Segundo día
Soñó con una lluvia interminable,
con un engendro gigante e invisible, gelatinoso, que llegaba desde un punto indefinido
y lo abrazaba hasta absorberlo. Cómo pude verlo en el sueño, pensó, ya con los
ojos abiertos, desenredándose de las sábanas, cómo pude verlo si era invisible.
El viento tañía los árboles y acompañaba
la suave percusión de las gotas sobre el vidrio. Cada tanto, el detonar de los
truenos actuaba de contraste rítmico. El viso opaco, ceniciento, de la mañana
se colaba por las hendijas como una acuarela desteñida.
En calzoncillo descorrió las
cortinas. Algo azul, amorronado, el reflejo de algo azul y amorronado se le
coló en las pupilas. De los juegos para niños sobrevivían, apenas, los caños superiores,
y los troncos de la cafetería parecían haberse convertido en un dique de contención
para los embates de la correntada. Ese reflejo azul, amarronado, era el agua, el
río que se venía, que acortaba distancias.
Bajó con el barbijo.
Mientras esperaba el té con
tostadas se dedicó a mirar alternadamente el gris blancuzco de la mañana
encapotada -recordó lo que había leído minutos antes en aquel libro, que los
esquimales podían distinguir hasta treinta tipos diferente de blanco- y a los
huéspedes.
Cada tanto se observaban entre
ellos, como en la escena final de la película El bueno, el malo y el feo, pero en silencio, sin embarcarse en acercamientos.
Se preguntó en que pisos estarían, qué número de habitaciones ocuparían, de
donde vendrían, qué los habría hecho llegar hasta ahí.
(Se permitió imaginar: ella
habría viajado para encontrarse, en secreto, con el amor de su vida, pero él no
había podido arribar por la pandemia o la inundación; él pertenecería a una
prestigiosa empresa de hidrocarburos, andaría en busca de terrenos para
establecer una planta de procesado y distribución, sus hijos lo esperarían,
allá en el hogar, confundidos entre la tristeza de un padre ausente y la
promesa de regalos asombrosos; la pareja habría emprendido esa excursión con el
fin de reconstruir lo que no tenía más sobrevida que un gorrión o una mariposa.
¿Pertenecerían a alguno de ellos las figuras de aquel encuentro furtivo que se
besaban y frotaban junto a las hamacas la mañana anterior?)
Al regresar a la habitación
volvió a preguntarse quién habría dejado ese el libro ahí, por qué, cuándo.
Leyó, ya bajo el edredón: “Criptomnesia es un fenómeno ilusorio de la memoria;
ocurre cuando se recupera algo que está almacenado pero no se lo experimenta
como un recuerdo, sino como la sensación de tener una idea nueva, original,
fruto de la propia inventiva o la inspiración. En verdad, esa idea entró,
tiempo atrás, a través de las palabras de otros, aunque al presente se hayan
borrado el emisor y el contexto. Puede considerárselo una forma involuntaria
del plagio”.
-¿Cómo le va? –preguntó el
conserje
-Bien, bien.
-¿Y? ¿Qué tal? –sus ojos de cuis
buscaban ajustarse a los párpados. – ¿Interesante?
El barbijo atenuaba la voz, no
dejaba que las palabras se desprendieran con naturalidad de la boca.
-¿Qué cosa?
-El libro –y lo señaló, como si
acabase de descubrirlo.
-Sí... es... interesante.
-Cada libro lo es a su manera,
¿no? Al leer suspendemos la incredulidad. Es lo que dicen, al menos.
Héctor Levin seguía sin entender
de qué hablaba aquel hombre
-Disculpe, no me haga caso. Debo
hablar, tome asiento, por favor.
Fue hasta su mesa y vio cómo el
conserje se colocaba detrás de la barra, agradecía que siguiesen respetando la
distancia y el uso de barbijos, se disculpaba por tener que reducir la oferta
culinaria, ya que, por las lluvias, se hacía difícil el arribo de los proveedores
al hotel, e invitaba a que disfrutasen, dentro de lo posible, de la estadía.
-La puta que lo parió –oyó Héctor
Levin-. Encima del virus de mierda este, la inundación. -Era el hombre de la
pareja; su esposa lo miraba con desgano, como si no lo conociera o como si lo
conociera pero no le importase. -No podemos tener más mufa. Si íbamos a
Copacabana prohibían las playas.
-Tranquilo, Mario.
-¿Tranquilo? ¿Qué mierda vamos a
hacer en este hotel?
Mientras comía los tallarines,
Héctor Levin volvió al hombre y a la mujer que estaban solos. Él iba vestido de
con un estilo muy similar al suyo: pantalones de hilo color crema, camisa
mangas cortas a cuadros, zapatillas de tenis; su piel parecía más rozagante.
Ella apenas aspiraba a jugar al trompo, hacía girar, una y otra vez sobre el
mantel, la caja de cigarrillos.
Les puso nombre. El hombre
solitario sería John Turturro, por su aire al actor, y la mujer solitaria se
llamaría Gilda, por su aspecto de santa redimida.
La tarde, después de una siesta austera,
tuvo, en un principio, el mismo aroma a recreo que la tarde anterior.
Caminó descalzo sobre la
alfombra, incluso hizo flexiones de brazos y ejercicios para las abdominales y
hasta algunas posturas de yoga. Se duchó, se observó desnudo frente al espejo,
se recortó la barba. Prendió el televisor, hizo zapping. Oyó sobre la ardua
tarea que debían enfrentar las autoridades de la región para luchar contra el
doble flagelo de la pandemia y las inundaciones, sin omitir, claro, el riesgo
de dengue, ya que los insectos proliferarían por el exceso de agua en la zona.
Apagó el televisor. Lo aburría.
Tendría que hacer esa llamada.
Fuera entonces, al otro día, cuando todo terminase. No podía irse de ahí sin
hacerla. Tendría, también, que hablar con el conserje, revisar las condiciones
del alojamiento, hasta qué punto el gobierno o la empresa se harían cargo de su
situación y la de los demás. De fondo se dilataba el invariable chapoteo de la
lluvia contra el ventanal.
Decidió aplazarlo y volver la lectura.
No siguió el orden: abrió una página al azar.
“Si el pasado sucedió, ya no es;
el futuro no es todavía; el presente es ese algo que oscila entre dos cosas que
no son. Vivimos en un continuo, tomando al mundo que conocemos como parte del recuerdo
y viendo al mundo que nos espera como una incógnita”.
Durante la cena prestó menos
atención a los mecanismos con que se desenvolvían los demás huéspedes y eligió
distraerse viendo el reflejo de la luna sobre el oleaje del agua que ya había ganado
buena parte del parque, el diseño cuadriculado de los manteles, la exagerada
decoración de la sala de estar, el sinuoso andar de la cocinera entre las mesas
al servir los platos.
Antes de subir se acercó a
recepción.
-Disculpe, me gustaría tomar un
whisky.
-Cómo no, ya se lo sirvo
–respondió el conserje, expeditivo.
-No, pero... no acá. Me gustaría,
si fuera posible... llevarlo a la habitación.
-Por supuesto. Ya se lo sirvo.
-No, no. tampoco. Disculpe, no me
di a entender. Quisiera... la botella.
-Bueno, no veo inconvenientes,
sólo que... la oferta es exigua. ¿Me aguarda un momento?
-Sí, claro.
El hombre regresó con una botella
envuelta en una servilleta y una hielera llena de cubos de hielo.
-Aquí está.
-Muchas gracias.
-¿Lo pongo en su cuenta?
-Eh... sí... sí...
-Bueno, al menos no se sentirá
solo esta noche. Y de paso alimenta al santo.
-¿Santo?
-El santo bebedor.
-¿Perdón?
-¿Ha leído a Roth?
¿Qué Roth?
-Joseph.
-No. No.
Estaba pronto a irse, pero el
conserje continuó.
-¿Le ha resultado interesante el libro?
Me refiero al que me mostró hoy a la mañana.
-Sí, sí... ¿por qué?
-Curiosidad, nada más. Que tenga
buenas noches.
Mientras esperaba el ascensor vio
que el hombre y la mujer aún estaban en el salón, cada uno en su mesa. Bien hubiese
podido, de quererlo, acercarse a uno o a otro, invitarlos a beber, a conversar.
¿Querría Gilda cruzar unas palabras con él, si lo intentase, o se le habría
anticipado John Turturro?