El ambiente completo bañado en rojo. Tubo fluorescente, lámparas de pie, veladores. Todas luces rojas. Hasta el sillón bajo la ventana de cortinas rojas es rojo. Un museo viviente; sonante, mejor dicho. Teclados grandes, medianos, pequeños; el Hammond; una guitarra acústica, una eléctrica, un bajo eléctrico, parlantes, cámara de Súper 8. Paredes cubiertas por discos compactos. Tres CPU, dos monitores, dos consolas; bandejas de vinilo, caseteras, pilas de equipos electrónicos. Todo en una sala de siete metros por cuatro, poco más, poco menos, sutilmente ordenado.
La radio donde Guillermo pasa buena parte de su tiempo (el que no ocupan su trabajo en la oficina, en el campo, su familia) es su hobby.
-Acá pierdo plata -dice-. Pero no me importa. Es lo que me gusta. La música es lo que me gusta.
Guillermo lleva el pelo largo rubio natural hasta bien entrados los hombros.
Habla, no ciega las palabras. Pero apenas unos minutos bastan para descubrir a un tipo de mirada escurridiza, reservado, de aquellos que hablan menos en lo que dicen que en lo que callan.
También lleva bien entrados los cuarenta, una esposa, tres hijos (dos de ellos estudiantes universitarios: La Plata, Buenos Aires). Se caso joven: cuando todos se iban a estudiar, él decidió formar matrimonio, trabajar en el campo de la familia.
Guillermo armó tres grupos en su vida. (“La música es lo que me gusta”.) El primero, a los 16 años, con compañeros de la escuela, netamente rockero. Atropos, se llamaba. Un nombre raro. El segundo, con el que obtuvo más reconocimiento: Convivencia, en el que abordaban ese género sin límites llamado canción popular. El último, de pop melódico electrónico, con un nombre que homenajeaba a Dalmiro Sáenz: Azul de metileno.
Con esos tres grupos musicales llegó a armar cortinas musicales para programas de radio, ponerle música a poemas de escritores argentinos (Ester Izaguirre, por ejemplo), tocar en televisión (Canal 7, Feliz domingo para la juventud), en la Feria del Libro. A punto estuvo, incluso, de hacer la música en vivo para una obra de teatro producida por J. J. Camero.
Mientras, trabajaba en el campo.
-De pibe andaba en el tractor, de noche. Me acuerdo de esas noches de calor de verano. Solo como loco malo. Pasaba el disco, el arado. En esa época no existía la siembra directa. Todo era más a mano, menos mecanizado. Una vez se me rompió no sé qué cosa en el disco o el arado. Me agarré tal calentura que me fui debajo de aquel monte y me largué a llorar, de la bronca y los nervios que tenía.
Cuenta esto cuando ya dejamos atrás el rojo, el pueblo. Tomamos la ruta y después el camino de tierra y por último el sendero que costea la larga hilera de eucaliptos. Cuenta esto después de que dejamos la camioneta en el casco, mientras pateamos piedritas por el camino que lleva al arroyo.
Es una tarde de invierno. Todo lo que hay delante del horizonte es parte de la indefinición de un espacio definido; la declinación natural del suelo hacia el curso de agua, la tierra en su firme condición de sustento inamovible, la luz del sol a espaldas del aire frío. El viento de agosto golpea. Puede sentirse el silbar en las orejas, cómo empieza a cuartearse la piel de los labios, de qué poco sirven los cuellos altos de las camperas.
Nos sigue Poncho, su chico malcriado del campo, un ovejero alemán (lo confirma la caída propia de las caderas) que huele a la distancia el agua del arroyo, la busca con la vista crispada. La sed en su lengua afuera lo acredita.
-Estos campos eran de mi abuelo -dice Guillermo-. Cuando mi abuelo murió, pasaron a mi viejo, y de ahí a nosotros cuatro. A mí siempre me gustó laburarlo, venir acá, vivirlo. Con mis hermanos, siempre fue división de trabajo y capital: cada uno por su parte y con su parte.
A mitad de camino nos cruzamos con el encargado, el capataz del campo, el que pasa ahí adentro (aunque adentro es afuera: la pampa no tiene paredes ni techo, a gatas esos espejos transparentes que son los alambrados) las 24 horas del día. El que tiene todas las noticias, las más frescas y las mil veces contadas. José es relleno, carón: lleva un sombrero aludo que apenas deja descubrir una tez morena, los ojos achinados. Monta un alazán. Frena, se estira, da la mano.
Poncho se encuentra con dos cuzcos que van detrás del caballo. Los torea. Les marca el territorio. Les recuerda quién manda.
-Nos vemos en la casa -le dice Guillermo al capataz-. Principio de mes, hay que pagar -me dice a mí una vez que el hombre ya clavó los talones y cabalga.
Los cuzcos lo siguen. Poncho siempre con nosotros.
-Hasta que un día -sigue Guillermo- era verano, también, hacía un calor terrible, iba en el tractor por allá, cerca del molino, y dije: “basta, no trabajo más en esto”. Y me bajé del tractor y lo dejé ahí nomás.
-¿Y a partir de ahí qué hiciste?
-Puse un negocio, también relacionado con el agro. Vendíamos insumos y semillas. Prestábamos mucho, nos pagaban cuando querían. Nos fue bien al principio, hasta que esos préstamos a largo plazo nos llevaron a la quiebra. Tuve que poner la casa a nombre de un amigo, la radio a nombre de otro amigo. Un día, fue el ayudante del juzgado a embargarme el auto. Yo anda en un 147. “Qué pasa”, le dije. “Venimos a embargarle el auto”, me dijo el tipo. “Lléveselo, si quiere”, le dije, “pero no es mío”. El tipo me miró con una cara... Yo lo había puesto a nombre de otro amigo. No podía tener nada a mi nombre. Es más: hoy tampoco puedo tener nada a mi nombre. Estoy inhibido de por vida. Ahora veo la crisis del campo y me da risa. Yo también la sufro, y mucho; no hay laburo, o hay poco. A mí también me afecta todo esto. Pero lo que yo pasé, no se compara para nada con los problemas de ahora, que son grandes y muchos.
El arroyo está seco; hace meses que no llueve como debería y, de querer, cualquiera de los dos podría cruzar al tranco el arroyo sin mojarse más arriba de las rodillas. Pero esa aventura queda para Poncho, que salta y nada, va y viene de la torpe correntada hasta la barranca y vuelve al centro del curso de agua con una velocidad animal asombrosa.
¿Y qué es un déjà vu?, me pregunto cuando llegamos hasta la costa. ¿Existe, realmente, la posibilidad de sentir que se ha sido testigo o protagonista de algo, cuando en verdad es una situación nueva? ¿Y cómo se llama esa sensación cuando en verdad la situación ha pasado por el filtro de la experiencia?
Eso pienso cuando Guillermo me cuenta que aquella estancia es La Oración; que este camino que topa con el alambrado es el que 20, 25 años atrás llegaba hasta las ruinas de este puente caído. Sorpresa, estupor, desconcierto. Son palabras que no alcanzan para asir una realidad apabullante: aquí veníamos a pescar, a comer asados con mi padre.
Yo tendría unos diez u once años. Traíamos las cañas, carnadas, parrilla, la carne. Pescábamos bagres, taruchas, anguilas, palometas. Si enganchaba alguna tortuga, mi viejo las ponía con el caparazón hacia abajo en un poste. Era un espectáculo dantesco verlas patalear, desesperadas. Hasta que mi infantil concepto de la crueldad no lo soportaba y las largaba de nuevo al agua. Eso era en la época en que el arroyo tenía agua, cuando había peces que pescar.
Los restos del puente, hoy, son los vestigios de una inundación, de un país, de una infancia. Pero ya no llueve: el arroyo se seca alrededor de dos tremendas barrancas. Pero casi no queda país, o queda, pero se seca alrededor de dos o tres o más tremendas barrancas. Pero ya no hay infancia, o sí, pero queda atrás, es tarde, es un bumerang buscando llevar a nuevo lo vivido. Un contra-déjà vu.
Nos sentamos, con Guillermo, a orillas de esas ruinas. Una estaca, sola, firme en la barranca, dibuja una sombra que va a terminar en las botines de Guillermo. Manufacturada por el hombre y en medio de tanta naturaleza, tanto paisaje, es la representación también de lo que permanece, lo imperecedero. Hasta que otro venga y la arranque de cuajo.
Guillermo se anima y levanta la cabeza al cielo y mira el sol, el arroyo, la inmensidad que corta a tijera el horizonte, el sol otra vez, a mí:
-Esto no lo cambio por nada -dice.
Y sonríe. Y no dice nada más.
Regresamos por el mismo camino, Poncho -mojado- siempre a la zaga. Pasamos el molino y llegamos al casco. Recorremos los galpones, las maquinarias. Un galpón abierto y otro cerrado. Casillas, un jeep medio desvencijado, equipos de riego. Motores, tractores, pilas de leña. Más pilas de leña. Una invitación, con souvenir y todo, al fogón nocturno, al campamento a orillas del río.
Un antiguo aljibe duerme el sueño eterno en un rincón; discos, arados oxidados. Sobre una mesa de jardín, como quien acomoda las partes de su cuerpo a las sinuosidades de un laberinto, un gato duerme plácidamente la siesta. Poncho se acerca, lo huele, lo deja hacer (o mejor: lo deja dormir, no hacer nada).
Salimos del galpón principal y volvemos a entrar. Me llama la atención un viejo sulky. Lo cubre la tierra, los años en desuso de los que se aprovecha el polvo. Le pregunto a Guillermo por eso.
-En ese andábamos cuando éramos chicos, con mis hermanos y mis primos. Atábamos los caballos y salíamos. No sabés la cantidad de cosas que hacíamos ahí arriba...
Antes de partir, pasamos por la casa del encargado. Ni siquiera: es la casa de trabajo, donde se guardan herramientas, bidones, recados. La casa de José debe ser otra, no esa. Ahí, en la casa de trabajo, dos empleados están mateando. Ceban dulce. Nos quedamos un rato, charlamos de bueyes perdidos, o encontrados; tomamos unos mates, saludamos y salimos.
Subimos a la camioneta. Dejamos atrás la casa, costeamos la larga hilera de eucaliptos, cruzamos la tranquera. El viento y el frío son una dulce ficción, se dejan adivinar apenas más allá de los vidrios de la camioneta.
Todo es marrón -la tierra-, ocre -pasto seco y cañaverales-, verde -pequeños montes, un trigo petiso-. Solamente hay rojo en el cartel de Pare antes de subir a la ruta.
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