domingo, 30 de diciembre de 2012

Sueño de pescador



Te lo cuento así. Sencillito. El río había estado bravo, muy crecido después de tres semanas de lluvia y más lluvia. Así que, imaginate el arroyo. Una vez que bajó fuimos a hacer unos tiros con Jonás. El profeta, le digo yo, por el nombre. De adivino no tiene nada el tipo, y de religioso, menos. Pero sueña que es un lujo. Unos días ante me contó que había soñado que íbamos a tirar la caña y, de repente, aparecía un helicóptero. El aparato daba vueltas y vueltas arriba nuestro hasta que el motor empezaba a ratear y se nos venía encima.
                -Yo te salvaba la vida –me dice Jonás-. Te agarraba de un brazo y salía corriendo con vos a la rastra.
-¿Y el helicóptero? –le pregunto-. Qué pasó.
-No sé. Ahí me desperté.
-Mucho sueño pesquero –le digo-. Vamos a tener que cumplirlo.
Ese mismo día rumbeamos para el Saladillo. Una arroyito que ni fu ni fa, no es gran cosa, pero tampoco lo saltás al trote. 
                La primera media hora, lo único que picaban eran los mosquitos. Después de la lluvia y la inundación el campo parecía minado. Sentías de a diez o doce zumbidos a la vez y estábamos a los manotazos como boxeador en pedo.
                Hasta que en un momento la boya de mi caña empezó a hundirse. Lo dejé que bailoteara un rato, que jugara, que se entretuviera. Cuando hundió, me le afirme. Lo pude sentir enseguida: estaba claro que era bicho grande.
                Lo fui trayendo de a poquito, con paciencia. Cuando me le afirmé para sacarlo, la caña se quebró: el pez rebotó en la barranquita, zafó del anzuelo y desapareció bajo el agua.
                Con Jonás nos miramos, incrédulos. Yo estaba aturdido, fastidiado. Me temblaban las manos.
                -Era grande –dijo Jonás. Qué otra cosa iba a decir.
                No tuvimos un solo pique más en toda la tarde.
                Volvimos triturados por los mosquitos, con una caña menos y la decepción de haber perdido una buena pieza. Después, nada. Volvió a llover, el río y el arroyo volvieron a crecer y ya no pudimos ir de pesca en las dos semanas siguientes.
“El planeta nos está pasando la factura”, me dijo Jonás una noche, birra de por medio, “o se seca todo, o se inunda a cada rato”.
Así fue que nos pasamos buena parte de la primavera sin noticias de la pesca. Hasta que ayer me llamó por teléfono.
                -No sabés lo que soñé –me dice Jonás. Sabe con eso me entusiasma-. Yo enganchaba un terrible pescado. Ni idea qué era. Una palometa gigante, o una tararira, no sé. Estábamos en un lugar muy chiquito, como en una piletita.
-Un remanso –me animé-, ahí es donde están los dientudos. En el agua calentita.
-Sí. Todo era rarísimo, como siempre en los sueños. Yo lo enganchaba y vos metías las manos en el agua y lo levantabas, era un bicho enorme. Yo gritaba: “¡lo saqué, lo saqué!”.
-Como el que me quebró la caña –le dije.
-Algo así. –Hizo un silencio. Me di cuenta que pensaba-. Claro...capaz que era el mismo...
-Seguro que era el mismo, entonces –confirmé-. No queda otra.


miércoles, 26 de diciembre de 2012

Mi abuela toma merca


Estamos en casa con amigos. Somos cuatro. Llamamos por teléfono a una pizzería y después a una agencia de acompañantes.
Quince minutos después llega el delivery y la media hora Clara y Anahí. Se parten de buenas.
-Vamos a los bifes –digo, y nos metemos los seis en la pieza.
A matar o morir.
Al rato suena el timbre.
No tendría que hacerlo, pero en bolas voy a atender.
Es mi abuela: batón floreado corto, las piernas con várices al aire, ruleros. Mira hacia uno y otro lado, como si la vinieran siguiendo.
-Dejáme entrar –dice, apurada-, dejáme entrar –y se cuela rápido, a las chuequeadas.
-Qué pasa, abuela –le digo, siempre en bolas.
Y con mirarla me basta para saberlo.
-Estoy dura. Estoy re-dura
-Abuela –le digo, mientras espío de reojo la habitación: me estoy perdiendo lo mejor-, ya te dije que a este problema lo tenés que hablar con mamá.
-Tu mamá e psicóloga.
La abuela incrementa su frenético temblequeo, se menea como una víbora. Parece una de esas chicas que bailan en los programas de música tropical.
Mira hacia la habitación.
-¿Qué pasa ahí adentro?
Busco entre los lugares comunes.
-Nada. Estamos ensayando. Un par de canciones, nada más. Sentáte -le señalo uno de los sillones-, te voy a buscar una birra, así bajás un poco.
Camino de la heladera intento no pensar en los sucesos que se están desarrollando en la pieza sin mi participación.
Vuelvo a la sala, pero ya es tarde. La abuela me arrebata la cerveza, abre la puerta y se mete en la habitación. Grita:
-¡Ustedes, afuera!
Mis tres amigos salen desnudos, incrédulos, con cara de coito interrumpido. Después la abuela cierra la puerta por dentro.

martes, 4 de diciembre de 2012