Acerca de "Frutos extraños" de Leila Guerriero
En contra de una frase que no hace más que agasajar al lugar común, vale decir que el oficio más viejo del mundo no es ese que todos creemos, sino otro, poco menos arduo que aquel: el oficio más viejo del mundo es contar.
Por eso las manos en las cuevas de Altamira; por eso la escritura cuneiforme, los jeroglíficos, la imprenta. De ahí la importancia del lenguaje como herramienta de proa para la comunicación de los hombres: sin lenguaje, no hay relato; sin relato, no hay historia; sin historia, no hay identidad.
En ese camino va “Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2008”, de Leila Guerriero (Aguilar, 2009).
Guerriero había publicado, en 2005, un libro terrible y maravilloso, “Los suicidas del fin del mundo”, un relato descarnado, puntilloso sobre una ola de suicidios a fines de los 90 en Las Heras, un pequeño pueblo de la provincia de Santa Cruz.
Ahora, Leila se despacha con “Frutos extraños”, otro homenaje en vida al oficio de narrar.
La autora resume:
-Ahí hay un perfil de Alberto Samid, por ejemplo, el Rey de la Carne. Yo pasé con Samid como tres meses. Me metí con él, con su mujer, con sus hijas, lo acompañé en su campaña proselitista, nos fuimos a comer asados juntos, fui a su quinta, lo contemplé durmiendo la siesta. Hay también un perfil del Gigante González, el ex jugador de básquet, que vive en El Colorado, en Formosa. Estuve una semana con él. Y ahí donde todo el mundo hablaba de una pobre víctima, sola, yo encontré un tipo bastante muy oscuro, bastante más complejo, bastante más oscuro. Está contada la historia de Romina Tejerina. Hay una larguísima crónica sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, las personas que trabajan con los restos de desaparecidos, acá, y con las víctimas de violencia de Estado en todas partes del mundo. Pasé con ellos tres o cuatro meses, fuimos a inhumaciones, compartí fiestas. Hay un perfil de René Lavand, el mago de una sola mano. Un perfil de un clon de Freddie Mercury: un señor que es doctor y cuyo papá es el director del Hospital Rossi de La Plata.
Como el mismo libro lo expresa: “una larga lista de mutilados, gigantes, bateristas con síndrome de down, chinos de supermercados, mafiosos, envenenadores y magos”. “Todo es mérito de ellos. Nadie es normal visto de cerca. Y cualquier persona tiene una historia para contar. Además, la gente es siempre su tema preferido”.
-Son trabajos de inmersión -amplía Guerriero-, de mucho seguimiento y de esperar la ocasión. Yo siempre creí que el periodismo es la gran excusa para meterse en sitios a los que uno no podría meterse de otra forma, y que es, también, la gran excusa para transformarse, cada tanto, en especialista de alguna cosa: tanatopraxia, orquídeas, acromegalia, el negocio de la carne. A mí siempre me gustó mirar hacia adentro cuando veo una ventana abierta, pero lo que nunca hice, siendo periodista, es contar lo que veo por esa ventana sin pedir permiso para hacerlo. Cuando elijo un tema o una persona, y logro entrar a esa vida, a ese grupo de vidas, siento una curiosidad salvaje, animal, desatada, sólo comparable al desinterés que me produce todo eso al final, cuando me voy del tema, y lo escribo y lo olvido para siempre.
Lo que en las páginas del libro se llama “el monstruo de la curiosidad”.
Según Guerriero, esta antología proviene de “un trabajo promiscuo en diversos medios: la promiscuidad periodística mía es un tanto proverbial”.
Divididos en tres partes más una Coda, las crónicas, perfiles, discusiones y anotaciones sobre el oficio periodístico que componen el libro fueron publicados en El País y Lateral de España; SoHo, de Colombia; Gatopardo, México-Colombia; La Prensa Gráfica, de El Salvador; Paula y El Mercurio, de Chile; y Latido, Revista La Nación y Lamujerdemivida, de Argentina. O leídos en charlas organizadas por la revista El Malpensante: algo así como la re-construcción teórica del oficio de narrar.
-Cuando me pidieron esos textos encontré que había procesos comunes en el plano del trabajo de campo, la técnica para entrevistar, etcétera. Entonces tuve que ponerme a pensar y deconstruir una serie de operaciones mentales y no tanto que para mí eran intuitivas y, además, comunes a muchos de los textos que había escrito, aunque no hubiera hecho de ellas, jamás, una construcción racional. En uno de esos textos, si yo no recuerdo mal, también digo que después de todo lo dicho es imposible describir cómo uno hace lo que hace y que, en el fondo, prefiero no pensar demasiado en eso. Para no perder eso que llaman frescura, ¿no?
De formación autodidacta según sus propias confesiones, Leila Guerriero centra buena parte de la efectividad de los textos en las descripciones: ambientes, paisajes, momentos, personajes, parecen tomar vida en el papel. Así como en Las Heras, el pueblo de “Los suicidas del fin del mundo”, el viento parecía decidir por las personas, aquí llueve en la tierra roja del Gigante González; llueve más allá de las rejas que encierran a Tejerina; llueve en ese Lejano Oeste que es el conurbano dominado por Samid.
Y como en un juego de espejos, Guerriero muestra el más acá de sus creaciones, y lo hace con metáforas culinarias (“escribir es, a veces, como poner levadura en una masa”): son las reflexiones de quien piensa en cómo preparar un plato de la mejor manera; cuánto tiempo de cocción llevará, cuál es la forma óptima para servirlo. Como las buenas comidas, la crónica pasa a ser “un género que necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse y mucho tiempo para publicarse”.
Y eso acaba siendo –queriéndolo, sin quererlo- una clase de periodismo: “Yo no creo que el periodismo sea un oficio menor, una suerte de escritura de bajo voltaje a la que puede aplicarse una creatividad rotosa y de segunda mano”, rescata la contratapa del libro. “¿No vivimos los periodistas de contar historias? ¿Y hay, entonces, otra forma deseable de contarlas que no sea bien?”. Pero es en los perfiles donde aparece la parte más sabrosa, más fresca, más jugosa de estos frutos extraños.
Según Guerriero, el arte del buen cronista comienza a la intemperie “con los días, semanas o meses que pasa junto al objeto de su crónica”, y las historias de esas personas se contará gracias a “una sumatoria de voces, material de archivo, referencias a libros y películas”. La diversidad de recursos: “Un perfil, más que el arte de hacer preguntas, es el arte de mirar”. Kapuscinski diría: “Cuando me encuentro con una persona (...) tengo que ser conciente de que estoy en sus manos. Me dirá sólo aquello que quiera decirme (...) Sé que el éxito depende de cómo yo establezca el contacto”.
A lo que se suma la máxima hemingwayniana de que, como en todo relato, “un perfil es como un iceberg: lo de arriba flota gracias a lo de abajo”. Tan hemingwayniano como decir que “para decir algunas cosas, es mucho mejor -más eficaz- no decirlas”.
Entonces, el espaciado, el interlineado, el corte en los relatos como si cada una de esas raciones fueran pantallazos, estertores para que la narración, los personajes, las escenas respiren. Lo que el mismo Kapuscinski llamaría “la poética del fragmento”.
Decir, entonces, que ciertos pasajes de “Frutos extraños” conmueven, es decir poco: el lenguaje, preciso como dagas, entra en el cuerpo. Uno puede reír hasta descostillarse con el bizarro Doctor Queen o sufrir como quien pare con Romina Tejerina; preguntarse si en verdad es Yiya Murano una serial-killer o volver a creer en lo que sea con el Equipo Argentino de Antropología Forense.
La de Guerriero es una escritura que atraviesa la piel. Lo que está ahí, frente a uno, es un libro, pero dentro de él hay una historia y, detrás de ella, un narrador, quien hace uso y bien de la materia prima del oficio más viejo del mundo. Porque esos frutos no sólo son extraños; son, también, extraordinarios.
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