Las ruinas de Escobar Gaviria
Hay un capítulo de Los Simpson en el que Homero, después de comer un chile 5 estrellas, picante como pocos, tiene un viaje lisérgico a lo más profundo del desierto, que, luego se verá, es una simple cancha de golf. Parodiando a The Doors, Homero viaja por su mente, se encuentra con criaturas extrañas y choca con paisajes irreales en continua transformación.
En un hipotético paseo por las calles y las huellas de la vida de Pablo Escobar Gaviria en Medellín, podría decirse pasa más o menos lo mismo: los efectos no son los de los narcóticos, pero el lugar esta marcado, metafórica o directamente, por ambos.
Pablo Escobar Gaviria murió en 1993. Había comenzado su carrera siendo ladrón de lápidas; fue diputado, estuvo en la asunción de Felipe González en la España de 1982 y llegó a ser la séptima persona más rica del mundo. Filántropo o idealista, generoso facilitador de placeres bacanales o sencillo benefactor de las clases bajas para unos; despiadado, inescrupuloso, asesino y vil capitalista para otros, lo que resulta innegable es su influencia en los avatares de la sociedad colombiana de los últimos 30 años.
Por la magnitud de su figura, y porque el turismo es también el arte y el negocio de lo impredecible, existe el Paisa Tours: un recorrido por la Medellín de Pablo Escobar Gaviria.
El tour comienza en uno de los sectores residenciales más elegantes de la ciudad. Específicamente, el Edificio Mónaco, un bloque de departamentos de lujo que fuera la residencia oficial de la familia Escobar hasta enero de 1988, cuando una bomba destruyó buena parte del penthouse pero no logró quitarle la vida ni al Jefe ni a su mujer ni a sus hijos, y que fuera el punto de partida para la guerra entre los carteles de Cali y Medellín.
El tour comienza en uno de los sectores residenciales más elegantes de la ciudad. Específicamente, el Edificio Mónaco, un bloque de departamentos de lujo que fuera la residencia oficial de la familia Escobar hasta enero de 1988, cuando una bomba destruyó buena parte del penthouse pero no logró quitarle la vida ni al Jefe ni a su mujer ni a sus hijos, y que fuera el punto de partida para la guerra entre los carteles de Cali y Medellín.
Todo sigue en el edificio Ovni, parte de lo que hoy es definido como “narc-decó”, un tipo de arquitectura que por estos días desata visiones enfrentadas en la sociedad colombiana. El “narc-decó” o “traqueta” es tildado de mal gusto o “basura”, pero forma parte, irremediablemente, del gusto popular.
La ruta turística continúa en el edificio Dallas, otro lugar cuyas paredes han sido pintarrajeadas con graffiti –tanto a favor como en contra del implicado– y donde alguna vez también explotaron bombas. Deteriorado, mezcla de evocación en pie con armatoste arquitectónico venido a menos, es un remedo de la época en la que el narco rico, con un solo chasquido de los dedos, podía decretar el toque de queda en la ciudad.
Le sigue el Medallo, en el barrio Los Pinos. Y no es cualquier cosa: es el edificio donde el Al Capone sudamericano se encontró con aquello que venía esquivando con fortuna y esmero: la muerte. Y es no sólo la última parada de la vida del homenajeado, sino la más extensa del recorrido para los turistas.
El lugar es catalogado como “una chimba” (cuando las cosas salen mal o alguien las hace salir mal) porque fue ahí donde Escobar cometió su más fatal error: hablar por teléfono con su hijo durante veinte minutos, tiempo suficiente para que la llamada fuera localizada. Fue en el tejado del Medallo donde las balas lo despidieron para siempre.
De ahí a la tumba. Altamente cuidada, flores infaltables. Como si fuera Père-Lachaise, Recoleta o Plainpalais, es uno de los lugares más visitados de la ciudad. A ese lugar asistieron miles personas el 2 de diciembre de 1993, día de su entierro. Ahí, hoy, puede encontrarse a simples curiosos, vagos reflexivos, pobres que se abalanzan sobre el mármol para llorar a su padre santo e incluso extravagantes turistas extremos que se dan un pase de coca sobre la lápida. Todo fue y sigue siendo posible en el mundo Pablo Escobar.
Ya en las afueras de la ciudad, en Envigado, a pocos kilómetros de Medellín, el tour puede incluir la cárcel cinco estrellas que este hombre se hizo construir a idea y semejanza de sus deseos en 1991, cuando su vida corría peligro por los ataques de sus enemigos y luego de entregarse a las autoridades colombianas con la condición de no ser extraditado a EE.UU. Ahí tuvo personal de vigilancia propio, una vista completa de los alrededores, cerca electrificada, espacio aéreo protegido, una casa de muñecas para su hija y una cancha de fútbol en la que jugó, entre otros, el escorpión René Higuita. El lugar, por entonces, fue bautizado la Catedral. Hoy, por esas raras analogías del destino, es habitado por una comunidad benedictina.
O Hacienda Nápoles, a unas cuatro horas de Medellín, un paraíso de más de tres mil hectáreas donde alguna vez Escobar tuvo su propio zoológico con más de 200 especies, animales que, una vez muerto su dueño patrón, huyeron o fueron muriendo también ellos.
Lo cierto es que Pablo Escobar Gaviria existió, y vaya cómo, y dejó su huella. Pero pocas cosas contienen tanta verdad en sí mismas para marcar a los pueblos como las que no existieron. Es el caso de un edificio a medio construir que, dicen, fue financiado por el cartel de Medellín. Tras disputas legales, devendrá en estacionamiento. Al frente, una gran valla que hace las veces de resguardo contiene una sentencia inapelable: “Este edificio nunca perteneció a Pablo Escobar”.
En breve, quizás, o en día lejanos, quién dice, tomemos un vuelo y nos adentremos en la selva colombiana, y un guía tour nos explique que “aquí estuvo Ingrid”, “aquí vivió Tirofijo”, “en esta cama dormía Clara Rojas”.