Primer día
-No va a poder ser, señor.
-¿Cómo?
-Que no voy a poder hacerle el
checkout. El pueblo está aislado por esto de la pandemia. Se enteró, ¿no?
Héctor Levin miró al conserje, buscando
una respuesta no ya en sus palabras, sino en el fondo oscuro de sus ojos
marrones, que lo miraban como miraría un cuis o un gato cansado.
-Sí, claro. –Dejó la pequeña valija
en el piso. –Una pregunta. ¿El baño? Para no tener que... volver a la habitación...
-Sube por la escalera que está más
allá de los ascensores. En el entrepiso, segunda puerta a la izquierda.
-Gracias. Ya vengo.
De cara al mingitorio, meditó
acerca de aquel absurdo: había elegido ese hotel porque estaba alejado de la
ciudad, de cualquier ciudad, y más aún de la que él quería alejarse, y ahora
era él el que era obligado a apartarse de cualquier ciudad, incluso del mundo.
Volvió a la recepción, enfrentó
al conserje con ojos de cuis.
-¿Y cómo vamos a hacer? Me
refiero a...
-El hotel le asegura el
alojamiento hasta que sepamos qué medidas se pueden tomar. Luego veremos las
condiciones. Vivimos en el reino de lo incierto. En verdad, podríamos decir que
la situación se modifica pero la incertidumbre es la misma desde la antigüedad
hasta hoy, aunque esa es otra pandemia.
-¿Cómo?
-Nada. No me haga caso.
-¿Puedo volver a tomar la misma
habitación, entonces?
-Por supuesto –dijo el conserje-.
¿404?- y le devolvió la llave electrónica.
Esa mañana había guardado todo de
manera metódica, ordenada, en la valija, había evitado una vez más aquel
llamado telefónico y se había dispuesto a salir de la habitación no sin antes
contemplar, nuevamente, como en una película inmóvil, el paisaje desde la
ventana.
Corrió las cortinas, se quedó con
la imagen del parque, allá abajo, los juegos para niños, la cafetería de
troncos, las copas de los altos árboles cegando, o dejando entrever, a la
distancia, la visión del cauce del río bajo un cielo encapotado que prometía
lluvias.
No supo si era algo que había
visto al levantarse, o era una imagen que arrastraba desde el sueño, pero en
una ráfaga volvieron las figuras de la mujer y del hombre, ahí, juntos frente a
las hamacas: se besaban, se chupaban, refregaban sus cuerpos, pero no estaban
desnudos, sino vestidos. Lo que lamían, lo que chupaban, lo que besaban, antes
de acceder a la piel, manto distante, era la ropa del otro.
“Amor con la indumentaria es
profilaxis”, pensó ahora Héctor Levin, sonriendo para sí mismo, mientras
revolvía los vestigios de esa ensoñación y colgaba, otra vez, el jean y la
camisa en las perchas, doblaba los bermudas y la remera gris y las guardaba en
el primer cajón.
Había comenzado a llover cuando llamó el conserje.
-Buenos días, señor Levin. Le
informamos que el desayuno, el almuerzo y la cena se servirán respetando el
horario acordado previamente, pero con una mesa de por medio, para mantener una
prudente distancia. Somos apenas ocho personas en el hotel, por lo cual confío
en que la convivencia se dará de manera ordenada.
Héctor Levin escuchaba con
atención las indicaciones, tratando de memorizarlo todo al mismo tiempo que el
hombre ofrecía los detalles.
-Perfecto. Gracias.
-Vio cómo es, las reglas deben
respetarse.
-Las reglas, claro –confirmó Levin
-Es cierto es que habría que
preguntarse también por qué existen las reglas y para qué, y por qué esas y no
otras, pero esa ya sería otra cuestión, ¿no?
-Claro. –Se quedó con la vista
fija en el mullido edredón color crema de la cama doble plaza. –Claro.
-En todo caso, ponga el canal
local, ahí van a dar a conocer las noticias. Que tenga un buen día.
Almorzó tarde, solo, viendo
llover desde la galería de la planta baja, y se durmió con el rumor del viento
sobre los árboles y el crepitar de la lluvia incesante contra los ventanales.
Al atardecer se preparó un café
en la pequeña kitchinet de la
habitación, se dedicó a caminar descalzo por la alfombra, el dulce roce de la
pelusa sobre la planta de los pies. La lluvia continuaba allá afuera, nublando
con levedad la esfera campestre.
Abrió y cerró los cajones de la
mesa de luz, revisó placares, reordenó la ropa, husmeó en el fondo del pequeño
vanitory. En la canasta reservada para las revistas encontró un libro. Se
preguntó quién lo habría dejado ahí. ¿Un cliente anterior, la mucama, el mismo conserje?
¿Olvido, intención? Abrió una página al azar, dio con un capítulo titulado
“Duda”. Leyó tendido, vestido,
descalzo, sobre el edredón color crema, hasta la hora de la cena.
Cuando estuvieron todos en la sala,
el conserje se paró detrás de la barra, repasó algunas de las múltiples
zozobras que la pandemia provocaba al mundo entero, y les recordó que debían
colocarse mesa de por medio, a no menos de dos metros de distancia, y que tardarían
más de lo habitual en cumplir con ciertos servicios, ya que, como empleados,
apenas quedaban él y las dos mujeres de cocina y limpieza, los cuales debían
higienizar con esmero cada uno de los elementos que utilizasen para no exponer
a la clientela a posibles contagios.
Por último, guante en mano, dejó
en cada mesa un recipiente con alcohol en gel y les entregó un barbijo para que
utilizasen al salir de las habitaciones. Enseguida, la cocinera, una mujer
extremadamente flaca, comenzó a servir los platos.
El resto de los huéspedes se
dividían entre un hombre y una mujer, ambos solos, y una pareja. Más que en la mujer
sola, que hubiera sido un hipotético estímulo para no pasar en soledad las
noches que le quedaban por delante, o en el hombre, con el que, le llamo la
atención, compartían un notorio parecido facial, Héctor Levin centró su
atención en el funcionamiento de la pareja.
Él comía con fruición, hachando con
atropello la carne, mientras ella lo hacía con una delicadeza extraordinaria;
un par de veces la mujer había intentado promover una conversación, a lo que él
había respondido con vagas onomatopeyas o indisimulado desinterés; ella bebía
vino blanco con hielo, él, agua saborizada; él empujaba los bocados con pan, ella
juntaba sus manos bajo la barbilla cuando no las tenía ocupadas en los
cubiertos. Ni bien terminaron de comer, higienizaron sus manos con alcohol en
gel, se colocaron el barbijo y subieron a su habitación.
El hombre solo hizo lo propio.
Héctor Levin lo vio abandonar el comedor, se observó a sí mismo en el espejo de
pie que estaba junto a la barra y dudó del parecido que había creído encontrar
en un principio. La mujer encendió un cigarrillo y salió a fumar a la galería.
La lluvia de fondo, y las sombras que proyectaban las farolas del camino de
entrada, le daban a la escena un aire de film noir.
“¿Estará sola?”, se preguntó, antes de
arrastrar la silla hacia atrás y buscar la entrada magnética en el bolsillo.
3 comentarios:
Excelente primer capítulo. Esperaré con ganas los que siguen. Abrazo!
Mmmmm que pasará?
Qué lindo volver a leerte! Y qué bueno que ya está la serie completa y no me quedo con la intriga... besos a todos <3
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