Cuarto día
Héctor Levin se siente caer en
picada. El repunte de la tarde anterior aparenta ser sólo un alto en su sinuoso
e invariable camino hacia la fiebre, a la que se le han agregado, ahora, la
congestión nasal y un intenso dolor de garganta, como si en vez de saliva lo
que tragara constantemente fuera un mazo de espinas. Las juntas de las cortinas
dejan entrever, al fin, una mañana soleada, fosforescente.
La sábana húmeda por la
transpiración, la vista nublada, logra enfocar en el teclado del teléfono el
doble cero y avisa a recepción que tampoco hoy bajará. El conserje le da los
buenos días, pregunta cómo se siente y anuncia que en breve se le acercará el
desayuno. Y es el mismo conserje, esta vez, barbijo en boca, guante en mano, quien
le acerca un nuevo té con tostadas. Sus ojos ya no son de cuis, sino de lince.
-Discúlpeme, señor Levin, pero no
se lo ve nada bien. Si usted lo desea, puedo pedir ayuda médica al pueblo.
Aunque, quien sabe qué diría Hipócrates, ¿no?
Héctor Levin no responde; se
detiene en su propio silencio, en la fiebre que lo empantana y en esos ojos que
antes eran de cuis y ahora son de lince y en esa boca que se mueve lánguida, perezosa,
como un lobo de mar que se despereza en la costa al amanecer. Por enésima vez,
no comprende lo que ese hombre dice.
Antes de emitir una pregunta o responder
cosa alguna, el conserje ya ha salido de la habitación.
Antes del mediodía suena el
teléfono.
-Señor Levin.
Es el conserje.
-Ajá.
-Acabo de hablar con la clínica.
La ambulancia llegará en unas dos horas. Ha dejado de llover, por lo que calculan
que la ruta se encuentra transitable. Tendrán que hacerlo con precaución, pero
llegarán. Con su permiso, creo haber tomado la decisión más acertada. No se
preocupe, haremos todo lo posible para que esté bien. Es una mañana hermosa, señor
Levin. Descanse.
Dos horas después, Héctor Levin
levita en su estado febril cuando ve entrar en la habitación a una mujer y un
hombre: visten mamelucos que les cubren el cuerpo desde los pies hasta el
cuello, barbijos, guantes y una máscara transparente por encima de la cara.
Empujan una camilla.
Todo se desliza con sencillez, sucede
como dentro de un sueño o de una nube que naufraga muy por encima de las demás
después de una tormenta. Mientras lo pasan a la camilla ve de reojo que alguien
recoge sus cosas: el jean y la camisa de las perchas, los bermudas y la remera
gris del primer cajón, la pequeña valija. Pide, por favor, que le alcancen el
libro.
-¿Lo conoce? –llega a preguntarle
al conserje, señalándolo sobre su pecho, antes de que lo suban a la ambulancia.
-Claro que lo conozco, es un muy
buen libro. Llévelo, nomás. Obsequio de la casa.
Alguien cierra la puerta,
arrancan. La arboleda que rodea al hotel se abrevia en pocos segundos a través
de la ventanilla. Héctor Levin se da cuenta de que no ha podido despedirse de
John Turturro ni de Gilda ni de la pareja, se pregunta si algún día podrá
volver a ese hotel para, aunque más no sea, debatir con el conserje acerca de
aquel libro, y, antes de quedarse dormido, con el runrún del motor como música de
fondo, intenta recordar si es que ha hecho o no aquella llamada.
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