Escribí -y publiqué- un texto en que se compromete el honor
de mucha gente. La idea no fue poner en jaque el honor de esa gente: el
objetivo fue bucear en historias reales (brutales, oscuras, dolorosas) y
atravesarlas con la ficción, para que esas historias tuvieran más sustento, se
pudieran nutrir por y en sí mismas.
Es imposible dar aviso de la trastienda de cada cosa que uno
escribe. Es inútil aclarar hasta dónde es fábula e invento o poder de la
realidad. El lector transforma lo escrito, pero solo quien lo escribe (si es
que puede) sabe desde dónde lo hace.
Un texto puede interrogar y buscar preguntas, o puede interrogar
y buscar respuestas. Darle luz a acciones que permanecen ocultas en la sombra
de los tiempos.
Hace poco, en una entrevista, Antonio Dal Masetto decía que “cuando
se hace literatura con historias reales, la fidelidad de la escritura no se
sostiene con sólo transcribir los hechos. Hay que manejar la realidad,
equilibrarla, porque suele exagerar. Uno cree en esa realidad ‘exagerada’
cuando lee el diario, pero los mismos hechos en una novela pueden ser inverosímiles”.
Como quien mira lo mismo desde la vereda opuesta, Gonzalo Garcés escribió en su blog no hace mucho
tiempo: “ahí aparece lo que más amamos en la ficción: el sentido, los
personajes más vivos que las personas reales, la revelación de esas simetrías
imperfectas que llamamos trama, la música de los momentos, la sensación de
acorralar al tiempo”.
Porque, en contra de lo que Borges suponía e interpretaba
como inverosímil, la realidad suele superar a la ficción.
En síntesis: la literatura es una búsqueda absurda: ansía la
verdad. La verdad imposible. Un texto literario atravesado por la realidad no
es más que un matiz, un trabajo en escalas, gradaciones de la ficción. Qué
literatura no está atravesada por la realidad, qué ficción es pura. La
literatura es pesquisa, interrogante y revelación.