, sino que lo era antes de que existiera el peronismo.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Mi propio aleluya


He escuchado tantas veces la canción Hallelujah, de Leonard Cohen, y he leído tantas veces su letra, que hasta me animé a escribir mi propio aleluya.


empezás mal lo que sabés 
que no podría ir tan bien como querrías
no hace falta que lo sepas
te basta intuirlo
el verano es breve
pero el calor es intenso
y sin embargo seguís adelante 
cantando tu aleluya

aquellos que estaban cerca se fueron
o enfermaron antes para recordarte
que ninguna partida 
es tan sagrada como te dicen
y así arrastran tu propia historia
pero no te queda otra 
que cantar un aleluya

los que amás están en peligro
el hombre que ha vivido en las cavernas
te recuerda que ni sos tan débil
como las ciudades te han hecho creer
ni sos tan fuerte ante la madre naturaleza
esa es tu forma
de cantar un aleluya

tus palabras están ciegas
ya no salen de tu garganta
como vos querrías que salieran
lo que te hace hombre está atravesado 
por el dolor y te deja mudo
sin embargo, en esa lámina que es tu alma
hay un aleluya

no hay dios que te ampare
simplemente porque no creés en él
freud y lacan son apenas 
dos generosos paraguas
para tanta lluvia tan intensa
y ahí vas y te desgarrás y buscas
la forma de cantar tu aleluya

te abrís al medio como un canapé
como un árbol desgajado 
por el viento de las tormentas
y el tonto niño que aún sos
tiene ganas de arrodillarse 
y llorar y gritar
su propio aleluya




martes, 10 de noviembre de 2015

Roberto


Siempre fui un convencido de que a los programas de radio no deben hacerlo los oyentes sino los conductores.

No tanto porque sea uno -equis- el que ha logrado construir un lugar desde el cual tirar ideas, decidido a tomar un rol activo y no pasivo en el canal de la comunicación, sino porque se corre el peligro de convertirse a una forma de la demagogia que, en verdad, lo que esconde es una incapacidad para fundar un producto propio.

Así y todo, después de cuatro años de hacer mi programa de radio y a impulso de Carlos Romualdo Pablo -tal el nombre, los nombres, de mi coequiper-, decidí dar el número de teléfono de la radio al aire.

Para qué. Lo que en un momento la intuición secreta ostentó formato riesgo, se convirtió en martirio.

Desde entonces y hasta hoy, cada jueves, entre las 22 y las 23.30 horas, Roberto llama por teléfono.

Como en todo pueblo chico, las escenas tardan poco en pasar de trágicas a cómicas y viceversa. Terminé enterándome por un primo suyo que Roberto sufría de depresión; que vivía medicado, en un geriátrico, si bien le falta para ser anciano, aunque a veces lo dejaban volver a su casa. Acaso si me servía saberlo. Roberto iba a persistir en la suya.

Primero llamó para decir que nos estaba escuchando y que el programa le gustaba. Y para confirmar, incluso, lo que su primo me había confiado: agradecer a los doctores, describir las pastillas que tomaba, agradecer otra vez a los doctores. Luego, para relatar –con una intimidad desenfadada que apenas él y yo, unidos por algo tan impersonal como un cable que transmite voces, podíamos comprender en privado- sus variadas peripecias.

Le pedí el número de su casa y lo tuve en agenda durante un tiempo, pero jamás me anime a llamarlo. Una tarde se llegó hasta el lugar donde trabajo y me dejó una hoja: “esta es tu carta astral”, dijo, y se fue.

No la leí: tras un par de meses amontonada entre otros papeles, pasó del abollo al tacho de basura. Un poco a resguardo de mi factor agnóstico, creo confiar en que no hubiera ahí nada interesante.

De todos modos, él insistía en los llamados, y las anécdotas se iban sucediendo: que las pastillas no le sentaban muy bien; que un dron había caído sobre el techo de su casa y lo había agujereado; que le estaba naciendo un tercer testículo. Sí: le estaba naciendo un tercer testículo.

Al cortar, yo le transmitía la peripecia telefónica a Carlos Romualdo Pablo y todo era risa. Pero mientras, mi trabajo se complicaba: soy operador técnico al mismo tiempo que conductor. Si hay que sumarle el rol de telefonista, la cosa se complica.

Escuchando las grabaciones de los programas, me di cuenta de que por error se oye al aire cuando el aparato cae, cuando le digo a Roberto que no puedo hablar con él, que tengo que cortar. Es notorio, incluso, cuando de la cortina se pasa a la canción que le sigue sin que sea el momento. Todo por hablar con Roberto.

Hasta que una noche lanzó: “Te tiro la frase del día”. Y de eso tampoco hubo retorno.

Primero fue: “El escritor que no tortura sus textos, tortura al lector”.

Me molestó tener que volver al aire. Quería pensar: ¿qué era eso? ¿Una clase de literatura reducida a un aforismo? ¿Era Roberto el que la estaba ofreciendo? ¿O una voz que suplantaba a la de Abelardo Castillo o la de Hemingway o a la de tantos otros? ¿Qué otra definición le cabía al acto de corregir un texto?

Luego fue: “los estados son máquinas que se mueven lentamente”. Roberto entraba en el panoptismo foucaultiano. No sonaba desentonado: ese programa, un amigo que imita -y muy bien- a Aldo Rico había ido al estudio y araba el aire con un humor ácido, muy parecido a lo que en nosotros provocaba Roberto. Las múltiples capas de la parodia.

Lo quisimos sacar al aire. No quiso. “No me animo”, argumentó. “Está loco, pero no es boludo”, fue nuestro epítome.

Le siguieron cosas como “Si de verdad quieres liberarte de la tristeza y el sufrimiento, tienes que comprender que no tienes yo”, o “el caer no ha de quitar la gloria de haber subido”. Roberto se iba volcando al budismo y la espiritualidad.

A uno de los tantos programas, mi coequiper –el mismo que meses antes había insistido para dar número de teléfono de la radio al aire- llevó una canción de El Cuarteto de Nos para abrir el programa. Se llama, cómo si no, Roberto.

No aconsejes a nadie que no te lo haya pedido
Ni acorrales a un cobarde, ni a un león herido.
No creas que lo evidente siempre es la verdad
No dinamites un puente que un día debas cruzar.

Si todo va muy bien seguro va a pasar algo malo
Y a veces no se rompe el hilo por lo más delgado.
Nunca abras el paraguas antes que empiece a llover
Ni regales un libro a quien no sabe leer.

No desees que mueran tus enemigos
Es mejor que estén vivos para verte triunfar.
La conciencia vale más que mil testigos
Nunca lastimes a quien después no puedas matar.

En este entorno en donde todo lo rige el soborno
O estás en la cocina o estás en el horno.
Nunca toques la puerta si todo está bien
Nunca dudes y dejes pasar el tren.

No festejes que es miércoles si aún es martes
y aprender que mercenarios hay en todas partes.
Es que a veces nada es lo que parece,
porque todos presumen de lo que carecen.

Nunca duermas con quien tenga un puñal tatuado
Nunca hables de la cuerda en la casa del ahorcado.
Nunca escupas para arriba ni contra el viento
Nunca te mojes por alguien que siempre está seco.

No sientas miedo en el desconcierto,
Un mar en calma nunca hizo un marinero experto
Y por cierto, es mejor que tus flaquezas asimiles,
Aquiles, solo por su talón es Aquiles.

No te tires a ombudsman, nunca afiles tu bumerang,
No te creas un doberman que se cree superman,
Y no prometas en vano
Nunca jures nada con un trago en la mano.

Nunca hagas el bien sin mirar a quien,
No te aferres a algo que ya no es.
Nunca sugieras a nadie como proceder
Nunca digas a nadie lo que nunca debe hacer.

Roberto, a veces lo que dice el alma puede estar en lo cierto.
Roberto, no te quejes de las voces que solo quieren darte un consejo.
Roberto, el día que no escuches estas voces es que vas a estar muerto.

Parecía, desde nosotros, escrita para él. Pero nunca supimos si él supo lo que queríamos decirle con eso. Como no podía ser de otra manera, volvió a llamar. La frase del día fue: “mi mejor maestro es mi último error”.

Lo poco que quedaba de mi integridad psíquica y existencial se desvaneció en un segundo. A partir de ese momento, si yo me preocupaba en escribir sobre él, no sería Roberto el que estuviera en peligro, sino yo. Tarde o temprano, lo leyera o no Roberto, ahí estarían él y sus fantasmas, opinando en silencio si era ese mi último error o uno más entre tantos. Si, al fin, no estaba torturando al lector.


lunes, 2 de noviembre de 2015

Homenaje a Antonio Dal Masetto: Al maestro, con cariño


A todo aquello que porte un gran tamaño, cuesta admirarlo a pocos metros. Como bien dice el título de la novela, Demasiado cerca desaparece. Quizás por eso los grandes ejerzan el retiro y la distancia.

Antonio Dal Masetto parecía encuadrarse dentro de ese subconjunto. Parco pero generoso, severo pero amable, detrás de los silencios vivía un hombre sensible; como dice Andrés Calamaro, un varón tierno.

A principios de los ’90, cuando yo quería ser un escritor pero desconocía absolutamente todo lo que implicaba serlo –todavía sigo sin conocerlo-, lo crucé en un viejo bar (esos espacios que él tanto amaba por entonces, lugares donde la soledad se ejerce rodeada por comunes y extraños) de Salto, el pueblo en el que nací y al que él llegó a los 12 años desde su Italia natal para aprender, en la calle y la biblioteca -coincidencia mediante, la misma en la que hoy trabajo- la vida y el idioma.

Radiante en mi ignorancia, le pregunté qué se necesitaba para escribir una novela. Sin poder citarlo textualmente, puedo recuperar, más de veinte años después, una teoría: ir juntando ideas sueltas, papelitos, hasta que un día todo eso concurriera para crear un argumento; por el momento ese era su sistema, y no era el único.

Años después, en una de las tantas entrevistas que le hice, me contó que el sistema le había deparado sus buenos dolores de cabeza: “Todos esos papelitos iban a parar a un gran cajón que había en mi departamento. Con los meses el cajón se fue llenando. Un día volqué el contenido sobre una mesa y era una montaña. La miré descorazonado y me pregunté si valía la pena intentar ordenar ese material o lo mejor era tirar todo a la basura. Opté por lo primero. Me dije: Por lo pronto, sin duda alguna, una novela se puede dividir en tres partes: comienzo, parte central y parte final, empecemos por ahí. Fui sacando papel por papel y con cada uno resolví si esa anotación podía ir en la primera, segunda o tercera parte. Así que la montaña quedó divida en tres. Todo eso fue a parar a cajas de zapatos que guardé en un armario. Un día saqué lo que correspondía al supuesto comienzo y me hice el mismo razonamiento: Todo comienzo puede dividirse en tres partes: Comienzo de comienzo, mitad de comienzo, final de comienzo. Nueva subdivisión. Y así seguí. La cosa terminó con docenas y docenas de pequeños paquetitos marcados con números e inscripciones. Finalmente, un día me animé, lo fui abriendo uno por uno y traté de pasar a máquina lo que había ahí adentro y esbozar capítulos. Todavía no tenía computadora. Fue una tarea ardua. En fin, son múltiples y complejos los  caminos para escribir una novela. Sin duda éste es uno de los menos recomendables. Sigo trabajando con anotaciones desordenadas, pero cuidándome de volver a caer en semejante trampa”.

Su personalidad se trasladaba a su escritura. Artista de lo poco, estilista puro, heredero de Pavese pero también de Hemingway -no en vano una de sus grandes amistades dentro de la literatura fue el Gordo Soriano- y de un simbolismo solapado, para nada estridente, alentaba una hipótesis: los personajes deben hablar de sí mismos a través de las acciones.

Quizás aquello deviniera en su sangre. Días después de enviarle a su madre el primero de los libros de la trilogía de la inmigración, donde ella era la protagonista, la llamó por teléfono y le preguntó si lo había leído y qué le había parecido. “Sí, sí, lo leí”, respondió ella. “Y qué te pareció”, repreguntó el Tano. Lo único que la anciana contestó fue: “está muy bien”. “Para mí fue más que suficiente”, confesó él. “Fue la mejor aprobación”.

Allá por 2010 me lancé, finalmente, a publicar mi primer libro. Como todo amante suicida de la escritura, lo solventé con mi propio bolsillo. Cuando otro grupo de suicidas apareció para reeditarlo, me la jugué: le pedí a Antonio por mail si no sería mucha molestia para él escribir un prólogo. La historia de mi investigación periodística estaba atravesada por Siempre es difícil volver a casa. Me llamó; me preguntó si tenía un cuaderno a mano, empezó a hablar con la morosidad que lo caracterizaba. A los quince minutos el texto había pasado por las llamas y ya se había enfriado. Poco le quedaba para ser definitivo. Hoy, esas "Palabras previas" son para mí un objeto inestimable.

Si fuéramos pretensiosos, y aunque a él quizás no le agradase, podríamos arriesgar que la obra de Dal Masetto se resume en tres grandes núcleos: la hipocresía del pueblo –pueblo chico, infierno grande, pinta tu aldea- que es espejo de la humanidad; la inmigración; el factor iniciático. Y siempre al rescate de la anécdota, costumbre tan propiamente pueblerina y de los bares del Bajo, a los que dejó tan pintados en las contratapas de Página 12. Y siempre lo indagatorio, el peso de las cuentas pendientes. Y antes incluso, como él mismo lo dijo, Siete de oro: “ahí ya estaba toda mi obra”.

Suele suceder con los maestros, con aquellos que, de tan grandes, al estar demasiado cerca, desaparecen: la sensación de que uno aprendió menos de lo que tenía a su alcance. Ahora, cuesta escribir sobre los muertos. Porque siguen flotando ahí, en la memoria. En lo onírico, en la lectura, en el hombre primal alrededor del fuego narrando lo que ha sido su día. Y más aún si el oficio y la búsqueda es la escritura. Idea derretida pero irrefutable: se sostienen en la obra y en las voces que supieron construir, cara a cara, aunque fuera de manera desordenada, como papelitos perdidos en una caja de zapatos.

domingo, 18 de octubre de 2015

La casa de los abuelos


Esta es la casa que fue de mis abuelos. La misma en la que mi padre vivió hasta pocos meses antes de morir, tal cual había pasado con Enrique, mi abuelo, a fines de los ’60, y con Ángela, mi abuela, a principios de los ‘90. La decadencia del cuerpo los obligó a marcharse de esa casa poco antes de su partida final, como si una despedida arrastrase a la otra.

La construyó mi abuelo, allá por los años ’30 o ’40, no sé exactamente la fecha. Es angosta y profunda, tipo chorizo: una habitación que da a la calle, un zaguán, un amplio salón que alguna vez fue recepción y estuvo dividido por una mampara que ya no existe. Le siguen la galería iluminada por una fibra de vidrio verdosa, semitransparente, tres habitaciones a los lados, un baño, una cocina comedor al final del zaguán. Detrás, de cara al patio, el lavadero y la despensa, a la usanza antigua.

En toda ella hay techos altos -se imponen los de ladrillo y tirante- y más pisos de madera que de baldosas con motivos que hoy serían retro.

En las alturas del frente aún se lee “chancha de pelota - panadería”. Ese era el oficio de mi abuelo. Construyó la casa después de cocinar el pan y repartirlo en las chacras vecinas. Se levantaba al amanecer, amasaba, horneaba, salía a vender, volvía, almorzaba, dormía una corta siesta, repetía lo hecho por la mañana y luego, cuando el tiempo se lo permitía, se dedicaba a la construcción. La atención de familia, como en todo época patriarcal, quedaba para la mujer.

Mi padre llegó a ella después de jubilarse, en 1995. Ahí había nacido y crecido. Fue el único de los seis hermanos -por entonces quedaban cuatro, ahora solamente dos- que volvió a su casa natal para, prácticamente, morir en ella.

La dejadez la fue envolviendo con los años. Depósito de muebles familiares, cosa vieja que por su magnitud no alcanza la reparación, llegado un día, la desidia propia de la existencia de mi padre y el descomunal tamaño la excedieron: hoy queda esto, que es nada y todo al mismo tiempo. Nada: abandono. Todo: casi un siglo de testimonio de una historia familiar.



jueves, 6 de agosto de 2015

El portarretrato


Con Pascual nos conocíamos como se conoce a la mayoría de la gente en el pueblo: por cruzarse en la calle, coincidir en espacios sociales de manera pasajera, tener amigos en común, no más que eso.

Yo trabajaba en una biblioteca, a una cuadra de la Terminal de ómnibus, donde él hacía base. Por entonces se las rebuscaba como remisero. Durante mi niñez, Pascual había sido jefe de mi padre, que por entonces era camionero.

A quienes sí conocía un poco más eran a sus hijos. Fernando, el mayor, fue escritor, y llegó a ganar un premio en una Bienal de Arte Joven por una novela que nunca pudo publicar. De un día para el otro dejó todo y se dedicó a viajar: Latinoamérica, EE.UU., Europa. Murió en Italia, en Roma, sin que la familia supiera en qué circunstancias. Pascual evitaba hablar de eso, aunque lo recordaba con una nostalgia profunda y lacrada que le llenaba los ojos de lágrimas.

El menor, Bernardo, tiene una casa de fotografía en el centro de la ciudad. Con él si nos vemos seguido –en la calle, en el bar, en el café de la mañana- y los temas de charla son casi siempre los mismos: Spinetta, las contradicciones del matrimonio, la pasión por River.

Cuando tenía un rato libre entre viaje y viaje, Pascual venía a la biblioteca y elegía novelas policiales. Le gustaban las de El Séptimo Círculo, aquella colección de Emecé que dirigieran Bioy y Borges. Tenía preferencia por los ejemplares viejos y ajados, con hojas amarillentas, o rebuscaba hasta dar con novelas de pulp fiction: Chandler, Hammett, James Ellroy, Horace McCoy, James Hadley Chase.

Y, por supuesto, hablábamos de River. Nos tocó compartir la peor época, la que todos preferiríamos olvidar, la de los apellidos impronunciables: Passarella, J. J.  López, Román. Lo sufrimos en silencio, carcomiéndonos por dentro en una lenta agonía.

Como si una cosa fuera metáfora de otra, apenas se dio el descenso, Pascual enfermó. Intento explicarme cuál era su mal, pero ni él tenía las ganas de describirlo ni yo la capacidad para entenderlo.

Se bancó estoicamente el torneo de la B Nacional, a las puteadas y aferrado a una frágil esperanza,  mientras luchaba contra la enfermedad. La semana siguiente al triunfo por 2 a 0 contra Almirante Brown y el regreso a ese lugar del que el Millonario nunca debería haberse ido, entró a la biblioteca, pronunció un sintético “ahora sí” mezclado con una media sonrisa, y pasó a buscar otro libro.

-Me tengo que operar –resumió, antes de irse-, no sé si voy a salir vivo de ésta.

No salió: se quedó ahí, para siempre, en un quirófano ignoto. Allá habrá ido a juntarse con su hijo mayor, en una nube cualquiera, para hablar de todo aquello que habían callado durante años en la tierra y así dejar de llorarlo en la mudez.

A los pocos días de su muerte, cuando me lo crucé en la calle, Bernardo me dijo:

-Por lo menos vio a River otra vez en la A.

Si todos nos habíamos aguantado el descenso a los infiernos con entereza, Bernardo había encontrado además un consuelo a la muerte de su padre en el lugar más sencillo y menos esperado.

Pasaron los años. River volvió a ser River. Primero con el Pelado Almeyda, después campeón con el Pelado Díaz, otra dirigencia luego de años de oprobio institucional, la llegada del Muñeco Gallardo como técnico, el regreso a un juego bonito del que ya habíamos perdido la costumbre.

Con Bernardo seguíamos atentos la campaña de la Copa Sudamericana. Nos escribíamos mensajes de texto, chateábamos por Facebook. Hablábamos del peligro de los pelotazos a espaldas de Funes Mori, de Ponzio siempre al límite de la segunda amarilla, de la inesperada y mágica zurda de Pisculichi, del invicto de todo el año frente a los bosteros, del penal que Barovero le atajó a  Gigliotti.

El jueves siguiente al 2 a 0 a Atlético Nacional de Colombia pasé por la casa de fotografía.

-Ahora sí –dije, recordando la frase que años atrás había pronunciado Pascual-. ¿Sufriste anoche? –le pregunté-, ¿gritaste mucho?

-No. Ni sufrí ni grité. Lo vi en la casa de mi vieja, encerrado en la habitación. Con papá.

Imagino cuál habrá sido mi cara ante esas dos últimas palabras.

-En casa de mi vieja tengo un portarretratos con una foto de papá arriba de un mueble. Lo di vuelta, lo puse frente al televisor y le hice ver todo el partido conmigo. Cuando terminó le dije: “ahí tenés, papá: River campeón, otra vez”.



lunes, 6 de julio de 2015

ANATEMA DE LAS IMPOSIBILIDADES


no puede hacer
no sabe decir
en el mapa de sus costumbres
la voz
se la ha extraviado

entre el ripio y la meseta
la cruz en sus ojos 
lo vende
la sangre en sus manos
lo obsequia

lo castra la carga
y empalaga el hastío
va del vado al río 
y nada

ahí 
cuando la costra
que crece
se vuelve súplica
y no canto