Siempre
fui un convencido de que a los programas de radio no deben hacerlo los oyentes
sino los conductores.
No
tanto porque sea uno -equis- el que ha logrado construir un lugar desde el cual
tirar ideas, decidido a tomar un rol activo y no pasivo en el canal de la
comunicación, sino porque se corre el peligro de convertirse a una forma de la
demagogia que, en verdad, lo que esconde es una incapacidad para fundar un
producto propio.
Así
y todo, después de cuatro años de hacer mi programa de radio y a impulso de Carlos
Romualdo Pablo -tal el nombre, los nombres, de mi coequiper-, decidí dar el
número de teléfono de la radio al aire.
Para
qué. Lo que en un momento la intuición secreta ostentó formato riesgo, se
convirtió en martirio.
Desde
entonces y hasta hoy, cada jueves, entre las 22 y las 23.30 horas, Roberto
llama por teléfono.
Como
en todo pueblo chico, las escenas tardan poco en pasar de trágicas a cómicas y
viceversa. Terminé enterándome por un primo suyo que Roberto sufría de
depresión; que vivía medicado, en un geriátrico, si bien le falta para ser
anciano, aunque a veces lo dejaban volver a su casa. Acaso si me servía
saberlo. Roberto iba a persistir en la suya.
Primero
llamó para decir que nos estaba escuchando y que el programa le gustaba. Y para
confirmar, incluso, lo que su primo me había confiado: agradecer a los doctores,
describir las pastillas que tomaba, agradecer otra vez a los doctores. Luego,
para relatar –con una intimidad desenfadada que apenas él y yo, unidos por algo
tan impersonal como un cable que transmite voces, podíamos comprender en
privado- sus variadas peripecias.
Le pedí el número de su casa y lo tuve en
agenda durante un tiempo, pero jamás me anime a llamarlo. Una tarde se llegó
hasta el lugar donde trabajo y me dejó una hoja: “esta es tu carta astral”,
dijo, y se fue.
No
la leí: tras un par de meses amontonada entre otros papeles, pasó del abollo al
tacho de basura. Un poco a resguardo de mi factor agnóstico, creo confiar en que
no hubiera ahí nada interesante.
De
todos modos, él insistía en los llamados, y las anécdotas se iban sucediendo:
que las pastillas no le sentaban muy bien; que un dron había caído sobre el
techo de su casa y lo había agujereado; que le estaba naciendo un tercer
testículo. Sí: le estaba naciendo un tercer testículo.
Al
cortar, yo le transmitía la peripecia telefónica a Carlos Romualdo Pablo y todo
era risa. Pero mientras, mi trabajo se complicaba: soy operador técnico al
mismo tiempo que conductor. Si hay que sumarle el rol de telefonista, la cosa
se complica.
Escuchando
las grabaciones de los programas, me di cuenta de que por error se oye al aire
cuando el aparato cae, cuando le digo a Roberto que no puedo hablar con él, que
tengo que cortar. Es notorio, incluso, cuando de la cortina se pasa a la
canción que le sigue sin que sea el momento. Todo por hablar con Roberto.
Hasta
que una noche lanzó: “Te tiro la frase del día”. Y de eso tampoco hubo retorno.
Primero
fue: “El escritor que no tortura sus textos, tortura al lector”.
Me
molestó tener que volver al aire. Quería pensar: ¿qué era eso? ¿Una clase de
literatura reducida a un aforismo? ¿Era Roberto el que la estaba ofreciendo? ¿O
una voz que suplantaba a la de Abelardo Castillo o la de Hemingway o a la de
tantos otros? ¿Qué otra definición le cabía al acto de corregir un texto?
Luego
fue: “los estados son máquinas que se mueven lentamente”. Roberto entraba en el
panoptismo foucaultiano. No sonaba desentonado: ese programa, un amigo que
imita -y muy bien- a Aldo Rico había ido al estudio y araba el aire con un
humor ácido, muy parecido a lo que en nosotros provocaba Roberto. Las múltiples
capas de la parodia.
Lo
quisimos sacar al aire. No quiso. “No me animo”, argumentó. “Está loco, pero no
es boludo”, fue nuestro epítome.
Le
siguieron cosas como “Si de verdad quieres liberarte de la tristeza y el
sufrimiento, tienes que comprender que no tienes yo”, o “el caer no ha de
quitar la gloria de haber subido”. Roberto se iba volcando al budismo y la espiritualidad.
A
uno de los tantos programas, mi coequiper –el mismo que meses antes había
insistido para dar número de teléfono de la radio al aire- llevó una canción de
El Cuarteto de Nos para abrir el programa. Se llama, cómo si no, Roberto.
No aconsejes a nadie
que no te lo haya pedido
Ni acorrales a un
cobarde, ni a un león herido.
No creas que lo
evidente siempre es la verdad
No dinamites un
puente que un día debas cruzar.
Si todo va muy bien
seguro va a pasar algo malo
Y a veces no se rompe
el hilo por lo más delgado.
Nunca abras el
paraguas antes que empiece a llover
Ni regales un libro a
quien no sabe leer.
No desees que mueran
tus enemigos
Es mejor que estén
vivos para verte triunfar.
La conciencia vale
más que mil testigos
Nunca lastimes a
quien después no puedas matar.
En este entorno en
donde todo lo rige el soborno
O estás en la cocina
o estás en el horno.
Nunca toques la
puerta si todo está bien
Nunca dudes y dejes
pasar el tren.
No festejes que es
miércoles si aún es martes
y aprender que
mercenarios hay en todas partes.
Es que a veces nada
es lo que parece,
porque todos presumen
de lo que carecen.
Nunca duermas con
quien tenga un puñal tatuado
Nunca hables de la
cuerda en la casa del ahorcado.
Nunca escupas para
arriba ni contra el viento
Nunca te mojes por
alguien que siempre está seco.
No sientas miedo en
el desconcierto,
Un mar en calma nunca
hizo un marinero experto
Y por cierto, es
mejor que tus flaquezas asimiles,
Aquiles, solo por su
talón es Aquiles.
No te tires a
ombudsman, nunca afiles tu bumerang,
No te creas un
doberman que se cree superman,
Y no prometas en vano
Nunca jures nada con
un trago en la mano.
Nunca hagas el bien
sin mirar a quien,
No te aferres a algo
que ya no es.
Nunca sugieras a
nadie como proceder
Nunca digas a nadie
lo que nunca debe hacer.
Roberto, a veces lo
que dice el alma puede estar en lo cierto.
Roberto, no te quejes
de las voces que solo quieren darte un consejo.
Roberto, el día que
no escuches estas voces es que vas a estar muerto.
Parecía,
desde nosotros, escrita para él. Pero nunca supimos si él supo lo que queríamos
decirle con eso. Como no podía ser de otra manera, volvió a llamar. La frase
del día fue: “mi mejor maestro es mi último error”.
Lo
poco que quedaba de mi integridad psíquica y existencial se desvaneció en un
segundo. A partir de ese momento, si yo me preocupaba en escribir sobre él, no sería
Roberto el que estuviera en peligro, sino yo. Tarde o temprano, lo leyera o no Roberto,
ahí estarían él y sus fantasmas, opinando en silencio si era ese mi último
error o uno más entre tantos. Si, al fin, no estaba torturando al lector.