martes, 29 de enero de 2008

El triunfo también es melancolía

(Con esto, cerramos este momento-soriano de EPG, como homenaje a quien El Poeta de la Gacetilla considera uno de sus padres literarios...)

El triunfo también es melancolía


“No hay peor cosa que el partido se termine.
Que mejor que hacer el gol es enganchar para seguir gambeteando.
Que lo bueno es seguir jugando”.
Mario Méndez


Es lunes a la mañana y voy a la biblioteca. La piba que atiende es la novia de un amigo. Bah, amigo... acá es más fácil y cómoda la definición. Allá, en la ciudad, todo está más marcado: amigo o desconocido. En el pueblo es casi una estupidez decir conocido, porque después de una semana todas las caras del pueblo te resultan conocidas.

La cosa es que en la biblioteca está mi amigo. Son cerca de las doce y está esperando a que la novia termine con el laburo.

-¿Qué hacés? - me dice -. ¿Viste el partido? ¡Qué partido ganamos...!

Es hincha de River. Hay que felicitarlo. Un par de años que el Millonario no festejaba así en la Bombonera.

- No - le digo -. Bah, sí. Lo escuché por radio. Y después lo vi a la noche, en la tele.

- Pero, ¿no estás contento? Ganamos, chabón. Ganamos un partido chivo, quedamos primero, le rompimos el invicto a los bosteros. ¿Qué querés para ponerte feliz? ¿Un 4 a 0 sobre la hora?

- No, está bien. Sí estoy contento.

En realidad, lo que creo que pasa, es que me pongo a pensar en que las glorias de hoy son las catástrofes del mañana. Suena un poco apocalíptico y desolador este modo de ver las cosas, pero hoy creo que es así. La vida es un globo hueco y nosotros damos vueltas en él. Pero si le digo eso voy a entrar en una disyuntiva larga y sin sentido y la biblioteca va a cerrar y en sus caras se ve el deseo de irse a casa a horario. Así que, con un tímido “vamos River, todavía” en los labios me dirijo a los anaqueles. Doy unas vueltitas por el estante de los ensayos y descarto a Martínez Estrada, menos por la calidad de los escritos que por el hartazgo de cierta argentinidad. Paso por Borges, al que cada vez es más difícil eludir, pero con un juego de cintura digno del pibito Saviola me le escapo hasta la otra punta de la hilera de libros. Y ahí está, el azul oscuro, la tapa inconfundible esperándome. Nunca conocí a Osvaldo Soriano, pero es como si lo hubiese tratado una pila de años. Hay escritores a los que uno lee y le parece que en vez de leer su libro hubiera estado tomando unos mates con el tipo.

Así que me llevo el de Soriano a casa. Ya lo leí, debe ser la segunda o tercera vez que lo saco de la biblioteca, pero en la repetición está la fórmula.

-¿Por qué no te lo comprás? - me dice la bibliotecaria, alias la novia de mi amigo.

- Porque si no me perdería el placer de verlos a ustedes - digo, saludo y salgo.

Llego a casa. Pongo el agua para el mate. Le doy de comer a Bonita, que allá sale feliz, meneando su larga cola negra hacia el fondo del cantero. Cuando el mate está listo instalo los utensilios sobre la mesa ratona y me dedico al libro. Sé que el mate se va a enfriar ahí, al costado de todo, pero la cocina está cerca y el lugar a donde te lleva un libro queda lejos, muy lejos como para volver a cada rato.

Lo que me llama la atención es que las marcas de lápiz que hice la primera vez que leí el libro todavía están ahí. Sé que es un acto de impureza que un tipo marque páginas que pertenecen al pueblo, al colectivo. Pero me es imposible no acuñar el reflejo de la huella: ayuda a la memoria, tiende a evocar frases memorables que, sin el ímpetu de la señal, quedarían abandonadas a los mares de palabras que conforman un libro. Quizá es una costumbre que me quedó de la época de la universidad, donde uno subraya los textos para acordarse de esta o aquella idea con el mero fin de cosechar un ocho o zafar un cuatro.

El encuentro con mi amigo parece que también dejó su sello y entonces voy directamente al capítulo “Goles a favor, goles en contra”. Las memorias de Míster Peregrino Fernández. Las últimas que dejó el Gordo antes de irse para siempre. Las sentencias, los detallados exámenes.

El Míster y su alma de calefón. Él, que sabía que tanto en el amor como en el azar cuanto más lejos se vaya más posibilidades se tienen de ganar. Y por eso el jugador de más que metía de contrabando sin que nadie lo viera, y por eso siete delanteros y más vale un 4 a 6 que un 0 a 0. El Míster, el que se derretía por las palabras amables y las mujeres que fingen timidez. El de la melancolía que todo lo inunda y los tiempos en que la vida estaba llena de goles. Él, que tenía la certeza de que, justamente, la memoria, si voraz y violenta, es una materia exquisita...

Ahora el agua para el mate ya se enfrió del todo. Bonita volvió del patio con la pancita llena y duerme plácidamente sobre la cama. La tarde cae lenta en el pozo de la noche. Cierro el libro, justo después que Soriano convierta el imperdonable gol ante Barda del Medio y se arme el gran despiole gran. Y entonces una luz enciende, y algo se ilumina, y puedo verlo clara y definitivamente: por eso no festejé tanto el triunfo. Porque fue como ese libro inconcluso de Soriano con las memorias de Míster. Porque uno sabe que siempre puede haber más, mucho más y sin embargo, los partidos también se terminan.

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