En el Prefacio, usted cuenta que se le ocurrió escribir sobre Los Beatles
apenas se editó Revolver, en 1966, pero
que todavía era “demasiado pronto para ver el fenómeno con algún tipo de perspectiva
histórica”. ¿En qué momento, entonces, fue que se decidió a escribir Los Beatles y Lacan?
Me decidí en 1983. El asesinato de John Lennon, el 8 de
diciembre de 1980, había sido un golpe terrible para todos, para mí quizá más que
para muchos. Porque era devoto de los Beatles desde 1963 y además, sobre todo, porque…
¡el asesinato ocurrió el día de mi propio cumpleaños! El trabajo de duelo fue duro,
me llevó dos años y medio. Después leí el libro sobre los Beatles de Peter Brown
y Steven Gaines. Me conmovió mucho, sin duda, pero me pareció inadecuado en muchos
aspectos; más que nada, porque en su relato pormenorizado faltaba el intento de
examinar relaciones entre causa y efecto. Como mi cosmovisión era ya resueltamente
lacaniana y consideraba entonces el mundo una especie de laboratorio de psicopatología
–o hasta de psicoteología– de la vida cotidiana, no pude no repasar el fenómeno
Beatle en términos freudo-lacanianos. Había recibido ese año una beca de la Fundación
Guggenheim en Nueva York para escribir otro libro sobre Tirso de Molina, pero el
proyecto de un examen psicoanalítico e histórico vinculado a los Beatles no me dejaba
en paz. Contra los consejos de mi entonces esposa y mis colegas más cercanos y bien
intencionados, decidí abandonar el libro sobre Tirso en 1984 y lanzarme a trabajar
sobre Los Beatles y Lacan. Muy pronto
me di cuenta de que una investigación convencional sobre ellos sería imposible porque
cada libro sobre los Beatles que supuestamente, según el catálogo, estaba en los
estantes de tal o cual biblioteca había sido hurtado. Tuve que comprar cada uno
de los volúmenes que necesitaba sobre la banda y buscar en revistas populares que
usualmente no leía cualquier informe o entrevista con los tres Beatles supervivientes
que pudiera añadir un grano de arena al conjunto. Por eso, mi biblioteca personal
cuenta ahora con cientos de libros sobre la banda. Si no recuerdo mal, empecé a
escribir el primer capítulo en 1986. Lo terminé a fines de 1989.
En el Prefacio describe, también, la mañana en que los escuchó por primera
vez. La pregunta es obvia: ¿qué lo llevó a ser un devoto de ellos, ya no como futuro
escritor de este libro, sino como un simple oyente?
Las canciones de los Beatles ya nos resultan
tan familiares que cuesta imaginar un tiempo en que estos maravillosos sonidos nos
eran desconocidos. Y, sin embargo, la reacción de cualquier simple oyente fue similar
a la mía. Decenas de personas me han contado anécdotas sobre la primera vez que
escucharon a los Beatles. Alguien me conto que tuvo que dejar inmediatamente lo
que estaba haciendo para escuchar o identificar esa música nueva y extraña. Otra
persona iba viajando en auto y casi terminó en una zanja al escuchar “I want to
hold your hand” por primera vez. Otra gente dice que quedó completamente embelesada
al escuchar “She loves you”, aunque ni siquiera conocía el nombre del grupo. En
1963, esta música sonaba distinta a cualquier música anterior y tenía un poder de
seducción absoluto.
Por añadidura: ¿de dónde proviene su pasión por la música?
Mi abuelo materno, irlandés, era sargento
en la banda del ejército británico en el siglo XIX, arreglista y director de la
banda militar. No creo en la transmisión genética de las aptitudes o intereses artísticos
y creativos. Los aprendemos del mismo modo que aprendemos el lenguaje. Cuando yo
tenía catorce o quince años, un buen amigo me hizo conocer a Beethoven y al instante
me perdí en su música. Pronto empecé a componer música yo mismo: sonatas para violín
y piano, para cello y piano, un cuarteto de cuerdas, canciones, música incidental
para las piezas de teatro que anualmente se representaban en mi escuela, etcétera.
Contra lo que dije antes de que rechazo la idea de una transmisión genética en este
sentido, tengo que confesar que mi hermana menor era una buena pianista y ha cantado
en coros toda su vida, primero en Inglaterra, después en Austria. Ahí nació mi sobrino,
que es músico a su vez: guitarrista, cantante de blues, compositor de rock y blues,
cantante principal del grupo vienés My Other Brother. La verdad, señor Carbonel,
no sé de dónde proviene mi pasión por la música, pero ha sido la pasión de mi vida.
Actualmente estoy echando los cimientos de una opera trágica en tres actos a partir
de la obra maestra tardía de Lope de Vega El
castigo sin venganza.
El libro fue publicado originalmente en 1995, en otro contexto histórico
e incluso digital. ¿Qué cree que se ha modificado –si es que algo se ha modificado–
en relación con la forma de ver a Los Beatles, en particular, y a la cultura rock
en general siendo que, como se sabe, vivimos una época distinta a la de 20 años
atrás?
Es cierto que vivimos en otra época. La revolución digital,
que apenas había empezado en 1963, ha cambiado casi todo en la sociedad occidental:
los conceptos de tiempo y espacio, las relaciones humanas, la comunicación, viejas
industrias e instituciones que van desapareciendo (los libros en papel, los teléfonos
fijos, por ejemplo). En cuanto a los Beatles, sin embargo, me parece que no han
perdido nada del poder y del encanto que tenían veinte años atrás. Tengo estudiantes
de 20 años que conocen las canciones de los Beatles tan bien como yo. Y serían como
la cuarta generación que los escucha y los aprecia, a pesar de que están hartos
de escuchar que sus padres o sus abuelos dicen: “¡Qué fantásticos eran los años
’60!”. Creo que el grupo ha adquirido el estatus de un clásico auténtico y para
todos los tiempos. Son un punto de referencia estable que ha establecido un antes
y un después. Diría incluso que son un tipo de garantía en la vida, en una vida
que tiene muy pocas garantías, para decirlo honestamente. Y una de las tesis más
importantes del libro es que los Beatles compusieron el réquiem o la banda sonora
para acompañarnos en la transición de la Edad Moderna a esta Edad Posmoderna o,
al menos, a una época distinta. Finalmente, en cuanto a la cultura rock en general,
hay que reconocer que hoy en día carece por completo de la fuerza subversiva y revolucionaria
que tenía hace medio siglo. La música popular de 2013 en Estados Unidos raramente
alcanza el lirismo y la inspiración de entonces y uno se pregunta: ¿cuál es en verdad
la finalidad estética de esta música, si realmente tiene una?
Usted ubica al capítulo donde analiza a Lennon antes del capítulo donde
analiza a McCartney. Ese orden, ¿es una cuestión alfabética, de peso histórico y
musical, o de preferencia personal?
Interpreto que ésta es una pregunta sobre lo que podríamos
llamar la “prioridad” de John Lennon. Evidentemente, la decisión histórica que en
un principio tomaron los dos de firmar todas sus canciones originales bajo la autoría
“Lennon/McCartney” refuerza esa idea. Pero creo que tiene un mayor peso histórico
el hecho de que fuera Lennon quien, en la adolescencia, fundó el primer grupo pre-Beatles
en Liverpool: The Quarrymen. Cuando conoció a McCartney, en 1957, se dio cuenta
de que Paul era un músico muy superior a él, tanto por el repertorio de rock que
manejaba como por su virtuosismo con la guitarra. Sin embargo, Paul respetó a John
por su audacia al crear una banda de rock ya a los dieciséis años. Lennon tenía
que decidir si la presencia de Paul en la banda iba a disminuir su propia estatura
de líder. Al fin y al cabo, le pareció más importante la fuerza del grupo que su
propio prestigio e invitó a Paul a unirse a la banda. Ellos dos nunca firmaron un
contrato sobre su colaboración musical, sino que sencillamente se dieron un apretón
de manos. Cuando más tarde, en 1966, Paul escribió –él solo– la banda sonora para
la película The family way, siguió firmando
la partitura “Lennon/McCartney”, como un tributo a John y a lo que estamos llamando
la “prioridad” de éste. Nunca en mi vida se me hubiese ocurrido emprender el análisis
de Paul antes que el de John.
Usted propone la posibilidad de entender a Lennon como un perverso y a McCartney
como un obsesivo. ¿Cómo podrían convivir esas dos patologías –ese “matrimonio psico-musical”–
tanto dentro como fuera de la música?
Es posible que varios lectores no estén de acuerdo con
mis conclusiones en este sentido o incluso que el diagnóstico específico en sí no
importe realmente. Lo atractivo, en todo caso, fue el proceso de análisis partiendo
de lo mucho que sabemos sobre ellos dos; en algunos casos, sobre cosas muy íntimas.
John, en especial, no dudaba en mostrarse sin tapujos en entrevistas con la prensa
o en las que se publicaron como libros (la famosa entrevista con Playboy, por ejemplo). No obstante, en caso
de que mi diagnóstico tenga algún fondo de verdad, la convivencia de esas dos patologías
se plantea como un acertijo. Y, en cuanto a la imagen del “matrimonio psico-musical”,
no es enteramente una invención mía, me apresuro a decir. John habló precisamente
en estos términos en los años ’70, al recordar los días de su colaboración con Paul.
Como Ud. ha leido mi libro, conoce el argumento principal: que la ley del Nombre-del-Padre
estaba muy débilmente inscripta en la psique de John, que él había repudiado la
verdad de que la madre no posee un pene (prerrequisito, se supone, para la condición
de perverso); o sea, había operado esa «Verleugnung» de la que habla Freud. En la
persona de Paul (buen burgués de clase media, disciplinado y trabajador, el hijo
de un padre convencional) John encontró un apoyo protético, un significante para
el Nombre-del-Padre, que le faltaba en su propia estructura. En tanto, John le dio
a Paul algo que él, por su formación psíquica obsesiva, no tenía: el gusto por el
riesgo. John le enseñó a no respetar los límites, a arriesgarse a sobrepasar a Bill
Haley, Elvis o Buddy Holly, a liberarse de su sofocante condición de obsesivo. El
milagro está en el hecho de que, unidos en ese «matrimonio psico-musical», lograran
precisamente eso: sobrepasar a todos sus precursores en el rock y conquistar de
un modo avasallador el universo de la música popular de su época.
Los casos de traumas familiares asociados a la composición musical de Lennon
y McCartney que usted describe se podrían llevar también hasta Roger Waters, lo
que éste volcó en muchos discos solistas y de Pink Floyd, con The Wall como síntesis.
El ejemplo de Roger Waters es muy apropiado. Sufrió horriblemente
con la muerte de su padre, a quien no llegó a conocer, en la Segunda Guerra Mundial,
con su madre sobreprotectora y con el tratamiento de los inhumanos profesores de
su escuela secundaria. Recuerdo haber leído una vez que Waters ha tenido veinte
años de psicoterapia. Y se puede comparar una obra ambiciosa y post-Beatles de Paul
McCartney, The Liverpool Oratorio, con
The Wall. Allí, Paul dramatiza su propia
infancia, su adolescencia y su edad viril de manera muy transparente, empezando
también por la Segunda Guerra Mundial. Ya que todos, sin excepción, sufrimos cierto
grado de traumas familiares, la cuestión es, más bien: ¿cómo y por qué ciertos individuos
con elocuentes poderes para expresarse a sí mismos sienten esa enorme presión de
presentar sublimaciones de sus traumas al público? Una vez observé que los poetas
y artistas se vuelven locos para que nosotros, los demás, no tengamos que hacerlo.
Dicho de otra manera, la gran mayoría siente gusto al contemplar las miserias de
figuras ficcionales en canciones o telenovelas porque eso alivia cierta miseria
dentro de la gente supuestamente normal. Lo que Aristóteles, en su Poética, llamó la catarsis de la compasión
y el miedo.
No sé si ha leído De la cultura rock,
de Claude Chastagner. El autor propone, como usted, que fue en la década del ’50
cuando se dio el gran quiebre generacional para que el rock surgiese en la forma
en que lo hizo. El mundo ya no sería de los adultos, sino de jóvenes irritados,
con una necesidad lúdica, de distracción y rebelión.
Lamentablemente, no conozco el libro de Claude Chastagner,
pero obviamente tiene razón. Un buen ejemplo de esa propuesta sería la famosa película
de 1955 Rebelde sin causa, con James Dean.
En el libro desarrollo este tema en el capítulo 1 y mi argumento principal pasa
precisamente por esta cuestión de las generaciones y el porqué de este quiebre en
la década del ’50. Hablo de tres generaciones a las que llamo “de los abuelos” (nacidos
entre 1860 y 1890), “de los padres” (nacidos entre 1890 y 1920) y “de los hijos”
(nacidos entre 1920 y 1950). Los abuelos eran culpables de quebrar con un incalculable
derrame de sangre el siglo de relativa paz que va de 1815 a 1914. Los padres, jóvenes
durante la Primera Guerra Mundial, vieron por esto el Nombre-del-Padre denigrado,
pero, como “hijos buenos”, nunca expresaron su disgusto y su rebelión de manera
abierta. Sin embargo, trasladaron subliminalmente ese mensaje de irritación y rebeldía
a sus propios hijos: la generación que abiertamente generó este gran quiebre del
que habla Chastagner, con el rock como síntoma principal de la década. El año en
que culmina todo esto es 1968, cuando la juventud de todo el mundo se levantó, tanto
en China como en Francia o México, año en que también salió el Álbum blanco con su difusa desintegración
artística por los cuatro lados del disco.
Me gustaría que resumiese lo que expresa en varios pasajes del libro sobre
la condición sexual del rock. Y, más específicamente, de Los Beatles.
Es una pregunta bastante exigente porque ese tema aparece,
como usted indica, en muchos pasajes del libro. Antes que nada, aunque sobra decirlo,
me parece que hay que insistir una vez más –el mismo John Lennon lo hizo– en los
orígenes afro-americanos del jazz, del rhythm and blues y del rock. El rhythm and
blues fue el precursor inmediato del rock a fines de la década del ’40 y a principios
de los ’50. Tengamos presente que, por ejemplo, los primeros hits de Elvis (“Hound
dog”, “Jailhouse rock”, etcétera) estaban basados, casi sin excepción, en el blues
de doce compases heredado de los negros. El escándalo de Elvis era la manera en
que movía su pelvis; o sea, la expresión franca y desenvuelta de la sexualidad masculina.
Eso lo había heredado mayormente de los negros del sur de Estados Unidos, quienes
actuaban, tanto en privado como en público, con más franqueza de las expresiones
sexuales que los blancos estadounidenses de tradición puritana. En algún lugar del
libro dije, sin pedir excusas, que el rock es una música sexual. Y música del macho
joven, más que de la hembra. Hablando específicamente de los Beatles, ¿que era la
Beatlemanía si no una histeria pública vinculada al ímpetu sexual; sobre todo, entre
las chicas adolescentes? Gritaban, chillaban, se desmayaban y hasta experimentaban
orgasmos al ver a los Beatles en vivo. Si Freud habla del retorno de lo reprimido,
la Beatlemanía fue su apogeo en la década del ’60. Los años que van de 1963 a 1973
están impregnados de un erotismo y un goce en estricto sentido lacaniano que todavía
se puede sentir y ver en muchas películas de la época o en la etapa más trascendente
de los Beatles, entre 1966 y 1969.
La última, ya por fuera de Los Beatles y la cultura rock: ¿de dónde proviene
su amor por las letras hispánicas?
Buena pregunta, difícil de contestar de una manera sencilla.
Empecé a estudiar castellano en la secundaria, en Londres, a los 13 años, pero no
pensaba seguir una carrera consagrada a las letras hispánicas. En la secundaria
me fascinó el siglo XVII en Inglaterra y nunca perdí mi pasión por esa época. La
casa donde viví en Londres tuvo un influjo poderoso en mi posterior cambio de carrera.
Mi padre murió cuando yo tenía seis años; mi madre era irlandesa, católica no practicante,
pero con una pasión religiosa que contrastaba mucho con la indiferencia religiosa
de la mayoría de los ingleses. La batalla cultural que sentí entre este cargadísimo
fenómeno católico-doméstico y el protestantismo aguado del entorno británico me
preparo para apreciar la tensión detrás de las controversias y guerras religiosas
de los siglos XVI y XVII. Durante mis años de secundaria era como si estuviera viviendo
la Contrarreforma europea todos los días, vicariamente, al ir de mi casa a la escuela
y de la escuela de vuelta a mi casa. Finalmente, en Harvard ya no había profesores
de francés especializados en el siglo XVII y, en cambio, había nada menos que cuatro
profesores célebres dedicados al Siglo de Oro español; entonces, el dado quedó echado.
Y nunca me arrepentí de esa decisión. Además, en mi universidad damos cursos de
literatura con panoramas generales, obligatorios para los numerosos estudiantes
de lengua y letras hispánicas y uno de ellos va desde el Romanticismo hasta el presente
y cubre, además de España, Latinoamérica. Así que he leído con ellos El matadero, de Echeverría, por ejemplo,
selecciones del Martín Fierro y obras
de Luisa Valenzuela, como su bello cuento “Tango” o su colección Cambio de armas. La conocí a ella a principios
de los años ’90 en Missouri y, como ella es también una lacaniana fervorosa, le
di un numero de la revista lacaniana que publicaba con mi ex-esposa. Fue una experiencia
inolvidable, le aseguro, conocer a esa escritora argentina… y lacaniana, además.