Con
Pascual nos conocíamos como se conoce a la mayoría de la gente en el pueblo:
por cruzarse en la calle, coincidir en espacios sociales de manera pasajera,
tener amigos en común, no más que eso.
Yo
trabajaba en una biblioteca, a una cuadra de la Terminal de ómnibus, donde él hacía
base. Por entonces se las rebuscaba como remisero. Durante mi niñez, Pascual
había sido jefe de mi padre, que por entonces era camionero.
A
quienes sí conocía un poco más eran a sus hijos. Fernando, el mayor, fue
escritor, y llegó a ganar un premio en una Bienal de Arte Joven por una novela
que nunca pudo publicar. De un día para el otro dejó todo y se dedicó a viajar:
Latinoamérica, EE.UU., Europa. Murió en Italia, en Roma, sin que la familia
supiera en qué circunstancias. Pascual evitaba hablar de eso, aunque lo
recordaba con una nostalgia profunda y lacrada que le llenaba los ojos de
lágrimas.
El
menor, Bernardo, tiene una casa de fotografía en el centro de la ciudad. Con él
si nos vemos seguido –en la calle, en el bar, en el café de la mañana- y los
temas de charla son casi siempre los mismos: Spinetta, las contradicciones del
matrimonio, la pasión por River.
Cuando
tenía un rato libre entre viaje y viaje, Pascual venía a la biblioteca y elegía
novelas policiales. Le gustaban las de El Séptimo Círculo, aquella colección de
Emecé que dirigieran Bioy y Borges. Tenía preferencia por los ejemplares viejos
y ajados, con hojas amarillentas, o rebuscaba hasta dar con novelas de pulp fiction: Chandler, Hammett, James
Ellroy, Horace McCoy, James Hadley Chase.
Y,
por supuesto, hablábamos de River. Nos tocó compartir la peor época, la que
todos preferiríamos olvidar, la de los apellidos impronunciables: Passarella,
J. J. López, Román. Lo sufrimos en
silencio, carcomiéndonos por dentro en una lenta agonía.
Como si
una cosa fuera metáfora de otra, apenas se dio el descenso, Pascual enfermó.
Intento explicarme cuál era su mal, pero ni él tenía las ganas de describirlo
ni yo la capacidad para entenderlo.
Se
bancó estoicamente el torneo de la B Nacional, a las puteadas y aferrado a una
frágil esperanza, mientras luchaba
contra la enfermedad. La semana siguiente al triunfo por 2 a 0 contra Almirante
Brown y el regreso a ese lugar del que el Millonario nunca debería haberse ido,
entró a la biblioteca, pronunció un sintético “ahora sí” mezclado con una media
sonrisa, y pasó a buscar otro libro.
-Me
tengo que operar –resumió, antes de irse-, no sé si voy a salir vivo de ésta.
No
salió: se quedó ahí, para siempre, en un quirófano ignoto. Allá habrá ido a
juntarse con su hijo mayor, en una nube cualquiera, para hablar de todo aquello
que habían callado durante años en la tierra y así dejar de llorarlo en la
mudez.
A los
pocos días de su muerte, cuando me lo crucé en la calle, Bernardo me dijo:
-Por
lo menos vio a River otra vez en la A.
Si
todos nos habíamos aguantado el descenso a los infiernos con entereza, Bernardo
había encontrado además un consuelo a la muerte de su padre en el lugar más
sencillo y menos esperado.
Pasaron
los años. River volvió a ser River. Primero con el Pelado Almeyda, después campeón
con el Pelado Díaz, otra dirigencia luego de años de oprobio institucional, la
llegada del Muñeco Gallardo como técnico, el regreso a un juego bonito del que
ya habíamos perdido la costumbre.
Con
Bernardo seguíamos atentos la campaña de la Copa Sudamericana. Nos escribíamos
mensajes de texto, chateábamos por Facebook. Hablábamos del peligro de los
pelotazos a espaldas de Funes Mori, de Ponzio siempre al límite de la segunda
amarilla, de la inesperada y mágica zurda de Pisculichi, del invicto de todo el
año frente a los bosteros, del penal que Barovero le atajó a Gigliotti.
El
jueves siguiente al 2 a 0 a Atlético Nacional de Colombia pasé por la casa de
fotografía.
-Ahora
sí –dije, recordando la frase que años atrás había pronunciado Pascual-.
¿Sufriste anoche? –le pregunté-, ¿gritaste mucho?
-No.
Ni sufrí ni grité. Lo vi en la casa de mi vieja, encerrado en la habitación.
Con papá.
Imagino
cuál habrá sido mi cara ante esas dos últimas palabras.
-En
casa de mi vieja tengo un portarretratos con una foto de papá arriba de un
mueble. Lo di vuelta, lo puse frente al televisor y le hice ver todo el partido
conmigo. Cuando terminó le dije: “ahí tenés, papá: River campeón, otra vez”.