Papá toma.
Eso dice la abuela.
No sé muy bien qué quiere decir la abuela con
que papá toma, aunque más o menos me lo imagino.
Mamá hace como que la escucha y se pone con
algo de todo lo que tiene que hacer: ordena, plancha, nos prepara la merienda a
nosotros, lava los platos.
Está bien. La abuela no es la mamá de mi
mamá, sino la mamá de mi papá, por eso no tiene por qué hacerle caso. Pero hay
algo entre ellas que no se entiende, como si tuvieran que estar juntas aunque
no quisieran, igual que me pasa a mí con Josefina en la escuela, que es
peleadora, egoísta, y sin embargo, cuando nos toca hacer las tareas juntas, no
me queda otra que hacer grupo con ella.
La abuela viene casi todos los días a casa
porque papá trabaja desde la mañana hasta la noche. Entonces ella le ayuda a
mamá con los mandados, a cocinar o a tender la ropa, o con Guillermito, que
todavía usa pañales. Espera que papá llegue, charla un rato con él, lo reta,
porque las mamás siempre retan a sus hijos, y recién ahí se va a su casa. Que
tampoco es tan lejos, si la abuela vive a tres cuadras.
Lo que pasa es que a papá se le hace tarde.
Sale de la fábrica y siempre tiene que ir a un lugar o a otro, o se encuentra
con sus amigos –eso le dice mamá: que pasa mucho tiempo con sus amigos, lo que
para mí está bien: ¿a quién no le gustar estar con los amigos?– y llega para la
hora de cenar, o cuando Guillermito y yo ya nos estamos por ir a dormir.
A esa hora, papá suele hacer dos cosas:
o juega con nosotros, o se enoja. Si no llega muy cansado y está con buena onda,
se queda un rato en la cama contándonos chistes y nos hace cosquillas, o se pone
una frazada sobre la cabeza y juega al fantasma.
Si llega enojado, no hay ni cosquillas ni
fantasmas.
Yo pienso que si se enoja debe ser porque
está cansado, o porque él piensa de una manera y mamá de otra, y se enganchan
en esa diferencia que separa la idea de papá de la idea de mamá y la idea de
mamá de la idea de papá, y pasan horas y horas hablando sobre lo mismo. Es lo
que yo le digo a Guillermito: los grandes a veces son muy aburridos, y se la
pasan dando vueltas con cosas que no sirven para nada.
Cuando tardamos en dormirnos, los oímos
discutir desde la cama. Trato de no darle importancia a lo que hablan, más que
nada porque prefiero pensar en los dragones, a los que siempre imagino azules
en vez de rojos, viajando por todo el planeta, llevando a sus hijos dragoncitos
abrazados bajo las alas y echándole fuego a la gente mala que los quiere herir.
La verdad, tampoco es tan raro que los papás
se peleen. Yo les he preguntado a mis compañeros de la escuela y ellos dicen
que les pasa lo mismo, que sus papás también discuten y pelean. Yo pienso que
no está mal que los papás discutan, cualquiera puede pensar distinto de lo que
piensa el otro, siempre y cuando no se peguen.
Cuando discuten los fines de semana, con
Guillermito nos vamos al patio, que tiene los pastos un poco altos, porque papá
nunca tiene tiempo de cortarlos y para mamá la máquina es muy pesada, pero
nosotros encontramos un huequito para armar nuestro campamento.
Lo último que hicimos fue una casa para los
muñecos. La construimos con los ladrillos que papá compró una vez para hacer un
galponcito que nunca hizo, y un montón de botellas de vidrio vacías que estaban
tiradas al fondo. Le pusimos la Mansión del Mago Botellero, porque es la casa
de un brujo bueno que baja a la tierra para salvar a los niños de las cosas
malas que le puedan suceder. Nos pasamos horas ahí con Guillermito, nos
divertimos muchísimo.
Pero lo más divertido fue para la
navidad pasada.
Lo festejamos en casa. Papá protesto porque
no quería, pero mamá le contestó que daba igual pasar vergüenza en casa propia
que en casa ajena, y papá no dijo más nada. Para nosotros, genial, por fin
íbamos a poder jugar con los primos, con nuestros juguetes y en nuestra
habitación.
Eso noche papá sí tomó mucho. Mientras
hacía el asado, en la cena y después, cuando abrieron la sidra. Agarraba la
botella del pico y bailaba mientras esperábamos que se hicieran las doce para
abrir los regalos. Nosotros lo mirábamos bailar y aplaudíamos, pero a los
grandes no les causo tanta gracia.
En un momento del baile, papá tropezó y
enganchó con el pie el cable de las luces del arbolito. Papá no se cayó, pero
el arbolito sí, justo sobre una vela que había prendido mamá para pedir por los
buenos deseos, y el arbolito se empezó a prender fuego. Mamá y el tío Pocho
intentaron apagarlo con los pies, pero se ve que estaba muy reseco, y no
pudieron, y ahí agarraron fuego las cortinas, también. La casa era una locura. Los
grandes gritaban, iban de un lado a otro con frazadas, baldes de agua, se
chocaban entre ellos.
Los únicos que aprovechamos ese revuelo
fuimos nosotros, que nos encargamos de rescatar los regalos. Más allá de los
juguetes que eran para cada uno, mis primos se quedaron con un libro, un par de
zapatillas y un juego de herramientas. Yo, con una camisa a cuadros y un
folleto donde lo invitaban a papá a pasar un fin de semana en una granja de
campo con amigos. A Guillermito no le quedó nada, pobre, él es
muy chiquito y no entiende de estas cosas, todavía.
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