viernes, 10 de julio de 2009

El último gran error

El martes 7 de julio, el escritor Gabriel Báñez fue encontrado muerto en su casa de las afuera de La Plata. Se había ahorcado unos días antes. A él -el amigo, el escritor- estas palabras de despedida.

El último gran error

En el invierno de 1997, yo era un estudiante veinteañero que sobrevivía en la ciudad de La Plata con el aporte económico de mis padres y unos pocos morlacos que me ganaba en rebusques varios.

Por esos días, conseguí trabajo en una empresa de limpieza que tenía la concesión en el diario El Día. Allí fui una fría madrugada de invierno, a limpiar vidrios, entre oficinas oscuras y redacciones desiertas. Duré dos horas en mi trabajo, pero me bastaron para averiguar que el encargado de la sección literaria era un tal Gabriel Báñez

Como he contado varias veces, llegué hasta él en su bunker de Diagonal 73, donde dictaba un taller literario y recibía trabajos de noveles escritores, para hacerle una entrevista. Justo por esos días acababa de editar su novela “Virgen”, una historia luminosa, llena de flores y un amor incondicional, santo.

En aquella primera entrevista, Gabriel dijo ser un lector errático, anárquico. Dijo que “leer es vivir”. Dijo dudar de las definiciones de los escritores. Dijo ver “argumentos ambulantes más que personas”. Dijo que cuando alguien muere no va al cementerio, sino al argumento, y que él deseaba “ir a un argumento muy piola”. Dijo que le gustaría “embalsamar momentos como otro embalsaman pájaros”.

Después, Gabriel y su bondad me publicaron relatos en Editorial La Comuna y el Suplemento Literario del diario El Día, ambos espacios a su cargo. Por eso, y por “la amistad” (que era su forma de firmar los correos electrónicos) le dedique mi primer libro: “a Gabriel Báñez, por los años”.

Los mismos años que tardé en comprender cuán importante era leer a Carver, a Cheever, a tantos autores que él me había recomendado allá lejos en el tiempo, cuando yo era un estudiante veinteañero que sobrevivía en la ciudad de La Plata.

Hace un mes y medio lo entrevisté en mi programa de radio. “Yo te lo voy a hacer divertido”, me dijo en off, antes de entrar al aire. Lo hizo. Y durante la nota insistió -alegre, perspicaz- en su teoría de que a él le iba muy bien en el fracaso; “que todo lo que uno va haciendo son errores, imposturas, defectos, fallas”. Que uno escribe “por impotencia”.

Sobre el final de la nota hablamos acerca de cuál sería su siguiente libro, y dijo tener dos historias a mitad de camino: una, ya bocetada, de más de 100 páginas, sobre Hitler; la otra se titularía algo así como el Manual del Cornudo Ejemplar. Incluso -me cuesta aceptarlo ahora, volviendo atrás impúdicamente en el tiempo de una grabación- hablamos del suicidio.

Entonces, las preguntas: ¿Qué hiciste, pelado? ¿Por qué? ¿Que fracaso te llevó a esta muerte? ¿Qué impotencia, qué error? ¿Te cansaste de los errores? ¿De qué te cansaste?

De poder hacerlo, sólo le pediría a Gabriel que volviera a la vida un rato, nada más que un rato, para responder a esas preguntas. Después, sí: toda suya esa muerte elegida. Ese desierto mudo, tonto, en que quedamos los que nos quedamos de este lado, mientras vos, pelado, espero, estés feliz en tu argumento, que ya bien escrito lo dejaste.

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