lunes, 27 de octubre de 2008

Los guerreros del patíbulo

Encontré el artículo que había perdido (los viejos backups son como un tesoro escondido en isla innominadas...), sobre concursos literarios...


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De buscarle comparaciones, lo primero que aparece es la imagen de las arenas romanas. Dos o más guerreros desconocidos mirándose con odio, o, lo que es peor, con el aturdimiento y el desencanto de quien debe matar al otro aún en la ausencia del odio. Más perverso todavía el juego cuando el adversario es uno solo, el león al que nadie ama ni detesta pero que se convierte en el enemigo común en pro de la supervivencia. Otra imagen vendría de aquella película de nuestra niñez, Los doce del patíbulo, en la que los personajes negociaban con sus opresores la libertad a cambio de la participación en una misión secreta en plena Segunda Guerra Mundial. Seguramente los ejemplos, las alegorías, sobren. Y todas estas evocaciones tienen un porqué, a modo de reflejo, de comparación.

Hace varios años, un escritor amigo (anónimo es mejor) con una veintena de libros publicados, editor además, al ver los resultados de un concurso literario que de provincial había pasado a ser de alcance nacional, me decía sucintamente: “Yo se los dije”. Estaba claro: la mayoría de los autores seleccionados pertenecían a la Capital Federal. Lo cual no era nocivo en sí aunque, ya se sabe, Dios está en todos lados pero atiende...

En ese mismo concurso había actuado como pre-jurado otro amigo (cuando digo amigo quiero decir no más que cierto casual conocimiento, que no deriva exactamente de la nobleza y la sinceridad de la amistad de años, sino que ronda la confianza de dos que bien pueden llamarse conocidos), docente, escritor, corrector y director de una revista que a los ponchazos veía la luz. Un día fui a visitarlo a su departamento, un tres ambientes recién estrenado y con buenos muebles, sobre todo por la proporción y la variedad de la biblioteca. En el piso del comedor, bajo la ventana que daba al “pulmón”, dormían su sueño lento dos altas pilas de fotocopias. Le pregunté qué eran. ontestó que se trataba de los duplicados de los trabajos presentados al concurso en el que había intervenido como pre-jurado; los fallos ya se habían dado a conocer, así que él había decidido quedarse con las copias y utilizarlas como grandes libretas para apuntes.

No era un mal destino, después de todo: hay ciertos abonos para la tierra que están compuestos por organismos en proceso de descomposición. (Algo que me recordó aquello fue a las bases de aquellos certámenes que expresan: “los trabajos que no sea retirados por sus autores serán destruidos”).

El tercer caso que me viene a la memoria es el de otro escritor reconocido, mucho más premiado y publicado (anónimo es mejor, insisto). En uno de nuestros encuentros, allá en el pueblo natal y en un esfuerzo de tolerancia, este hombre aceptó leer un par de relatos míos. Quedamos en que pasaría a dejárselos por su casa de la gran ciudad. Allá fui, con un sobre repleto de lo que hoy no son otras cosa que bosquejos de una cosa blanda, fragmentaria e inconclusa, porciones de un universo incoherente y superpoblado por una acumulación de plagios y de citas sueltas.

Como este hombre no se encontraba en su casa, el portero, en un acto de riesgoso desatino que ponía en jaque la seguridad del edificio (¿o es que los escritores y sus amigos no son peligrosos?), me permitió que entrara, subiera los seis pisos y tirase el sobre por debajo de la puerta.

Un par de semanas después, me enteré que este hombre con el que había estado charlando y al que le había llenado el piso de papeles, sería jurado en un concurso al que pensaba presentarme con alguno de esos textos. Recuerdo haberlos trascripto en una computadora prehistórica, en DOS. “Puta”, pensé; “va a sospechar que lo hice a propósito”. Así que hubo un llamado, un mensaje en el contestador y el pedido que no los leyera, que cabía la posibilidad de que tuviera que hacerlo en otro momento, en otras circunstancias. ¿Cómo volverse creíble ante los hechos? ¿Cómo no sonar sugestivo en esa situación?

Lo más extraño es que, en aquellas charlas pueblerinas, este escritor me había recomendado varias veces: “Tenés que insistir con los concursos, es una forma de llegar”. Uno a veces cree saber adónde. A veces.

Con todo, y para no rechazar sugerencias, seguí presentándome a concursos literarios. La mayoría en los que fui seleccionado por aquellos años (luego vinieron otros...) se constituían, según ellos mismos, como “ediciones cooperativas”. La definición es simple: cada uno pone un poquito (más de dinero que de poesía) para publicar todos juntos y en familia a través de una rara especie de socialismo dominado menos por la camaradería que por las colaboraciones. Incluso llegué a elaborar una carta de respuesta, de la que guardo una también arcaica copia en algún disquete perdido, y de la cual hoy apenas se puede rescatar un párrafo: “sólo deberé objetar que mi política editorial me lleva a rechazar las publicaciones antológicas, cooperativas o pagas, como quiera llamárseles. Es la cuarta propuesta que recibo en un año, y a todas he comunicado lo mismo. No se sientan ustedes ofendidos por mi negativa; así como espero también seguir fiel a mis convicciones”. Bien testarudo, enérgico y utópico.

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