A Jorge. Y a Antonio.
Hace poco más de un
año, el 29 de diciembre de 2014, murió Jorge “Marlon” Vilela. Un hombre más
sobre la faz de la tierra si no fuera porque compartió una íntima amistad con
Witold Gombrowicz, fue parte de la bohemia porteña de los ’60, publicó unas
pocas líneas en Eco Contemporáneo, quemó gran parte de su producción literaria
y talló como artesano obras maravillosas. Creó como quiso, vivió como pudo:
escapando, como el cazador solitario de cosas intangibles que era.
En el pueblo se lo veía andar las calles en bicicleta o caminando
a paso lento, a las chuequeadas, con una torpeza que parecía estrenada con la
vejez y el deterioro físico. El morral siempre a un costado, los pelos al
viento. Ese hombre de unos setenta largos, poca estura y figura desaliñada que
rozaba la condición de lumpen, alguna vez había sido hermoso. Tanto, como para
que lo compararan con Marlon Brando.
Vivía recluido en algo que podía parecerse a una casa, un
galpón semiderruido que hacía las veces de taller, pero se las ingeniaba: comía
de prestado en casa de amigos o sostenido económicamente por su familia, mientras
trabajaba en sus esculturas de metal, tallados en cuero o grabados en madera.
Había pasado por varias internaciones, llevaba un
marcapasos, cada tanto la próstata le hacía un tackle a su aparato
genitourinario. Una década atrás, un especialista en psicología cognitiva le había
diagnosticado bipolaridad. “Paso de un estado de beatitud, como ahora, al bajón
total”, le dijo alguna vez a su viejo amigo Néstor Tirri en una entrevista para
el diario La Nación.
¿Cómo había construido Jorge su leyenda de artesano
exquisito, de escritor maldito, de antihéroe? ¿Fue su intención alimentar el
“enigma Vilela", o sólo se trató del paso a paso hacia un destino inevitable?
ECOS DE LO CONTEMPORÁNEO
Fue en Eco Contemporáneo donde Antonio Dal Masetto y Miguel Grinberg,
allá por los ‘60, dieron a la luz uno de sus textos. Para el número 5 de
aquella mítica publicación sobre cultura y sociedad, Grinberg escribió “Mufa y
Revolución. El Escándalo Gombrowicz”, y Jorge Vilela “A pesar de la Enorme
Distancia”. En su artículo “La obsesión del eterno florecer”, publicado en el
diario La Voz del Interior, el ex
director de la revista Mutantia y autor de Evocando
a Gombrowicz, recordaba:
“El comienzo de mi amistad con Witoldo, en 1962, fue
resultado de una iniciativa del talentoso escritor Jorge Rubén Vilela, uno de
los jóvenes intelectuales pertenecientes a la tribu formada en torno del
“Viejo” (como lo llamaban) durante el último tramo de su permanencia en la
Argentina. Surgidos del triángulo Tandil-Salto Argentino-La Plata, varios de
ellos (en especial Vilela, Jorge Di Paola y Mariano Betelú) se adosaron a
nuestro “equipo mufado”, editor de la revista literaria Eco Contemporáneo,
donde se lucían un aspirante a novelista –Antonio Dal Masetto– y el brillante
poeta Alejandro Vignati, además de otros trovadores casi adolescentes como Juan
Carlos Kreimer y Gregorio Kohon”.
“Jorge era un personaje complejo, difícil saber por dónde encararlo”,
recordaba por entonces el recientemente fallecido Antonio Dal Masetto. “Ni se
dejaba elogiar porque sí, ni le agradaba que lo desmerecieran. Me golpeó
bastante su muerte. Es uno de los muchos amigos que he perdido. Como Briante,
como Soriano, como Luis Pollini, muchos de ellos amigos entre sí”.
Sobre su veta de artesano, Dal Masetto gustaba de recuperar los
tiempos pasados: “tomaba un taxi y se olvidaba sus obras, o se le rompían. Eran
muy buenas las cosas que fabricaba, tenía buenos clientes. Recuerdo que andaba
con un plato metálico con figuras mitológicas dibujadas. Una vez lo llevé a una
casa de unos tipos que vendían antigüedades, cosas muy caras, en Florida y
Paraguay. El dueño nos dijo: ‘Estoy con un cliente, por qué no vuelven más
tarde’. Ese fue un motivo suficiente para que Jorge se ofendiera. Ofenderse era
su forma. La intención de escaparse estaba antes”.
Cuando Dal Masetto público su primera novela, Siete de oro, lo llevó a ver a su editor.
Era una empresa pequeña, Carlos Pérez Editor, en la que trabajaba una joven
Beatriz Sarlo. Cuando Pérez, el propietario, le pidió que esperaran un momento,
Jorge se levantó y se fue. No estaba en él esperar.
Antonio le dedicó tiempo después una serie de cuentos breves
en su libro Gente del bajo, basados
en el anecdotario familiar. Más específicamente: la renguera de una gallina que
fue enmendada con una bombilla y un taco de goma. Los Vilela, vale el
paréntesis, supieron construir leyenda pueblerina en Salto a base de su
ilimitado ingenio y sus ocurrencias delirantes.
"El Chivo", como le decían los amigos de la
adolescencia, había nacido en el Hospital Rawson de Buenos Aires, pero llegó al
pueblo en su niñez; su abuelo tenía joyería, oficio y tradición que conservó
buena parte de la familia.
“Jorge iba destruyendo la posibilidad de que lo suyo se
realizara. Siempre a punto de y sin
lograrlo: esa fue su vida”, cerraba Dal Masetto. “Sin embargo, Jorge fue el
primero de nuestro grupo en terminar su novela cuando los demás estaban
amagando a escribir un cuento. Era complicado publicar algo de él. Asomó, y
después se borró. Era un inconformista”.
EL BIBLIOCASTA
Jorge Vilela tenía la certeza de que el pueblo en que vivía
era único. ¿En qué otra ciudad del mundo, según él, podía escribirse tres
libros sobre un robo a un banco?
Se refería a Siempre
es difícil volver a casa, del mismo Dal Masetto -llevada al cine en 1992-,
y a El caso Arroyo Dulce (una investigación periodística sobre dos robos, en
1971, a un pequeño banco rural de la localidad de Arroyo Dulce, en los que
participaron Aníbal Gordon y presuntos militantes de un micro célula montonera)
que publiqué hacia 2010. ¿Cuál era el tercero? Adolfo Bioy Casares lo sabía.
En las páginas 1249 y 1250 del Borges, Adolfo Bioy Casares cuenta que un señor rubio, bajo, con
barba de dos o tres días y ropa sport se presenta en su casa. Su apellido puede
ser “Videla”, o “Dibella”, o “Didella”, y anuncia que en Galerna acaban de
informarle que él tiene una copia de su novela inédita El verano del ’67, y que, si así fuera, por favor se la dé, ya que
no tiene otra. Bioy argumenta que no cree tenerla y “Dibella” se marcha. Bioy,
entonces, llama a Alberto Manguel, por entonces uno de los directores de
Galerna. “No se preocupe”, le responde Manguel, “nosotros tenemos el ejemplar
ese de El verano del ’67. Tratamos de no dárselo al autor porque
pensamos que es un libro excelente. Él ha buscado todos los ejemplares que
había distribuido entre sus amigos y los ha quemado. Ahora quiere quemar el
último”. Cuando Bioy le refiere la anécdota a Borges, Borges contesta: “Debe de
haber algo buena en esa novela”.
Ni Borges ni Bioy ni Manguel ni sus propios amigos pudieron
evitar lo inevitable: la piromanía de Jorge Vilela.
Sin embargo, un fragmento apareció como anticipo en la revista
Primera Plana, en 1968. Se titulaba,
por entonces, "Nohaytutía” (así, todo junto: voz popular a la que vez que
ruptura del lenguaje), que luego trocó en El
verano del 67. Antes hubo otros bosquejos juveniles: a sus 19 años “se
titulaba Los impotentes –según le
dijo a Néstor Tirri- y era el asalto al banco del pueblo, una especie de ensayo
de lo que más tarde sería la guerrilla”.
Fue Nicolás Hochman quien tuvo la idea y llevó a cabo el
Congreso Gombrowicz en la Biblioteca Nacional, en agosto de 2014. Sería extenso
citar todo lo que allí sucedió. Sí que Hochman habló con “Marlon” por teléfono, que él se mostró “entusiasmado”,
que dilató el tiempo contando anécdotas y que confirmó su presencia. No pudo.
Su salud ya no se lo permitía.
La última vez que Hochman habló con Vilela estaba contento:
Horacio González lo había llamado para decirle que la Biblioteca Nacional iba a
publicar una de sus novelas en marzo de este año. ¿Quién podía saber si eso era
verdad o no, tratándose de Jorge?
Lo cierto es que sí: alguien había conservado bajo siete
llaves un texto completo de Vilela; alguien lo rescató y, a través de un
contacto, se logró que llegara a la Biblioteca Nacional. El libro se titula La mañana del 10 de enero y acaba de ser
publicado en la colección Los raros.
Según Dal Masetto, es “una novela de los años ‘60, aunque quizá
me equivoque y sea posterior, aunque no creo que mucho. Es de cuando Jorge
vivía en La Plata. Recuerdo que en su momento me había gustado”.
Jorge estará -como dijo alguien- "logrando desde la
muerte lo que no le fue concedido en vida. Es una ironía cruel, pero subyace a
la condición del escritor". Que aparezca en la serie Los raros, en cambio,
no es ironía: estaba en su destino. Quizás suene a pena que el libro salga
ahora, cuando ya es tarde. Quizá si Jorge estuviera vivo, hubiese inventado
algo para impedir la publicación. Quién sabe.
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