martes, 10 de noviembre de 2015

Roberto


Siempre fui un convencido de que a los programas de radio no deben hacerlo los oyentes sino los conductores.

No tanto porque sea uno -equis- el que ha logrado construir un lugar desde el cual tirar ideas, decidido a tomar un rol activo y no pasivo en el canal de la comunicación, sino porque se corre el peligro de convertirse a una forma de la demagogia que, en verdad, lo que esconde es una incapacidad para fundar un producto propio.

Así y todo, después de cuatro años de hacer mi programa de radio y a impulso de Carlos Romualdo Pablo -tal el nombre, los nombres, de mi coequiper-, decidí dar el número de teléfono de la radio al aire.

Para qué. Lo que en un momento la intuición secreta ostentó formato riesgo, se convirtió en martirio.

Desde entonces y hasta hoy, cada jueves, entre las 22 y las 23.30 horas, Roberto llama por teléfono.

Como en todo pueblo chico, las escenas tardan poco en pasar de trágicas a cómicas y viceversa. Terminé enterándome por un primo suyo que Roberto sufría de depresión; que vivía medicado, en un geriátrico, si bien le falta para ser anciano, aunque a veces lo dejaban volver a su casa. Acaso si me servía saberlo. Roberto iba a persistir en la suya.

Primero llamó para decir que nos estaba escuchando y que el programa le gustaba. Y para confirmar, incluso, lo que su primo me había confiado: agradecer a los doctores, describir las pastillas que tomaba, agradecer otra vez a los doctores. Luego, para relatar –con una intimidad desenfadada que apenas él y yo, unidos por algo tan impersonal como un cable que transmite voces, podíamos comprender en privado- sus variadas peripecias.

Le pedí el número de su casa y lo tuve en agenda durante un tiempo, pero jamás me anime a llamarlo. Una tarde se llegó hasta el lugar donde trabajo y me dejó una hoja: “esta es tu carta astral”, dijo, y se fue.

No la leí: tras un par de meses amontonada entre otros papeles, pasó del abollo al tacho de basura. Un poco a resguardo de mi factor agnóstico, creo confiar en que no hubiera ahí nada interesante.

De todos modos, él insistía en los llamados, y las anécdotas se iban sucediendo: que las pastillas no le sentaban muy bien; que un dron había caído sobre el techo de su casa y lo había agujereado; que le estaba naciendo un tercer testículo. Sí: le estaba naciendo un tercer testículo.

Al cortar, yo le transmitía la peripecia telefónica a Carlos Romualdo Pablo y todo era risa. Pero mientras, mi trabajo se complicaba: soy operador técnico al mismo tiempo que conductor. Si hay que sumarle el rol de telefonista, la cosa se complica.

Escuchando las grabaciones de los programas, me di cuenta de que por error se oye al aire cuando el aparato cae, cuando le digo a Roberto que no puedo hablar con él, que tengo que cortar. Es notorio, incluso, cuando de la cortina se pasa a la canción que le sigue sin que sea el momento. Todo por hablar con Roberto.

Hasta que una noche lanzó: “Te tiro la frase del día”. Y de eso tampoco hubo retorno.

Primero fue: “El escritor que no tortura sus textos, tortura al lector”.

Me molestó tener que volver al aire. Quería pensar: ¿qué era eso? ¿Una clase de literatura reducida a un aforismo? ¿Era Roberto el que la estaba ofreciendo? ¿O una voz que suplantaba a la de Abelardo Castillo o la de Hemingway o a la de tantos otros? ¿Qué otra definición le cabía al acto de corregir un texto?

Luego fue: “los estados son máquinas que se mueven lentamente”. Roberto entraba en el panoptismo foucaultiano. No sonaba desentonado: ese programa, un amigo que imita -y muy bien- a Aldo Rico había ido al estudio y araba el aire con un humor ácido, muy parecido a lo que en nosotros provocaba Roberto. Las múltiples capas de la parodia.

Lo quisimos sacar al aire. No quiso. “No me animo”, argumentó. “Está loco, pero no es boludo”, fue nuestro epítome.

Le siguieron cosas como “Si de verdad quieres liberarte de la tristeza y el sufrimiento, tienes que comprender que no tienes yo”, o “el caer no ha de quitar la gloria de haber subido”. Roberto se iba volcando al budismo y la espiritualidad.

A uno de los tantos programas, mi coequiper –el mismo que meses antes había insistido para dar número de teléfono de la radio al aire- llevó una canción de El Cuarteto de Nos para abrir el programa. Se llama, cómo si no, Roberto.

No aconsejes a nadie que no te lo haya pedido
Ni acorrales a un cobarde, ni a un león herido.
No creas que lo evidente siempre es la verdad
No dinamites un puente que un día debas cruzar.

Si todo va muy bien seguro va a pasar algo malo
Y a veces no se rompe el hilo por lo más delgado.
Nunca abras el paraguas antes que empiece a llover
Ni regales un libro a quien no sabe leer.

No desees que mueran tus enemigos
Es mejor que estén vivos para verte triunfar.
La conciencia vale más que mil testigos
Nunca lastimes a quien después no puedas matar.

En este entorno en donde todo lo rige el soborno
O estás en la cocina o estás en el horno.
Nunca toques la puerta si todo está bien
Nunca dudes y dejes pasar el tren.

No festejes que es miércoles si aún es martes
y aprender que mercenarios hay en todas partes.
Es que a veces nada es lo que parece,
porque todos presumen de lo que carecen.

Nunca duermas con quien tenga un puñal tatuado
Nunca hables de la cuerda en la casa del ahorcado.
Nunca escupas para arriba ni contra el viento
Nunca te mojes por alguien que siempre está seco.

No sientas miedo en el desconcierto,
Un mar en calma nunca hizo un marinero experto
Y por cierto, es mejor que tus flaquezas asimiles,
Aquiles, solo por su talón es Aquiles.

No te tires a ombudsman, nunca afiles tu bumerang,
No te creas un doberman que se cree superman,
Y no prometas en vano
Nunca jures nada con un trago en la mano.

Nunca hagas el bien sin mirar a quien,
No te aferres a algo que ya no es.
Nunca sugieras a nadie como proceder
Nunca digas a nadie lo que nunca debe hacer.

Roberto, a veces lo que dice el alma puede estar en lo cierto.
Roberto, no te quejes de las voces que solo quieren darte un consejo.
Roberto, el día que no escuches estas voces es que vas a estar muerto.

Parecía, desde nosotros, escrita para él. Pero nunca supimos si él supo lo que queríamos decirle con eso. Como no podía ser de otra manera, volvió a llamar. La frase del día fue: “mi mejor maestro es mi último error”.

Lo poco que quedaba de mi integridad psíquica y existencial se desvaneció en un segundo. A partir de ese momento, si yo me preocupaba en escribir sobre él, no sería Roberto el que estuviera en peligro, sino yo. Tarde o temprano, lo leyera o no Roberto, ahí estarían él y sus fantasmas, opinando en silencio si era ese mi último error o uno más entre tantos. Si, al fin, no estaba torturando al lector.


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