Murió Héctor. Y ése vendaval de sentimientos y sensaciones que causa la muerte inesperada, se manifiesta en conductas y dichos apasionados, violentos, desesperados, veraces, falaces, desmedidos, por suaves o pesados. Se grita, se insulta, se culpa, se llora.
Pero a veces no se dice mucho, tampoco se hace. Los papás de Héctor pasaron ya por ésta experiencia, la de ver morir a un hijo, unas tres veces en los 15 años que llevan juntos. La muerte inesperada para ellos está totalmente naturalizada, tanto que los lleva a ésta inercia que en otro contexto irritaría y haría sospechar complicidad en la causa de la muerte. Pero Jacinta y Pedro no pueden ser cómplices del asesino de sus hijos, sólo son rehenes y víctimas, al igual que la mayoría de sus vecinos en Apóstoles. Por eso el lacrimoso silencio que gritan a los vientos. Escasamente lacrimoso, dada la reiterada estrujada que la vida (vaya ambigüedad) les propina en el alma, ya hasta las lágrimas escasean.
Héctor Benítez no tenía 60 años, sólo 2. Héctor no pasaba los fines de semana en una mansión de lujo, cenaba con vinos de $ 500 o comía cordero patagónico. Pasaba los días en su catre desde hacía por lo menos un año, no caminaba, no decía palabritas, ni mamá ni papá, sólo miraba fijamente, tristemente, con la mirada triste, fija y acusatoria que la desnutrición le da a un bebé. Héctor no padecía una enfermedad social y crónica que se diagnostica con aparatología costosa y que revierte o mejora con cambios de hábitos, cuidados y medicación. Padecía una enfermedad social y crónica que se diagnostica con los ojos, los de ver y los del alma y revierte con tres palabras dichas por quién tiene que decirlas: TERMINEMOS CON ESTO.
Hoy, que se habla de la muerte de un ser humano, de un padre, hermano, hijo, esposo y por último líder político, que sin dudas debió seguir viviendo a favor de su familia y de sus seguidores, me surge contrastar, me nace contraponer. Porque todos los que hablan furiosamente a favor y furiosamente en contra no ponen en discusión, ahora en caliente y menos luego, en frío, el verdadero sentido de hacer y vivir política. No se martiriza nadie por morirse con las botas puestas, menos cuando las botas son prestadas por el pueblo (y cuando digo pueblo, digo Héctor, no a los que llevaron a la plaza de Mayo). Nadie es un prócer hasta que la historia se complete, porque si al mismísimo San Martín se le cuestionan cosas, no quiero que me digan, porque ya lo sé, qué falencias opacarán el lustre precoz que se le ofrece a un ex presidente al menos controversial.
Por todo ello, hoy mi homenaje va para Héctor y en él a todos los niños acreedores de esperanza, que suena a futuro, aunque sobre todo es el presente el que nuestra insensibilidad, nuestra mezquindad, avaricia y desprecio les han robado.
Hubo una muerte, en una exclusiva casa, en un exclusivo lugar, allá en el sur. Pero también hubo otra más importante que ocurrió 3700 Km. al norte.
Marcelo Herrera