Es una voz que corre en reuniones de amigos, vagabundeos orales, bromas de poca monta, pero que tiene un aire de legitimidad irrefutable: todo lo que te ha ocurrido y te ocurra en la vida, ya ha ocurrido en Los Simpson. Por oposición, el vasto mundo que desconoce las múltiples circunstancias de la serie, ignora las leyes del Universo.
Los medios de comunicación, incluso, han dado con este axioma y se han volcado repetidamente a facturar paralelismos entre hechos paradigmáticos del presente continuo y la familia amarilla, por lo que, cada tanto, suelen encontrarse títulos como “Los Simpson predijeron XCOSA”.
Lo mismo, podríamos arriesgar, en tren de tirar sentencias como quien arroja piedritas a un río -el de Heráclito no sería una mala elección-, sucede con Borges: todos los temas y todos los recursos para contarlos han sido ya urdidos por el inNobel. Los que le pertenecen, los que se le atribuirán de manera apócrifa, los que, a la manera de Kafka y sus precursores, modificarán tanto la concepción del pasado como la del futuro.
Borges y los Simpson. Dos líneas paralelas que se tocan; más acá, en la pantalla; más allá, en las páginas de un libro. Los viajes. La mentira y la traición. Los antepasados. La duplicación. La astucia. La sustitución de identidades. Mensajes encriptados. La saga de Carl y el traidor y el héroe, o la misma Islandia; Tom Castro y una vida prestada; Homero, Lisa y los senderos que se bifurcan. Veamos.
Carl y los traidores
“He hecho no tres viajes, sino, como diría William Morris, tres peregrinaciones a Islandia” cuenta Borges a Osvaldo Ferrari en Diálogos (Seix Barral 1992). Sabemos de su fascinación por la literatura nórdica; zoom in: por las sagas islandesas. Según él mismo confesaría, llegó al mundo de lo escandinavo por el camino de lo anglosajón. “En el siglo XII, los islandeses descubren la novela, el arte de Cervantes y de Flaubert, y ese descubrimiento es tan secreto y tan estéril para el resto del mundo, como su descubrimiento de América”, escribió en Literaturas germánicas medievales.
Islandés es Carl Carlson (“Carl es el negro, Lenny es el blanco” reza la imperecedera anotación manuscrita en la palma de la mano de Homero). En “La Saga de Carl” (penúltimo episodio de la vigesimocuarta temporada), Homero, Lenny, Carl y Moe ganan 200 mil dólares en la lotería semanal. Carl cobra el boleto, pero huye con el dinero, abandonando a sus amigos. ¿Por qué, a dónde?
A Islandia, de donde es originario (¿un islandés de color?), a salvaguardar el honor de sus antepasados: comprar una página perdida de la saga familiar donde se afirma que los Carlsons eran unos bravos guerreros y no, como cree la exigua población de la isla, cobardes que colaboraron para que los invasores bárbaros de diez siglos atrás provocaran muerte y destrucción masiva de su pueblo.
Homero, Lenny y Moe aprenden islandés antiguo y descubren en el pergamino recuperado que los ancestros Carlson eran “peor de lo que todos creían”: se rindieron, “dejaron que los bárbaros entraran y se unieron al saqueo”. Así y todo, logran urdir una trama engañosa para que la ciudad entera los perdone oficialmente.
Algo no muy distinto le sucedería, allí cerca, en Irlanda, nueve siglos después, a Fergus Kilpatrick, protagonista de “Tema del traidor y del héroe”. Conspirador y capitán de conspiradores, Kilpatrick encomienda a uno de los suyos que descubra al traidor de su causa: el traidor es el mismo Kilpatrick. Condenado a muerte, el castigo no debe perjudicar a la patria:
“Entonces Nolan concibió un extraño proyecto. Irlanda Idolatraba a Kilpatrick; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Nolan propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor un instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas [en un teatro, a la vista del público, como Abraham Lincoln], que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Kilpatrick juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte”.
Una vez descubierta esa desagradable verdad, se decide silenciarla, de modo que no llegue a desentrañarse lo ocurrido. Así, Kilpatrick se convierte, de algún modo, en un Carlson.
Castro y Skinner
¿Qué es una mentira? ¿Se desactiva esa falta a la verdad cuando el receptor acepta, sin atenuante, el mensaje del emisor?
-Seymour, ¿eres tú?
-Sí, mamá, soy yo.
-Te ves algo diferente. Pero debes ser Seymour. Sí, tú eres Seymour.
Tal el diálogo entre el director de la primaria de Springfield y su tirana madre en “The Principal and the Pauper” (“Vida prestada” para Hispanoamérica, segundo episodio de la novena temporada), título que referencia a El príncipe y el mendigo, de Mark Twain (Borges: “Mark Twain sólo es imaginable en América. No sabemos, no podremos nunca saber, lo que América le quitó”).
Al finalizar la guerra de Vietnam, Skinner se había dirigido a Springfield a comunicarle a la madre de su compañero de pelotón que este había muerto en combate; al verla, ya vieja, solitaria y sufrida, decidió suplantar la identidad y hacerse pasar por su hijo. Veinte años después, mientras celebra su aniversario como director en la Escuela Primaria, reaparece el verdadero Skinner. Allí el director admite que su verdadero nombre es Armin Tamzarian (Armando Barreda en Hispanoamérica).
La forma en que Tamzarian suplanta a Skinner se da de una manera similar a la que Castro suplanta la identidad de Tichborne en “El impostor inverosímil Tom Castro”: Roger Charles Tichborne, militar inglés criado en Francia, había muerto en 1854 en el naufragio del vapor Mermaid, en aguas del Atlántico. “Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en su muerte y publicó desconsolados avisos en los periódicos”.
Es entonces cuando Bogle, ladero incondicional de Castro, “concibió un proyecto genial”: “Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta; Orton [Castro] era un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo. El proyecto era de una insensata ingeniosidad”.
Aunque “catorce años de hemisferio austral y de azar pueden cambiar a un hombre”, Bogle sabía que “todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo parecido”.
Si bien íntimamente lo intuyen imposible, ambas madres aceptan, al fin, como sus hijos, a perfectos desconocidos. “Por extraño que parezca, en el fondo creo que sabía que no era su hijo, pero una mentira nos hacía más felices que la verdad”, dirá Skinner. Claro que el espíritu que mueve a Skinner es el de la bondad, mientras Bogle lo hace con fines lucrativos. “Perdona, Seymour”, confiesa la madre al final del capítulo cuando su verdadero heredero es expulsado de Springfield, “es lindo saber que estás vivo, pero no eres lo que busco como hijo”.
En algunas webs se comenta que Keeler basó el libreto en el caso Tichborne (así como Borges lo tornó en “el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias”), aunque otros fanáticos de Internet especulan que lo hizo sobre Martin Guerre, famoso caso de sustitución de identidad de mediados del Siglo XVI, cuando un sujeto parecido a este tal Guerre se convierte en su sosias y se hace pasar por él y toma su vida familiar y económica y, ante el regreso del verdadero hombre, instala un debate jurídico que, con el tiempo, llegaría a un ensayo de Montaigne y a una novela de Alejandro Dumas y a otra novela de Janet Lewis y a una película y a un cuento de Rubén Darío.
El jardín de las bifurcaciones
Hay al menos dos capítulos que remiten cercanamente a Lönnrot y Scharlach. En el primero (Intercambio de palabras; sexto episodio de la vigésima temporada), Lisa se hace fanática de los crucigramas. Luego de uno de sus clásicos distanciamientos, Homero ordena las pistas de un crucigrama (el del NY Times) para emitir mensajes ocultos y pedirle perdón a su hija. Este recurso ya había sido utilizado en Mi madre la robacoches (segundo episodio de la decimoquinta temporada), en el que aparece por segunda vez la efímera y siempre al margen de la ley Mona, madre de Homero. Escondido en un artículo titulado "La pizza más grande del mundo", habita un mensaje secreto de ella, que los llevará a encontrarse. Sobre el final, luego de un accidente en el que Mona parece haber muerto, Homero da con otro artículo, que en la primera letra de cada fila dice IMOK (“I'm OK”). Sin embargo, el hijo se pierde de algunas pistas: donde su madre le detalla que ha escapado del ómnibus antes de que este se estrellara y ha huido de la ciudad en automóvil.
Ambos, podríamos sospechar, guardan vagas relaciones con “El jardín de senderos que se bifurcan”, donde el detective “no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó”. Lisa y Homero sí pudieron interpretar aquella cifra secreta. No como Lönnrot, que apenas llegó a articular sólo tres de las cuatro (esa era la cifra: cuatro) letras del nombre.
“‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, aquel gran cuento de Jorge Luis Borges, tan cómodo y práctico de citar para cualquier cosa, como si se tratara de un igualmente práctico y cómodo y citable episodio de Los Simpson”, escribió alguna vez Fresán. “Un hincha en serio no tiene otra opción que decir, cada dos por tres: ‘boludo, ya lo decía Borges’, y poner cara de barrabrava”. Esa es de Casciari. Los Simpson a la televisión lo que a Borges “La Biblioteca de Babel”. Todo cabe ahí. Todos los libros posibles, todas la vidas. El Universo entero. El infinito. Todo.