Te lo cuento así. Sencillito. El
río había estado bravo, muy crecido después de tres semanas de lluvia y más
lluvia. Así que, imaginate el arroyo. Una vez que bajó fuimos a hacer unos
tiros con Jonás. El profeta, le digo yo, por el nombre. De adivino no tiene
nada el tipo, y de religioso, menos. Pero sueña que es un lujo. Unos días ante
me contó que había soñado que íbamos a tirar la caña y, de repente, aparecía un
helicóptero. El aparato daba vueltas y vueltas arriba nuestro hasta que el motor
empezaba a ratear y se nos venía encima.
-Yo te
salvaba la vida –me dice Jonás-. Te agarraba de un brazo y salía corriendo con
vos a la rastra.
-¿Y el helicóptero? –le pregunto-.
Qué pasó.
-No sé. Ahí me desperté.
-Mucho sueño pesquero –le digo-.
Vamos a tener que cumplirlo.
Ese mismo día rumbeamos para el
Saladillo. Una arroyito que ni fu ni fa, no es gran cosa, pero tampoco lo
saltás al trote.
La
primera media hora, lo único que picaban eran los mosquitos. Después de la
lluvia y la inundación el campo parecía minado. Sentías de a diez o doce
zumbidos a la vez y estábamos a los manotazos como boxeador en pedo.
Hasta
que en un momento la boya de mi caña empezó a hundirse. Lo dejé que bailoteara
un rato, que jugara, que se entretuviera. Cuando hundió, me le afirme. Lo pude
sentir enseguida: estaba claro que era bicho grande.
Lo fui
trayendo de a poquito, con paciencia. Cuando me le afirmé para sacarlo, la caña
se quebró: el pez rebotó en la barranquita, zafó del anzuelo y desapareció bajo
el agua.
Con
Jonás nos miramos, incrédulos. Yo estaba aturdido, fastidiado. Me temblaban las
manos.
-Era
grande –dijo Jonás. Qué otra cosa iba a decir.
No
tuvimos un solo pique más en toda la tarde.
Volvimos
triturados por los mosquitos, con una caña menos y la decepción de haber
perdido una buena pieza. Después, nada. Volvió a llover, el río y el arroyo
volvieron a crecer y ya no pudimos ir de pesca en las dos semanas siguientes.
“El planeta nos está pasando la
factura”, me dijo Jonás una noche, birra de por medio, “o se seca todo, o se
inunda a cada rato”.
Así fue que nos pasamos buena
parte de la primavera sin noticias de la pesca. Hasta que ayer me llamó por
teléfono.
-No
sabés lo que soñé –me dice Jonás. Sabe con eso me entusiasma-. Yo enganchaba un
terrible pescado. Ni idea qué era. Una palometa gigante, o una tararira, no sé.
Estábamos en un lugar muy chiquito, como en una piletita.
-Un remanso –me animé-, ahí es
donde están los dientudos. En el agua calentita.
-Sí. Todo era rarísimo, como
siempre en los sueños. Yo lo enganchaba y vos metías las manos en el agua y lo
levantabas, era un bicho enorme. Yo gritaba: “¡lo saqué, lo saqué!”.
-Como el que me quebró la caña
–le dije.
-Algo así. –Hizo un silencio. Me
di cuenta que pensaba-. Claro...capaz que era el mismo...
-Seguro que era el mismo, entonces
–confirmé-. No queda otra.