Estamos en casa con amigos. Somos cuatro. Llamamos
por teléfono a una pizzería y después a una agencia de acompañantes.
Quince minutos
después llega el delivery y la media hora Clara y Anahí. Se parten de buenas.
-Vamos a los
bifes –digo, y nos metemos los seis en la pieza.
A matar o morir.
Al rato suena
el timbre.
No tendría que
hacerlo, pero en bolas voy a atender.
Es mi abuela:
batón floreado corto, las piernas con várices al aire, ruleros. Mira hacia uno
y otro lado, como si la vinieran siguiendo.
-Dejáme entrar
–dice, apurada-, dejáme entrar –y se cuela rápido, a las chuequeadas.
-Qué pasa,
abuela –le digo, siempre en bolas.
Y con mirarla
me basta para saberlo.
-Estoy dura.
Estoy re-dura
-Abuela –le
digo, mientras espío de reojo la habitación: me estoy perdiendo lo mejor-, ya
te dije que a este problema lo tenés que hablar con mamá.
-Tu mamá e psicóloga.
La abuela
incrementa su frenético temblequeo, se menea como una víbora. Parece una de
esas chicas que bailan en los programas de música tropical.
Mira hacia la
habitación.
-¿Qué pasa ahí
adentro?
Busco entre
los lugares comunes.
-Nada. Estamos
ensayando. Un par de canciones, nada más. Sentáte -le señalo uno de los
sillones-, te voy a buscar una birra, así bajás un poco.
Camino de la
heladera intento no pensar en los sucesos que se están desarrollando en la
pieza sin mi participación.
Vuelvo a la
sala, pero ya es tarde. La abuela me arrebata la cerveza, abre la puerta y se
mete en la habitación. Grita:
-¡Ustedes,
afuera!
Mis tres
amigos salen desnudos, incrédulos, con cara de coito interrumpido. Después la
abuela cierra la puerta por dentro.
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