miércoles, 26 de diciembre de 2012

Mi abuela toma merca


Estamos en casa con amigos. Somos cuatro. Llamamos por teléfono a una pizzería y después a una agencia de acompañantes.
Quince minutos después llega el delivery y la media hora Clara y Anahí. Se parten de buenas.
-Vamos a los bifes –digo, y nos metemos los seis en la pieza.
A matar o morir.
Al rato suena el timbre.
No tendría que hacerlo, pero en bolas voy a atender.
Es mi abuela: batón floreado corto, las piernas con várices al aire, ruleros. Mira hacia uno y otro lado, como si la vinieran siguiendo.
-Dejáme entrar –dice, apurada-, dejáme entrar –y se cuela rápido, a las chuequeadas.
-Qué pasa, abuela –le digo, siempre en bolas.
Y con mirarla me basta para saberlo.
-Estoy dura. Estoy re-dura
-Abuela –le digo, mientras espío de reojo la habitación: me estoy perdiendo lo mejor-, ya te dije que a este problema lo tenés que hablar con mamá.
-Tu mamá e psicóloga.
La abuela incrementa su frenético temblequeo, se menea como una víbora. Parece una de esas chicas que bailan en los programas de música tropical.
Mira hacia la habitación.
-¿Qué pasa ahí adentro?
Busco entre los lugares comunes.
-Nada. Estamos ensayando. Un par de canciones, nada más. Sentáte -le señalo uno de los sillones-, te voy a buscar una birra, así bajás un poco.
Camino de la heladera intento no pensar en los sucesos que se están desarrollando en la pieza sin mi participación.
Vuelvo a la sala, pero ya es tarde. La abuela me arrebata la cerveza, abre la puerta y se mete en la habitación. Grita:
-¡Ustedes, afuera!
Mis tres amigos salen desnudos, incrédulos, con cara de coito interrumpido. Después la abuela cierra la puerta por dentro.

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