A todo aquello que porte un
gran tamaño, cuesta admirarlo a pocos metros. Como bien dice el título de la
novela, Demasiado cerca desaparece. Quizás
por eso los grandes ejerzan el retiro y la distancia.
Antonio Dal Masetto parecía encuadrarse
dentro de ese subconjunto. Parco pero generoso, severo pero amable, detrás de los
silencios vivía un hombre sensible; como dice Andrés Calamaro, un varón tierno.
A principios de los ’90,
cuando yo quería ser un escritor pero desconocía absolutamente todo lo que
implicaba serlo –todavía sigo sin conocerlo-, lo crucé en un viejo bar (esos
espacios que él tanto amaba por entonces, lugares donde la soledad se ejerce
rodeada por comunes y extraños) de Salto, el pueblo en el que nací y al que él
llegó a los 12 años desde su Italia natal para aprender, en la calle y la
biblioteca -coincidencia mediante, la misma en la que hoy trabajo- la vida y el
idioma.
Radiante en mi ignorancia, le
pregunté qué se necesitaba para escribir una novela. Sin poder citarlo
textualmente, puedo recuperar, más de veinte años después, una teoría: ir
juntando ideas sueltas, papelitos, hasta que un día todo eso concurriera para
crear un argumento; por el momento ese era su sistema, y no era el único.
Años después, en una de las
tantas entrevistas que le hice, me contó que el sistema le había deparado sus
buenos dolores de cabeza: “Todos esos papelitos iban a parar a un gran cajón
que había en mi departamento. Con los meses el cajón se fue llenando. Un día
volqué el contenido sobre una mesa y era una montaña. La miré descorazonado y
me pregunté si valía la pena intentar ordenar ese material o lo mejor era tirar
todo a la basura. Opté por lo primero. Me dije: Por lo pronto, sin duda alguna,
una novela se puede dividir en tres partes: comienzo, parte central y parte
final, empecemos por ahí. Fui sacando papel por papel y con cada uno resolví si
esa anotación podía ir en la primera, segunda o tercera parte. Así que la
montaña quedó divida en tres. Todo eso fue a parar a cajas de zapatos que
guardé en un armario. Un día saqué lo que correspondía al supuesto comienzo y
me hice el mismo razonamiento: Todo comienzo puede dividirse en tres partes: Comienzo
de comienzo, mitad de comienzo, final de comienzo. Nueva subdivisión. Y así
seguí. La cosa terminó con docenas y docenas de pequeños paquetitos marcados
con números e inscripciones. Finalmente, un día me animé, lo fui abriendo uno
por uno y traté de pasar a máquina lo que había ahí adentro y esbozar
capítulos. Todavía no tenía computadora. Fue una tarea ardua. En fin, son
múltiples y complejos los caminos para
escribir una novela. Sin duda éste es uno de los menos recomendables. Sigo
trabajando con anotaciones desordenadas, pero cuidándome de volver a caer en
semejante trampa”.
Su personalidad se trasladaba
a su escritura. Artista de lo poco, estilista puro, heredero de Pavese pero
también de Hemingway -no en vano una de sus grandes amistades dentro de la
literatura fue el Gordo Soriano- y de un simbolismo solapado, para nada estridente,
alentaba una hipótesis: los personajes deben hablar de sí mismos a través de
las acciones.
Quizás aquello deviniera en
su sangre. Días después de enviarle a su madre el primero de los libros de la
trilogía de la inmigración, donde ella era la protagonista, la llamó por
teléfono y le preguntó si lo había leído y qué le había parecido. “Sí, sí, lo
leí”, respondió ella. “Y qué te pareció”, repreguntó el Tano. Lo único que la
anciana contestó fue: “está muy bien”. “Para mí fue más que suficiente”,
confesó él. “Fue la mejor aprobación”.
Allá por 2010 me lancé,
finalmente, a publicar mi primer libro. Como todo amante suicida de la
escritura, lo solventé con mi propio bolsillo. Cuando otro grupo de suicidas apareció
para reeditarlo, me la jugué: le pedí a Antonio por mail si no sería mucha
molestia para él escribir un prólogo. La historia de mi investigación
periodística estaba atravesada por Siempre
es difícil volver a casa. Me llamó; me preguntó si tenía un cuaderno a
mano, empezó a hablar con la morosidad que lo caracterizaba. A los quince
minutos el texto había pasado por las llamas y ya se había enfriado. Poco le
quedaba para ser definitivo. Hoy, esas "Palabras
previas" son para mí un objeto inestimable.
Si fuéramos pretensiosos, y
aunque a él quizás no le agradase, podríamos arriesgar que la obra de Dal
Masetto se resume en tres grandes núcleos: la hipocresía del pueblo –pueblo
chico, infierno grande, pinta tu aldea- que es espejo de la humanidad; la
inmigración; el factor iniciático. Y siempre al rescate de la anécdota,
costumbre tan propiamente pueblerina y de los bares del Bajo, a los que dejó
tan pintados en las contratapas de Página 12. Y siempre lo indagatorio, el peso
de las cuentas pendientes. Y antes incluso, como él mismo lo dijo, Siete de oro: “ahí ya estaba toda mi
obra”.
Suele suceder con los
maestros, con aquellos que, de tan grandes, al estar demasiado cerca,
desaparecen: la sensación de que uno aprendió menos de lo que tenía a su
alcance. Ahora, cuesta escribir sobre los muertos. Porque siguen flotando ahí,
en la memoria. En lo onírico, en la lectura, en el hombre primal alrededor del
fuego narrando lo que ha sido su día. Y más aún si el oficio y la búsqueda es
la escritura. Idea derretida pero irrefutable: se sostienen en la obra y en las
voces que supieron construir, cara a cara, aunque fuera de manera desordenada,
como papelitos perdidos en una caja de zapatos.
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