Al gran Raymond...
Lisandro caminó unos metros más hasta el centro de la plaza, donde un tipo intentaba, torpe, con urgencia, cerrar un puesto de comida rápida. A pesar de la brusquedad de sus movimientos, un gato panzón y de pelaje espeso y oscuro se hincaba sobre uno de sus hombros.
Acercándose, señalando vagamente al aire y mientras el tipo echaba candado al carro, Lisandro dijo:
–Disculpe, ¿voy bien para el Hotel Camboya?
El tipo pareció no escucharlo. Seguía con lo suyo. Ponía ahínco en aquel candado.
–Aunque el pueblo sea chico, igual hay que tener cuidado –respondió, sin embargo, después de unos segundos–. Chorros hay en todos lados.
Entonces sí: terminó con lo suyo, giró y lo miró de lleno: tenía ojeras, los dientes amarillentos; de sus ojos cansados, uno de ellos se perdía, como si una balanza mal contrapesada quisiera llevárselo fuera de los límites de la cara. Vestía piloto negro, borceguíes oscuros y gastados. A pesar del calor, llevaba un gorro de lana.
Lisandro insistió:
–¿Sabe dónde queda el Hotel Camboya?
El tipo guardó el manojo de llaves en un bolsillo; ya de espaldas, retrucó:
–¿Usted piensa que en un pueblo como este puede haber dos hoteles?
Y se echó a andar, el gato siempre montado en la espalda.
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