Después de la eliminación de Argentina en esta Copa América, me animo a escribir sobre fútbol porque soy un fanático del fútbol. Trabaje casi seis años en un programa radial de fútbol y sigo el fútbol desde muy chico. Cuando tenía once años, le pedí permiso a mi madre para quedarme hasta altas horas de la madrugada a mirar aquella final intercontinental del Independiente de Bochini y Percudani, y lo repetí al año siguiente con el Argentinos Juniors de Borghi, y volví a repetirlo al año siguiente con el River de Alzamendi y Francéscoli. Mi padre me hizo hincha de River, y a pesar de esta debacle actual, lo más posible es que la pasión no me impida seguir siéndolo. Pero hoy no se trata de clubes: se trata de una selección. De un país.
Hace 25 años que Argentina no gana un mundial de fútbol. Hace 18 años que Argentina no gana una Copa América. Hace 31 años que Grondona gobierna la Asociación del Fútbol Argentino. Claro que esto no es una cuestión de matemáticas (25, 18, 31), aunque está claro que las matemáticas también forman parte del fútbol: el que hace un gol le gana al que no hace ninguno.
Y la selección nacional de fútbol es, quizás, una cruel metáfora de nuestra patria. Vivimos poniendo nuestras expectativas, nuestra fe, nuestros anhelos en un equipo/partido, o en un jugador/gobernante, o en un director técnico/político, hasta que este nos defrauda y pedimos su cabeza y optamos por otro, cualquiera, no importa cuál con tal de que no sea aquel. Entonces, sobre este nuevo otro, volvemos a poner nuestras expectativas y nuestra fe y nuestros anhelos hasta que éste también nos defrauda, y así por los siglos de los siglos sin gol.
Pero las esperanzas suelen estar puestas en uno, y no en muchos. Tenemos los mejores jugadores del mundo, los más caros, los más goleadores, los de cláusulas de rescisión más altas del mercado, pero ni Basile ni Passarella ni Bielsa ni Diego ni Batista han logrado formar un equipo. Nuestras ideas están construidas a través de la individualidad: si Messi juega mal, no es argentino porque no canta el himno, carece de voluntad, sólo le interesa triunfar en el exterior, en el mejor equipo del mundo. Si Messi juega bien, es el nuevo D10S, el Messías, el hombre que ha bajado del cielo para bendecir nuestros corazones y echar por tierra históricas derrotas. (Juguemos a la comparación, ya que tanto nos gusta: Brasil, potencia económica regional, ganó cuatro de las últimas cinco copas América.)
Antes estuvo Maradona, como antes estuvo Perón. Pero son irrepetibles, la utopía de un ser único que no volverá. Ya no habrá otro Maradona, como tampoco habrá otro Perón. Pero -ingenuos de nosotros- seguimos esperando a otro Maradona, y seguimos esperando a otro Perón. Y mientras, nos encontramos con muchos tontos que creen ser el nuevo Perón –porque, claro, eso es mucho más sencillo que creerse un Maradona, ¿no? Y así pasan los nombres (varios, muchos, tantos) que van a ahogarse en las profundas aguas del olvido y el traspié y la desazón nacional política y futbolera. Y mientras los esperamos -ingenuos de nosotros- seguimos rompiéndonos la crisma contra el travesaño de una equívoca esperanza color celeste y blanca.
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