lunes, 2 de noviembre de 2015

Homenaje a Antonio Dal Masetto: Al maestro, con cariño


A todo aquello que porte un gran tamaño, cuesta admirarlo a pocos metros. Como bien dice el título de la novela, Demasiado cerca desaparece. Quizás por eso los grandes ejerzan el retiro y la distancia.

Antonio Dal Masetto parecía encuadrarse dentro de ese subconjunto. Parco pero generoso, severo pero amable, detrás de los silencios vivía un hombre sensible; como dice Andrés Calamaro, un varón tierno.

A principios de los ’90, cuando yo quería ser un escritor pero desconocía absolutamente todo lo que implicaba serlo –todavía sigo sin conocerlo-, lo crucé en un viejo bar (esos espacios que él tanto amaba por entonces, lugares donde la soledad se ejerce rodeada por comunes y extraños) de Salto, el pueblo en el que nací y al que él llegó a los 12 años desde su Italia natal para aprender, en la calle y la biblioteca -coincidencia mediante, la misma en la que hoy trabajo- la vida y el idioma.

Radiante en mi ignorancia, le pregunté qué se necesitaba para escribir una novela. Sin poder citarlo textualmente, puedo recuperar, más de veinte años después, una teoría: ir juntando ideas sueltas, papelitos, hasta que un día todo eso concurriera para crear un argumento; por el momento ese era su sistema, y no era el único.

Años después, en una de las tantas entrevistas que le hice, me contó que el sistema le había deparado sus buenos dolores de cabeza: “Todos esos papelitos iban a parar a un gran cajón que había en mi departamento. Con los meses el cajón se fue llenando. Un día volqué el contenido sobre una mesa y era una montaña. La miré descorazonado y me pregunté si valía la pena intentar ordenar ese material o lo mejor era tirar todo a la basura. Opté por lo primero. Me dije: Por lo pronto, sin duda alguna, una novela se puede dividir en tres partes: comienzo, parte central y parte final, empecemos por ahí. Fui sacando papel por papel y con cada uno resolví si esa anotación podía ir en la primera, segunda o tercera parte. Así que la montaña quedó divida en tres. Todo eso fue a parar a cajas de zapatos que guardé en un armario. Un día saqué lo que correspondía al supuesto comienzo y me hice el mismo razonamiento: Todo comienzo puede dividirse en tres partes: Comienzo de comienzo, mitad de comienzo, final de comienzo. Nueva subdivisión. Y así seguí. La cosa terminó con docenas y docenas de pequeños paquetitos marcados con números e inscripciones. Finalmente, un día me animé, lo fui abriendo uno por uno y traté de pasar a máquina lo que había ahí adentro y esbozar capítulos. Todavía no tenía computadora. Fue una tarea ardua. En fin, son múltiples y complejos los  caminos para escribir una novela. Sin duda éste es uno de los menos recomendables. Sigo trabajando con anotaciones desordenadas, pero cuidándome de volver a caer en semejante trampa”.

Su personalidad se trasladaba a su escritura. Artista de lo poco, estilista puro, heredero de Pavese pero también de Hemingway -no en vano una de sus grandes amistades dentro de la literatura fue el Gordo Soriano- y de un simbolismo solapado, para nada estridente, alentaba una hipótesis: los personajes deben hablar de sí mismos a través de las acciones.

Quizás aquello deviniera en su sangre. Días después de enviarle a su madre el primero de los libros de la trilogía de la inmigración, donde ella era la protagonista, la llamó por teléfono y le preguntó si lo había leído y qué le había parecido. “Sí, sí, lo leí”, respondió ella. “Y qué te pareció”, repreguntó el Tano. Lo único que la anciana contestó fue: “está muy bien”. “Para mí fue más que suficiente”, confesó él. “Fue la mejor aprobación”.

Allá por 2010 me lancé, finalmente, a publicar mi primer libro. Como todo amante suicida de la escritura, lo solventé con mi propio bolsillo. Cuando otro grupo de suicidas apareció para reeditarlo, me la jugué: le pedí a Antonio por mail si no sería mucha molestia para él escribir un prólogo. La historia de mi investigación periodística estaba atravesada por Siempre es difícil volver a casa. Me llamó; me preguntó si tenía un cuaderno a mano, empezó a hablar con la morosidad que lo caracterizaba. A los quince minutos el texto había pasado por las llamas y ya se había enfriado. Poco le quedaba para ser definitivo. Hoy, esas "Palabras previas" son para mí un objeto inestimable.

Si fuéramos pretensiosos, y aunque a él quizás no le agradase, podríamos arriesgar que la obra de Dal Masetto se resume en tres grandes núcleos: la hipocresía del pueblo –pueblo chico, infierno grande, pinta tu aldea- que es espejo de la humanidad; la inmigración; el factor iniciático. Y siempre al rescate de la anécdota, costumbre tan propiamente pueblerina y de los bares del Bajo, a los que dejó tan pintados en las contratapas de Página 12. Y siempre lo indagatorio, el peso de las cuentas pendientes. Y antes incluso, como él mismo lo dijo, Siete de oro: “ahí ya estaba toda mi obra”.

Suele suceder con los maestros, con aquellos que, de tan grandes, al estar demasiado cerca, desaparecen: la sensación de que uno aprendió menos de lo que tenía a su alcance. Ahora, cuesta escribir sobre los muertos. Porque siguen flotando ahí, en la memoria. En lo onírico, en la lectura, en el hombre primal alrededor del fuego narrando lo que ha sido su día. Y más aún si el oficio y la búsqueda es la escritura. Idea derretida pero irrefutable: se sostienen en la obra y en las voces que supieron construir, cara a cara, aunque fuera de manera desordenada, como papelitos perdidos en una caja de zapatos.

domingo, 18 de octubre de 2015

La casa de los abuelos


Esta es la casa que fue de mis abuelos. La misma en la que mi padre vivió hasta pocos meses antes de morir, tal cual había pasado con Enrique, mi abuelo, a fines de los ’60, y con Ángela, mi abuela, a principios de los ‘90. La decadencia del cuerpo los obligó a marcharse de esa casa poco antes de su partida final, como si una despedida arrastrase a la otra.

La construyó mi abuelo, allá por los años ’30 o ’40, no sé exactamente la fecha. Es angosta y profunda, tipo chorizo: una habitación que da a la calle, un zaguán, un amplio salón que alguna vez fue recepción y estuvo dividido por una mampara que ya no existe. Le siguen la galería iluminada por una fibra de vidrio verdosa, semitransparente, tres habitaciones a los lados, un baño, una cocina comedor al final del zaguán. Detrás, de cara al patio, el lavadero y la despensa, a la usanza antigua.

En toda ella hay techos altos -se imponen los de ladrillo y tirante- y más pisos de madera que de baldosas con motivos que hoy serían retro.

En las alturas del frente aún se lee “chancha de pelota - panadería”. Ese era el oficio de mi abuelo. Construyó la casa después de cocinar el pan y repartirlo en las chacras vecinas. Se levantaba al amanecer, amasaba, horneaba, salía a vender, volvía, almorzaba, dormía una corta siesta, repetía lo hecho por la mañana y luego, cuando el tiempo se lo permitía, se dedicaba a la construcción. La atención de familia, como en todo época patriarcal, quedaba para la mujer.

Mi padre llegó a ella después de jubilarse, en 1995. Ahí había nacido y crecido. Fue el único de los seis hermanos -por entonces quedaban cuatro, ahora solamente dos- que volvió a su casa natal para, prácticamente, morir en ella.

La dejadez la fue envolviendo con los años. Depósito de muebles familiares, cosa vieja que por su magnitud no alcanza la reparación, llegado un día, la desidia propia de la existencia de mi padre y el descomunal tamaño la excedieron: hoy queda esto, que es nada y todo al mismo tiempo. Nada: abandono. Todo: casi un siglo de testimonio de una historia familiar.



jueves, 6 de agosto de 2015

El portarretrato


Con Pascual nos conocíamos como se conoce a la mayoría de la gente en el pueblo: por cruzarse en la calle, coincidir en espacios sociales de manera pasajera, tener amigos en común, no más que eso.

Yo trabajaba en una biblioteca, a una cuadra de la Terminal de ómnibus, donde él hacía base. Por entonces se las rebuscaba como remisero. Durante mi niñez, Pascual había sido jefe de mi padre, que por entonces era camionero.

A quienes sí conocía un poco más eran a sus hijos. Fernando, el mayor, fue escritor, y llegó a ganar un premio en una Bienal de Arte Joven por una novela que nunca pudo publicar. De un día para el otro dejó todo y se dedicó a viajar: Latinoamérica, EE.UU., Europa. Murió en Italia, en Roma, sin que la familia supiera en qué circunstancias. Pascual evitaba hablar de eso, aunque lo recordaba con una nostalgia profunda y lacrada que le llenaba los ojos de lágrimas.

El menor, Bernardo, tiene una casa de fotografía en el centro de la ciudad. Con él si nos vemos seguido –en la calle, en el bar, en el café de la mañana- y los temas de charla son casi siempre los mismos: Spinetta, las contradicciones del matrimonio, la pasión por River.

Cuando tenía un rato libre entre viaje y viaje, Pascual venía a la biblioteca y elegía novelas policiales. Le gustaban las de El Séptimo Círculo, aquella colección de Emecé que dirigieran Bioy y Borges. Tenía preferencia por los ejemplares viejos y ajados, con hojas amarillentas, o rebuscaba hasta dar con novelas de pulp fiction: Chandler, Hammett, James Ellroy, Horace McCoy, James Hadley Chase.

Y, por supuesto, hablábamos de River. Nos tocó compartir la peor época, la que todos preferiríamos olvidar, la de los apellidos impronunciables: Passarella, J. J.  López, Román. Lo sufrimos en silencio, carcomiéndonos por dentro en una lenta agonía.

Como si una cosa fuera metáfora de otra, apenas se dio el descenso, Pascual enfermó. Intento explicarme cuál era su mal, pero ni él tenía las ganas de describirlo ni yo la capacidad para entenderlo.

Se bancó estoicamente el torneo de la B Nacional, a las puteadas y aferrado a una frágil esperanza,  mientras luchaba contra la enfermedad. La semana siguiente al triunfo por 2 a 0 contra Almirante Brown y el regreso a ese lugar del que el Millonario nunca debería haberse ido, entró a la biblioteca, pronunció un sintético “ahora sí” mezclado con una media sonrisa, y pasó a buscar otro libro.

-Me tengo que operar –resumió, antes de irse-, no sé si voy a salir vivo de ésta.

No salió: se quedó ahí, para siempre, en un quirófano ignoto. Allá habrá ido a juntarse con su hijo mayor, en una nube cualquiera, para hablar de todo aquello que habían callado durante años en la tierra y así dejar de llorarlo en la mudez.

A los pocos días de su muerte, cuando me lo crucé en la calle, Bernardo me dijo:

-Por lo menos vio a River otra vez en la A.

Si todos nos habíamos aguantado el descenso a los infiernos con entereza, Bernardo había encontrado además un consuelo a la muerte de su padre en el lugar más sencillo y menos esperado.

Pasaron los años. River volvió a ser River. Primero con el Pelado Almeyda, después campeón con el Pelado Díaz, otra dirigencia luego de años de oprobio institucional, la llegada del Muñeco Gallardo como técnico, el regreso a un juego bonito del que ya habíamos perdido la costumbre.

Con Bernardo seguíamos atentos la campaña de la Copa Sudamericana. Nos escribíamos mensajes de texto, chateábamos por Facebook. Hablábamos del peligro de los pelotazos a espaldas de Funes Mori, de Ponzio siempre al límite de la segunda amarilla, de la inesperada y mágica zurda de Pisculichi, del invicto de todo el año frente a los bosteros, del penal que Barovero le atajó a  Gigliotti.

El jueves siguiente al 2 a 0 a Atlético Nacional de Colombia pasé por la casa de fotografía.

-Ahora sí –dije, recordando la frase que años atrás había pronunciado Pascual-. ¿Sufriste anoche? –le pregunté-, ¿gritaste mucho?

-No. Ni sufrí ni grité. Lo vi en la casa de mi vieja, encerrado en la habitación. Con papá.

Imagino cuál habrá sido mi cara ante esas dos últimas palabras.

-En casa de mi vieja tengo un portarretratos con una foto de papá arriba de un mueble. Lo di vuelta, lo puse frente al televisor y le hice ver todo el partido conmigo. Cuando terminó le dije: “ahí tenés, papá: River campeón, otra vez”.



lunes, 6 de julio de 2015

ANATEMA DE LAS IMPOSIBILIDADES


no puede hacer
no sabe decir
en el mapa de sus costumbres
la voz
se la ha extraviado

entre el ripio y la meseta
la cruz en sus ojos 
lo vende
la sangre en sus manos
lo obsequia

lo castra la carga
y empalaga el hastío
va del vado al río 
y nada

ahí 
cuando la costra
que crece
se vuelve súplica
y no canto

miércoles, 14 de mayo de 2014

Geografía literaria


Una foto la saqué este verano en Las Grutas. 
La otra, bueno, basta leer la tapa del libro. 


Similitudes azarosas.


martes, 4 de marzo de 2014

Entrevista completa a Henry Sullivan, autor de Los Beatles y Lacan


En el Prefacio, usted cuenta que se le ocurrió escribir sobre Los Beatles apenas se editó Revolver, en 1966, pero que todavía era “demasiado pronto para ver el fenómeno con algún tipo de perspectiva histórica”. ¿En qué momento, entonces, fue que se decidió a escribir Los Beatles y Lacan?
Me decidí en 1983. El asesinato de John Lennon, el 8 de diciembre de 1980, había sido un golpe terrible para todos, para mí quizá más que para muchos. Porque era devoto de los Beatles desde 1963 y además, sobre todo, porque… ¡el asesinato ocurrió el día de mi propio cumpleaños! El trabajo de duelo fue duro, me llevó dos años y medio. Después leí el libro sobre los Beatles de Peter Brown y Steven Gaines. Me conmovió mucho, sin duda, pero me pareció inadecuado en muchos aspectos; más que nada, porque en su relato pormenorizado faltaba el intento de examinar relaciones entre causa y efecto. Como mi cosmovisión era ya resueltamente lacaniana y consideraba entonces el mundo una especie de laboratorio de psicopatología –o hasta de psicoteología– de la vida cotidiana, no pude no repasar el fenómeno Beatle en términos freudo-lacanianos. Había recibido ese año una beca de la Fundación Guggenheim en Nueva York para escribir otro libro sobre Tirso de Molina, pero el proyecto de un examen psicoanalítico e histórico vinculado a los Beatles no me dejaba en paz. Contra los consejos de mi entonces esposa y mis colegas más cercanos y bien intencionados, decidí abandonar el libro sobre Tirso en 1984 y lanzarme a trabajar sobre Los Beatles y Lacan. Muy pronto me di cuenta de que una investigación convencional sobre ellos sería imposible porque cada libro sobre los Beatles que supuestamente, según el catálogo, estaba en los estantes de tal o cual biblioteca había sido hurtado. Tuve que comprar cada uno de los volúmenes que necesitaba sobre la banda y buscar en revistas populares que usualmente no leía cualquier informe o entrevista con los tres Beatles supervivientes que pudiera añadir un grano de arena al conjunto. Por eso, mi biblioteca personal cuenta ahora con cientos de libros sobre la banda. Si no recuerdo mal, empecé a escribir el primer capítulo en 1986. Lo terminé a fines de 1989.

En el Prefacio describe, también, la mañana en que los escuchó por primera vez. La pregunta es obvia: ¿qué lo llevó a ser un devoto de ellos, ya no como futuro escritor de este libro, sino como un simple oyente?
Las canciones de los Beatles ya nos resultan tan familiares que cuesta imaginar un tiempo en que estos maravillosos sonidos nos eran desconocidos. Y, sin embargo, la reacción de cualquier simple oyente fue similar a la mía. Decenas de personas me han contado anécdotas sobre la primera vez que escucharon a los Beatles. Alguien me conto que tuvo que dejar inmediatamente lo que estaba haciendo para escuchar o identificar esa música nueva y extraña. Otra persona iba viajando en auto y casi terminó en una zanja al escuchar “I want to hold your hand” por primera vez. Otra gente dice que quedó completamente embelesada al escuchar “She loves you”, aunque ni siquiera conocía el nombre del grupo. En 1963, esta música sonaba distinta a cualquier música anterior y tenía un poder de seducción absoluto.

Por añadidura: ¿de dónde proviene su pasión por la música?
Mi abuelo materno, irlandés, era sargento en la banda del ejército británico en el siglo XIX, arreglista y director de la banda militar. No creo en la transmisión genética de las aptitudes o intereses artísticos y creativos. Los aprendemos del mismo modo que aprendemos el lenguaje. Cuando yo tenía catorce o quince años, un buen amigo me hizo conocer a Beethoven y al instante me perdí en su música. Pronto empecé a componer música yo mismo: sonatas para violín y piano, para cello y piano, un cuarteto de cuerdas, canciones, música incidental para las piezas de teatro que anualmente se representaban en mi escuela, etcétera. Contra lo que dije antes de que rechazo la idea de una transmisión genética en este sentido, tengo que confesar que mi hermana menor era una buena pianista y ha cantado en coros toda su vida, primero en Inglaterra, después en Austria. Ahí nació mi sobrino, que es músico a su vez: guitarrista, cantante de blues, compositor de rock y blues, cantante principal del grupo vienés My Other Brother. La verdad, señor Carbonel, no sé de dónde proviene mi pasión por la música, pero ha sido la pasión de mi vida. Actualmente estoy echando los cimientos de una opera trágica en tres actos a partir de la obra maestra tardía de Lope de Vega El castigo sin venganza.

El libro fue publicado originalmente en 1995, en otro contexto histórico e incluso digital. ¿Qué cree que se ha modificado –si es que algo se ha modificado– en relación con la forma de ver a Los Beatles, en particular, y a la cultura rock en general siendo que, como se sabe, vivimos una época distinta a la de 20 años atrás?
Es cierto que vivimos en otra época. La revolución digital, que apenas había empezado en 1963, ha cambiado casi todo en la sociedad occidental: los conceptos de tiempo y espacio, las relaciones humanas, la comunicación, viejas industrias e instituciones que van desapareciendo (los libros en papel, los teléfonos fijos, por ejemplo). En cuanto a los Beatles, sin embargo, me parece que no han perdido nada del poder y del encanto que tenían veinte años atrás. Tengo estudiantes de 20 años que conocen las canciones de los Beatles tan bien como yo. Y serían como la cuarta generación que los escucha y los aprecia, a pesar de que están hartos de escuchar que sus padres o sus abuelos dicen: “¡Qué fantásticos eran los años ’60!”. Creo que el grupo ha adquirido el estatus de un clásico auténtico y para todos los tiempos. Son un punto de referencia estable que ha establecido un antes y un después. Diría incluso que son un tipo de garantía en la vida, en una vida que tiene muy pocas garantías, para decirlo honestamente. Y una de las tesis más importantes del libro es que los Beatles compusieron el réquiem o la banda sonora para acompañarnos en la transición de la Edad Moderna a esta Edad Posmoderna o, al menos, a una época distinta. Finalmente, en cuanto a la cultura rock en general, hay que reconocer que hoy en día carece por completo de la fuerza subversiva y revolucionaria que tenía hace medio siglo. La música popular de 2013 en Estados Unidos raramente alcanza el lirismo y la inspiración de entonces y uno se pregunta: ¿cuál es en verdad la finalidad estética de esta música, si realmente tiene una?

Usted ubica al capítulo donde analiza a Lennon antes del capítulo donde analiza a McCartney. Ese orden, ¿es una cuestión alfabética, de peso histórico y musical, o de preferencia personal?
Interpreto que ésta es una pregunta sobre lo que podríamos llamar la “prioridad” de John Lennon. Evidentemente, la decisión histórica que en un principio tomaron los dos de firmar todas sus canciones originales bajo la autoría “Lennon/McCartney” refuerza esa idea. Pero creo que tiene un mayor peso histórico el hecho de que fuera Lennon quien, en la adolescencia, fundó el primer grupo pre-Beatles en Liverpool: The Quarrymen. Cuando conoció a McCartney, en 1957, se dio cuenta de que Paul era un músico muy superior a él, tanto por el repertorio de rock que manejaba como por su virtuosismo con la guitarra. Sin embargo, Paul respetó a John por su audacia al crear una banda de rock ya a los dieciséis años. Lennon tenía que decidir si la presencia de Paul en la banda iba a disminuir su propia estatura de líder. Al fin y al cabo, le pareció más importante la fuerza del grupo que su propio prestigio e invitó a Paul a unirse a la banda. Ellos dos nunca firmaron un contrato sobre su colaboración musical, sino que sencillamente se dieron un apretón de manos. Cuando más tarde, en 1966, Paul escribió –él solo– la banda sonora para la película The family way, siguió firmando la partitura “Lennon/McCartney”, como un tributo a John y a lo que estamos llamando la “prioridad” de éste. Nunca en mi vida se me hubiese ocurrido emprender el análisis de Paul antes que el de John.

Usted propone la posibilidad de entender a Lennon como un perverso y a McCartney como un obsesivo. ¿Cómo podrían convivir esas dos patologías –ese “matrimonio psico-musical”– tanto dentro como fuera de la música?
Es posible que varios lectores no estén de acuerdo con mis conclusiones en este sentido o incluso que el diagnóstico específico en sí no importe realmente. Lo atractivo, en todo caso, fue el proceso de análisis partiendo de lo mucho que sabemos sobre ellos dos; en algunos casos, sobre cosas muy íntimas. John, en especial, no dudaba en mostrarse sin tapujos en entrevistas con la prensa o en las que se publicaron como libros (la famosa entrevista con Playboy, por ejemplo). No obstante, en caso de que mi diagnóstico tenga algún fondo de verdad, la convivencia de esas dos patologías se plantea como un acertijo. Y, en cuanto a la imagen del “matrimonio psico-musical”, no es enteramente una invención mía, me apresuro a decir. John habló precisamente en estos términos en los años ’70, al recordar los días de su colaboración con Paul. Como Ud. ha leido mi libro, conoce el argumento principal: que la ley del Nombre-del-Padre estaba muy débilmente inscripta en la psique de John, que él había repudiado la verdad de que la madre no posee un pene (prerrequisito, se supone, para la condición de perverso); o sea, había operado esa «Verleugnung» de la que habla Freud. En la persona de Paul (buen burgués de clase media, disciplinado y trabajador, el hijo de un padre convencional) John encontró un apoyo protético, un significante para el Nombre-del-Padre, que le faltaba en su propia estructura. En tanto, John le dio a Paul algo que él, por su formación psíquica obsesiva, no tenía: el gusto por el riesgo. John le enseñó a no respetar los límites, a arriesgarse a sobrepasar a Bill Haley, Elvis o Buddy Holly, a liberarse de su sofocante condición de obsesivo. El milagro está en el hecho de que, unidos en ese «matrimonio psico-musical», lograran precisamente eso: sobrepasar a todos sus precursores en el rock y conquistar de un modo avasallador el universo de la música popular de su época.

Los casos de traumas familiares asociados a la composición musical de Lennon y McCartney que usted describe se podrían llevar también hasta Roger Waters, lo que éste volcó en muchos discos solistas y de Pink Floyd, con The Wall como síntesis.
El ejemplo de Roger Waters es muy apropiado. Sufrió horriblemente con la muerte de su padre, a quien no llegó a conocer, en la Segunda Guerra Mundial, con su madre sobreprotectora y con el tratamiento de los inhumanos profesores de su escuela secundaria. Recuerdo haber leído una vez que Waters ha tenido veinte años de psicoterapia. Y se puede comparar una obra ambiciosa y post-Beatles de Paul McCartney, The Liverpool Oratorio, con The Wall. Allí, Paul dramatiza su propia infancia, su adolescencia y su edad viril de manera muy transparente, empezando también por la Segunda Guerra Mundial. Ya que todos, sin excepción, sufrimos cierto grado de traumas familiares, la cuestión es, más bien: ¿cómo y por qué ciertos individuos con elocuentes poderes para expresarse a sí mismos sienten esa enorme presión de presentar sublimaciones de sus traumas al público? Una vez observé que los poetas y artistas se vuelven locos para que nosotros, los demás, no tengamos que hacerlo. Dicho de otra manera, la gran mayoría siente gusto al contemplar las miserias de figuras ficcionales en canciones o telenovelas porque eso alivia cierta miseria dentro de la gente supuestamente normal. Lo que Aristóteles, en su Poética, llamó la catarsis de la compasión y el miedo.

No sé si ha leído De la cultura rock, de Claude Chastagner. El autor propone, como usted, que fue en la década del ’50 cuando se dio el gran quiebre generacional para que el rock surgiese en la forma en que lo hizo. El mundo ya no sería de los adultos, sino de jóvenes irritados, con una necesidad lúdica, de distracción y rebelión.
Lamentablemente, no conozco el libro de Claude Chastagner, pero obviamente tiene razón. Un buen ejemplo de esa propuesta sería la famosa película de 1955 Rebelde sin causa, con James Dean. En el libro desarrollo este tema en el capítulo 1 y mi argumento principal pasa precisamente por esta cuestión de las generaciones y el porqué de este quiebre en la década del ’50. Hablo de tres generaciones a las que llamo “de los abuelos” (nacidos entre 1860 y 1890), “de los padres” (nacidos entre 1890 y 1920) y “de los hijos” (nacidos entre 1920 y 1950). Los abuelos eran culpables de quebrar con un incalculable derrame de sangre el siglo de relativa paz que va de 1815 a 1914. Los padres, jóvenes durante la Primera Guerra Mundial, vieron por esto el Nombre-del-Padre denigrado, pero, como “hijos buenos”, nunca expresaron su disgusto y su rebelión de manera abierta. Sin embargo, trasladaron subliminalmente ese mensaje de irritación y rebeldía a sus propios hijos: la generación que abiertamente generó este gran quiebre del que habla Chastagner, con el rock como síntoma principal de la década. El año en que culmina todo esto es 1968, cuando la juventud de todo el mundo se levantó, tanto en China como en Francia o México, año en que también salió el Álbum blanco con su difusa desintegración artística por los cuatro lados del disco.

Me gustaría que resumiese lo que expresa en varios pasajes del libro sobre la condición sexual del rock. Y, más específicamente, de Los Beatles.
Es una pregunta bastante exigente porque ese tema aparece, como usted indica, en muchos pasajes del libro. Antes que nada, aunque sobra decirlo, me parece que hay que insistir una vez más –el mismo John Lennon lo hizo– en los orígenes afro-americanos del jazz, del rhythm and blues y del rock. El rhythm and blues fue el precursor inmediato del rock a fines de la década del ’40 y a principios de los ’50. Tengamos presente que, por ejemplo, los primeros hits de Elvis (“Hound dog”, “Jailhouse rock”, etcétera) estaban basados, casi sin excepción, en el blues de doce compases heredado de los negros. El escándalo de Elvis era la manera en que movía su pelvis; o sea, la expresión franca y desenvuelta de la sexualidad masculina. Eso lo había heredado mayormente de los negros del sur de Estados Unidos, quienes actuaban, tanto en privado como en público, con más franqueza de las expresiones sexuales que los blancos estadounidenses de tradición puritana. En algún lugar del libro dije, sin pedir excusas, que el rock es una música sexual. Y música del macho joven, más que de la hembra. Hablando específicamente de los Beatles, ¿que era la Beatlemanía si no una histeria pública vinculada al ímpetu sexual; sobre todo, entre las chicas adolescentes? Gritaban, chillaban, se desmayaban y hasta experimentaban orgasmos al ver a los Beatles en vivo. Si Freud habla del retorno de lo reprimido, la Beatlemanía fue su apogeo en la década del ’60. Los años que van de 1963 a 1973 están impregnados de un erotismo y un goce en estricto sentido lacaniano que todavía se puede sentir y ver en muchas películas de la época o en la etapa más trascendente de los Beatles, entre 1966 y 1969.

La última, ya por fuera de Los Beatles y la cultura rock: ¿de dónde proviene su amor por las letras hispánicas?

Buena pregunta, difícil de contestar de una manera sencilla. Empecé a estudiar castellano en la secundaria, en Londres, a los 13 años, pero no pensaba seguir una carrera consagrada a las letras hispánicas. En la secundaria me fascinó el siglo XVII en Inglaterra y nunca perdí mi pasión por esa época. La casa donde viví en Londres tuvo un influjo poderoso en mi posterior cambio de carrera. Mi padre murió cuando yo tenía seis años; mi madre era irlandesa, católica no practicante, pero con una pasión religiosa que contrastaba mucho con la indiferencia religiosa de la mayoría de los ingleses. La batalla cultural que sentí entre este cargadísimo fenómeno católico-doméstico y el protestantismo aguado del entorno británico me preparo para apreciar la tensión detrás de las controversias y guerras religiosas de los siglos XVI y XVII. Durante mis años de secundaria era como si estuviera viviendo la Contrarreforma europea todos los días, vicariamente, al ir de mi casa a la escuela y de la escuela de vuelta a mi casa. Finalmente, en Harvard ya no había profesores de francés especializados en el siglo XVII y, en cambio, había nada menos que cuatro profesores célebres dedicados al Siglo de Oro español; entonces, el dado quedó echado. Y nunca me arrepentí de esa decisión. Además, en mi universidad damos cursos de literatura con panoramas generales, obligatorios para los numerosos estudiantes de lengua y letras hispánicas y uno de ellos va desde el Romanticismo hasta el presente y cubre, además de España, Latinoamérica. Así que he leído con ellos El matadero, de Echeverría, por ejemplo, selecciones del Martín Fierro y obras de Luisa Valenzuela, como su bello cuento “Tango” o su colección Cambio de armas. La conocí a ella a principios de los años ’90 en Missouri y, como ella es también una lacaniana fervorosa, le di un numero de la revista lacaniana que publicaba con mi ex-esposa. Fue una experiencia inolvidable, le aseguro, conocer a esa escritora argentina… y lacaniana, además.

viernes, 21 de febrero de 2014

Las ruinas de Escobar Gaviria


Murió en 1993, después de ser la séptima persona más rica del mundo. Por la magnitud de su figura, y porque el turismo es también el arte y el negocio de lo impredecible, existe el Paisa Tours: un recorrido por la Medellín de Pablo Escobar Gaviria.


Hay un capítulo de Los Simpson en el que Homero, después de comer un chile 5 estrellas, picante como pocos, tiene un viaje lisérgico a lo más profundo del desierto, que, luego se verá, es una simple cancha de golf. Parodiando a The Doors, Homero viaja por su mente, se encuentra con criaturas extrañas y choca con paisajes irreales en continua transformación. En un hipotético paseo por las calles y las huellas de la vida de Pablo Escobar Gaviria en Medellín, podría decirse pasa más o menos lo mismo: los efectos no son los de los narcóticos, pero el lugar esta marcado, metafórica o directamente, por ambos.

Pablo Escobar Gaviria murió en 1993. Había comenzado su carrera siendo ladrón de lápidas; fue diputado, estuvo en la asunción de Felipe González en la España de 1982 y llegó a ser la séptima persona más rica del mundo. Filántropo o idealista, generoso facilitador de placeres bacanales o sencillo benefactor de las clases bajas para unos; despiadado, inescrupuloso, asesino y vil capitalista para otros, lo que resulta innegable es su influencia en los avatares de la sociedad colombiana de los últimos 30 años. Por la magnitud de su figura, y porque el turismo es también el arte y el negocio de lo impredecible, existe el Paisa Tours: un recorrido por la Medellín de Pablo Escobar Gaviria.

Pablo el Paisa

El tour comienza en uno de los sectores residenciales más elegantes de la ciudad de Medellín. Específicamente, el Edificio Mónaco, un bloque de departamentos de lujo que fuera la residencia oficial de la familia Escobar hasta enero de 1988, cuando una bomba destruyó buena parte del penthouse pero no logró quitarle la vida ni al Jefe ni a su mujer ni a sus hijos, y que fuera el punto de partida para la guerra entre los carteles de Cali y Medellín.

Todo sigue en el edificio Ovni, parte de lo que hoy es definido como “narc-decó”, un tipo de arquitectura que por estos días desata visiones enfrentadas en la sociedad colombiana. El “narc-decó” o “traqueta” es tildado de mal gusto o “basura”, pero forma parte, irremediablemente, del gusto popular. La ruta turística continúa en el edificio Dallas, otro lugar cuyas paredes han sido pintarrajeadas con graffiti –tanto a favor como en contra del implicado– y donde alguna vez también explotaron bombas. Deteriorado, mezcla de evocación en pie con armatoste arquitectónico venido a menos, es un remedo de la época en la que el narco rico, con un solo chasquido de los dedos, podía decretar el toque de queda en la ciudad.

Le sigue el Medallo, en el barrio Los Pinos. Y no es cualquier cosa: es el edificio donde el Al Capone sudamericano se encontró con aquello que venía esquivando con fortuna y esmero: la muerte. Y es no sólo la última parada de la vida del homenajeado, sino la más extensa del recorrido para los turistas. El lugar es catalogado como “una chimba” (cuando las cosas salen mal o alguien las hace salir mal) porque fue ahí donde Escobar cometió su más fatal error: hablar por teléfono con su hijo durante veinte minutos, tiempo suficiente para que la llamada fuera localizada. Fue en el tejado del Medallo donde las balas lo despidieron para siempre.

De ahí a la tumba. Altamente cuidada, flores infaltables. Como si fuera Père-Lachaise, Recoleta o Plainpalais, es uno de los lugares más visitados de la ciudad. A ese lugar asistieron miles de personas el 2 de diciembre de 1993, día de su entierro. Ahí, hoy, puede encontrarse a simples curiosos, vagos reflexivos, pobres que se abalanzan sobre el mármol para llorar a su padre santo e incluso extravagantes turistas extremos que se dan un pase de coca sobre la lápida. Todo fue y sigue siendo posible en el mundo Pablo Escobar.

Ya en las afueras de la ciudad, en Envigado, a pocos kilómetros de Medellín, el tour puede incluir la cárcel cinco estrellas que este hombre se hizo construir a idea y semejanza de sus deseos en 1991, cuando su vida corría peligro por los ataques de sus enemigos y luego de entregarse a las autoridades colombianas con la condición de no ser extraditado a EE.UU. Ahí tuvo personal de vigilancia propio, una vista completa de los alrededores, cerca electrificada, espacio aéreo protegido, una casa de muñecas para su hija y una cancha de fútbol en la que jugó, entre otros, el escorpión René Higuita. El lugar, por entonces, fue bautizado la Catedral. Hoy, por esas raras analogías del destino, es habitado por una comunidad benedictina.

O Hacienda Nápoles, a unas cuatro horas de Medellín, un paraíso de más de tres mil hectáreas donde alguna vez Escobar tuvo su propio zoológico con más de 200 especies, animales que, una vez muerto su dueño patrón, huyeron o fueron muriendo también ellos.

Lo cierto es que Pablo Escobar Gaviria existió, y vaya cómo, y dejó su huella. Pero pocas cosas contienen tanta verdad en sí mismas para marcar a los pueblos como las que no existieron. Es el caso de un edificio a medio construir que, dicen, fue financiado por el cartel de Medellín. Tras disputas legales, devendrá en estacionamiento. Al frente, una gran valla que hace las veces de resguardo contiene una sentencia inapelable: “Este edificio nunca perteneció a Pablo Escobar”.