Aunque
no me escuche, le digo a Romero que no, que es imposible que lo hayan matado
los indios. Está bien, sí, hace dos días estaba vivo y ahora no respira, qué novedad.
Pero ahí tirado en el galpón, entre los marlos, no puede hacer nada. No solo
que no respira; tampoco habla. Porque los muertos ni hablan ni respiran. Pero con
Romero es distinto, ya era distinto antes, cuando estaba vivo.
La
casa no va a ser la misma sin él. Los perros se olvidan de torear a los toros
cuando se acercan a la cerca de alambre, o no comen, porque no tienen quién les
dé de comer. Yo tengo que poner el agua, cargar el mate, cuidarme de que el
agua no se pase. Antes, a esa parte, la del agua, la hacía él. Ni que hablar
del trabajo. Estoy seguro de que el trabajo se va a echar a perder.
Romero
enloqueció, o terminó a enloquecer, hace un par de tardes, mientras
enganchábamos al tractor el arado. Se dio vuelta de golpe, como si alguien lo
hubiera llamado, “¡eh, Romero!”, y se quedó mirando el horizonte. La polvareda
que tontamente quería ocultar el horizonte, más allá de la hilera de pinos.
Podía
ser cualquier cosa: un camión que venía de cargar en la chacra de los Zalayeta,
la camioneta de Onega, que en vez de salir por la tranquera principal había
rodeado el monte y tomado el camino que vadea el arroyo.
Pero
Romero no.
-Los
indios –dijo, y dejó de trabajar.
Fue
y se sentó en un balde de veinte litros, a la sombra del depósito de las máquinas,
apoyó los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos y se dejó estar, viendo
pasar las hormiguitas en fila por el surco. Estaría por llover.
No
hubo forma, no quiso volver a la faena. Pasó las horas ahí sentado, como poste,
de cara a la nada, mucho después que la polvareda se disipara, fuera Zalayeta u
Onega o un tipo que anduviera perdido por los caminos de Dios, pero los indios,
a quién se le podía ocurrir si no a Romero.
No
era la primera vez que hablaba de ellos. Ya ni me acuerdo cual fue la primera.
Pero hubo una segunda y una tercera y otras más. Era siempre cuando le agarraba
el revire, y cuando le agarraba el revire solía ensillar su caballo -el caballo
de Romero merece un capítulo aparte-, y se iba al bar de Gomito y volvía, pero
no solo. En vez de quedarse allá, como hacían todos, amontonando un vino tras
otro, se traía a la chacra una tropilla de borrachos y baqueanos.
Me golpeaba la puerta de la pieza y decía:
llegó la indiada. Arrastraba las letras, medio en curda. Quien podía saber lo
que pasaría después. Dormir no, seguro. Se dedicaban a tomar vino y gastarse en
contrapuntos. Le gustaba ser local, no visitante a Romero. Yo en esos
casos prefería escuchar, jamás entrometerme con la paisanada.
La
otra, era irse solo al molino y cantar sin que nadie lo escuchara. Eso no era
raro. Raro era él. Distinto.
Al caballo le había puesto Smith, nunca
supimos por qué, por la escopeta, supongo. Lo había marcado en las ancas. No
una, veinte, treinta marcas, criatura de Dios, lo que habrá sufrido con esos
hierros calientes. Por qué, lo sabía él, nomás. Nunca quiso contarlo. Debía ser
para que no se lo robaran. La gente, los
indios. Aunque si se lo llevaban lejos, tierra adentro, carajo, cómo lo iba a
encontrar, por más que tuviera treinta marcas.
Hará una punta de días, el caballo apareció
achurado cerca del molino. Acostado, de costado, el cuello torcido hacia al
cielo como si lo último que hubiese hecho la pobre bestia fuera pedir
clemencia, con una lanza clavada en el pecho.
Qué le pasó, le pregunté.
-Los indios, otra vez –me dijo. Y se encerró
en la pieza.
Quise decirle que no, que era imposible que
lo hubieran matado los indios, pero no me dio tiempo.
Hasta lo de anteanoche. Por eso habían salido
las hormigas. Bruta tormenta se avecinaba. Había humedad, estaba pesado. Iba a
llover, nomás.
Miré por la ventana. Abajo los relámpagos
eran chispazo y destello. Quién no hubiera pensado que nos habíamos olvidado
del día del pueblo y que estaban tirando fuegos artificiales. Las vacas apuntaban
las ancas al sudoeste, las ranas enloquecían en el bañado.
Era la madrugada, escuché gritos en la pieza
de Romero. Esperé. No era la caterva de brutos y borrachos que lo acompañaban
desde el bar de Gomito cada tanto. Me levanté y lo espié. Dormido, soñaba. Se revolvía
en el catre como si lo hubieran poseído los fantasmas.
Volví a mi pieza. Empezó a llover. Primero un
goteo, como si cayeran clavos sobre las chapas de techo, después el chaparrón, como
si el mundo entero se hubiera vuelto líquido. Despierto esperé, hasta que lo oí
salir. Oí la tranca, el crujir de las bisagras. Volví a mirar por la ventana.
Romero estaba de bombacha y descalzo, el
cuero desnudo. Bajo el aguacero, empapado, atacaba a cuchillazos la hilera de
pinos. Le dedicaba un rato a cada uno y pasaba al otro, los acuchillaba,
furioso. En la noche negra se veían volar los pedazos de corteza. Los
relámpagos lo iluminaban. Los truenos resonaban, pero no podían tapar sus
gritos.
-Mueran, indios hijueputa –gritaba.
La escena me superó. Cerré la ventana. Dejé
que todo siguiera. Cerca del amanecer me dormí. Cuando desperté, ya no llovía. Me
calcé las botas de goma y salí de la casa. El barrial cubría el campo. El
cielo, encapotado, prometía más chaparrones.
Avancé entre el barro. Los troncos de la
arboleda estaban despedazados, como si un jaguar gigante los hubiera arañado.
La humedad ayudaba a que chorreara la savia. Romero no estaba.
Lo busqué en el depósito de las máquinas, en
el corral de los animales. Nada.
Cómo llegó hasta el galpón, no sé. Tirado entre
los marlos, inmóvil, parecía otra vez dormido. Me acerqué. Le hablé, como si
estuviera vivo, pero supe que no lo estaba. Aun había rastros de sangre en sus
manos. Claro que no era el mismo Romero. Muerto, no se parecía a nada.
Y ahí está, todavía. No me animo a
levantarlo. Tengo miedo que sea verdad, que no hayan sido el árbol ni el
cuchillo ni la tormenta, y que si lo corro de lugar o le doy sepultura vengan a
buscarlo, y si lo vienen a buscar a él también a mí me lleven.
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