domingo, 17 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (Tercer día)



Tercer día

La exigua claridad que atravesaba el ventanal hizo estragos en los ojos recién despabilados. El edredón estaba más revuelto que de costumbre, como si por la noche hubiese luchado a ciegas contra un ente desconocido. Sentía dos agujas detrás de las pupilas y los párpados le pesaban como cemento; un cansancio innominado le invadía las piernas.
Primero atribuyó el malestar a los efectos del whisky de la noche anterior, pero no alcanzó a convencerse con sus propios argumentos. “Fiebre, debo estar engripado”.
Pensó en pedir un termómetro a recepción, pero se abstuvo. ¿Qué rumiarían los otros huéspedes, el hombre con ojos de cuis, la camarera y la cocinera, a las que apenas había cruzado por azar un par de veces en los pasillos o en el hall, ante ese pedido? ¿Un simple resfrío podría desencadenar un pandemónium en ese pequeño hotel abandonado del mundo?
“Esperemos”, se dijo, “confiemos en que sea un simple resfrío”, sin saber por qué llevaba al plural sus reflexiones.
Llamó a recepción, arguyó malestar estomacal y pidió le alcanzaran el desayuno a la cama: té y tostadas.
-Los efectos del santo bebedor –clausuró el diálogo el conserje, con tono cómplice.
Luego de desayunar, en el sopor de la duermevela, tuvo  una pesadilla. Llegaba a rescatarlo al hotel un biciscafo conducido por un hombre vestido completamente de negro. Su piel era pálida, usaba el pelo cortado al ras y tenía los ojos de un gris profundo, anestésico. Pedaleaba con parsimonia y constancia. Él lo veía, envuelto por la precaria luz del amanecer, arribar hasta el sendero cercado por las farolas. En silencio, el hombre lo invitaba a subir, giraban y emprendían el regreso. Él sacaba un celular del bolsillo de la campera y aclaraba que tenía que hacer un llamado; el hombre lo observaba, imperturbable, con sus ojos grises, hasta que lo empujaba con un simple manotazo fuera del batiscafo, de cara a ese gran lago azul amorronado en que se había convertido el parque. Era despertarse para espantarla y que la pesadilla regresara una vez que Héctor Levin volvía a dormirse: el biciscafo, el hombre vestido de negro, sus ojos gris profundo, el gran lago de aguas azul amorronado.


Hacia el mediodía sintió que su cuerpo le pedía no moverse. Las agujas seguían ahí, la fatiga general. Ya no necesitaba termómetro, era indiscutible que tenía temperatura. No le bastaba correr las cortinas para intuir que lloviznaba, ya sin truenos ni ráfagas de viento. Avisó que no bajaría al almorzar y aceptó que le trajeran un sándwich de jamón y queso con agua mineral.
Mientras esperaba la comida volvió sobre el tema de la estadía. ¿Bajo qué condiciones comerciales le cobrarían lo que consumiera? Sus argumentos, si de lo que se trataba era de convencer a aquel hombre con ojos de cuis, le sonaban artificiales, insuficientes: no tenía efectivo y no tenía, tampoco, forma de conseguirlo de inmediato, al menos hasta que regresara a la ciudad. Si en la tarde se sintiera mejor, emprendería esa tarea.
Pasado el mediodía golpearon la puerta.
-Pase –gritó.
Era la cocinera.
-Estaba muy bien el desayuno –se adelantó Héctor Levin.
-Qué bueno. Aquí le dejo lo suyo. ¿Cómo se siente?
¿Cómo se siente? ¿Qué sabe, por qué me lo pregunta?”.
-Mucho mejor, gracias. Creo que es algo pasajero: la lluvia, la humedad, el encierro.
-Que lo disfrute, cualquier cosita nos llama.
La vio salir, envuelta en su guardapolvo blanco, guantes y barbijos. ¿Era más bella que Gilda? Por supuesto que no. ¿Era tan deseable como ella? Claro que sí.
Mientras comía se preguntó qué estaría haciendo el resto de los huéspedes. Si Turturro se habría acercado a Gilda, si ya habrían parlamentado con sus cuerpos, envueltos en la profilaxis de sus indumentarias, o seguirían ahí, mesa de por medio, respetando la distancia obligatoria, dilatando los corceles del deseo. O si la pareja habría logrado establecer un dialogo sugestivo, confidencial, si esa mujer sonreiría y ese hombre podría creer en lo que tenía y no en lo que buscaba.
A l terminar el sándwich desistió de leer; se cubrió hasta el cuello e imploró que no regresasen el biciscafo, ni el hombre de ojos grises, ni ese inmenso lago azul amarronado.


Después de una extensa siesta se sintió mejor. Llamó a recepción y pidió que le trajeran una botella de agua mineral de litro y repitieran lo del desayuno. Apareció la misma mujer, pero en esta ocasión fue más parca y distante. Héctor Levin prendió el televisor y vio un documental sobre los sonidos del mar en lo profundo. “El agua, siempre el agua”, se dijo.  Retomó el libro: “El lenguaje es fuga constante; salta, corta, esquiva. Es a la vez el tifón que topa de frente y el muro que sostiene la espalda; la traición y el amparo, la espera y el abandono. No sólo las voces que clausuran la noche, sino además las que persisten en la madrugada, cuando todo es silencio”.
Al atardecer volvió a llamar a recepción y comunicó que se sentía mejor pero que estaba inapetente, que no era necesario que le trajeran la cena.
-Los extrañamos por acá abajo –templó el conserje-. Me alegro de su mejoría. Que tenga buenas noches.
Con la última gota de voluntad que le quedaba se quitó el pantalón, el calzoncillo, puso la almohada de manera perpendicular a la cabecera y encontró en sus propias manos lo que le hubiese gustado encontrar en las de Gilda.

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