Tercer día
La exigua claridad que atravesaba
el ventanal hizo estragos en los ojos recién despabilados. El edredón estaba
más revuelto que de costumbre, como si por la noche hubiese luchado a ciegas
contra un ente desconocido. Sentía dos agujas detrás de las pupilas y los
párpados le pesaban como cemento; un cansancio innominado le invadía las
piernas.
Primero atribuyó el malestar a
los efectos del whisky de la noche anterior, pero no alcanzó a convencerse con
sus propios argumentos. “Fiebre, debo estar engripado”.
Pensó en pedir un termómetro a
recepción, pero se abstuvo. ¿Qué rumiarían los otros huéspedes, el hombre con
ojos de cuis, la camarera y la cocinera, a las que apenas había cruzado por
azar un par de veces en los pasillos o en el hall, ante ese pedido? ¿Un simple
resfrío podría desencadenar un pandemónium en ese pequeño hotel abandonado del
mundo?
“Esperemos”, se dijo, “confiemos
en que sea un simple resfrío”, sin saber por qué llevaba al plural sus
reflexiones.
Llamó a recepción, arguyó
malestar estomacal y pidió le alcanzaran el desayuno a la cama: té y tostadas.
-Los efectos del santo bebedor
–clausuró el diálogo el conserje, con tono cómplice.
Luego de desayunar, en el sopor
de la duermevela, tuvo una pesadilla.
Llegaba a rescatarlo al hotel un biciscafo conducido por un hombre vestido
completamente de negro. Su piel era pálida, usaba el pelo cortado al ras y
tenía los ojos de un gris profundo, anestésico. Pedaleaba con parsimonia y
constancia. Él lo veía, envuelto por la precaria luz del amanecer, arribar
hasta el sendero cercado por las farolas. En silencio, el hombre lo invitaba a
subir, giraban y emprendían el regreso. Él sacaba un celular del bolsillo de la
campera y aclaraba que tenía que hacer un llamado; el hombre lo observaba,
imperturbable, con sus ojos grises, hasta que lo empujaba con un simple
manotazo fuera del batiscafo, de cara a ese gran lago azul amorronado en que se
había convertido el parque. Era despertarse para espantarla y que la pesadilla
regresara una vez que Héctor Levin volvía a dormirse: el biciscafo, el hombre
vestido de negro, sus ojos gris profundo, el gran lago de aguas azul
amorronado.
Hacia el mediodía sintió que su
cuerpo le pedía no moverse. Las agujas seguían ahí, la fatiga general. Ya no
necesitaba termómetro, era indiscutible que tenía temperatura. No le bastaba
correr las cortinas para intuir que lloviznaba, ya sin truenos ni ráfagas de
viento. Avisó que no bajaría al almorzar y aceptó que le trajeran un sándwich
de jamón y queso con agua mineral.
Mientras esperaba la comida
volvió sobre el tema de la estadía. ¿Bajo qué condiciones comerciales le
cobrarían lo que consumiera? Sus argumentos, si de lo que se trataba era de
convencer a aquel hombre con ojos de cuis, le sonaban artificiales,
insuficientes: no tenía efectivo y no tenía, tampoco, forma de conseguirlo de
inmediato, al menos hasta que regresara a la ciudad. Si en la tarde se sintiera
mejor, emprendería esa tarea.
Pasado el mediodía golpearon la
puerta.
-Pase –gritó.
Era la cocinera.
-Estaba muy bien el desayuno –se
adelantó Héctor Levin.
-Qué bueno. Aquí le dejo lo suyo.
¿Cómo se siente?
“¿Cómo se siente? ¿Qué sabe, por qué me lo pregunta?”.
-Mucho mejor, gracias. Creo que
es algo pasajero: la lluvia, la humedad, el encierro.
-Que lo disfrute, cualquier
cosita nos llama.
La vio salir, envuelta en su
guardapolvo blanco, guantes y barbijos. ¿Era más bella que Gilda? Por supuesto
que no. ¿Era tan deseable como ella? Claro que sí.
Mientras comía se preguntó qué
estaría haciendo el resto de los huéspedes. Si Turturro se habría acercado a
Gilda, si ya habrían parlamentado con sus cuerpos, envueltos en la profilaxis
de sus indumentarias, o seguirían ahí, mesa de por medio, respetando la
distancia obligatoria, dilatando los corceles del deseo. O si la pareja habría
logrado establecer un dialogo sugestivo, confidencial, si esa mujer sonreiría y
ese hombre podría creer en lo que tenía y no en lo que buscaba.
A l terminar el sándwich desistió
de leer; se cubrió hasta el cuello e imploró que no regresasen el biciscafo, ni
el hombre de ojos grises, ni ese inmenso lago azul amarronado.
Después de una extensa siesta se
sintió mejor. Llamó a recepción y pidió que le trajeran una botella de agua
mineral de litro y repitieran lo del desayuno. Apareció la misma mujer, pero en
esta ocasión fue más parca y distante. Héctor Levin prendió el televisor y vio
un documental sobre los sonidos del mar en lo profundo. “El agua, siempre el
agua”, se dijo. Retomó el libro: “El
lenguaje es fuga constante; salta, corta, esquiva. Es a la vez el tifón que
topa de frente y el muro que sostiene la espalda; la traición y el amparo, la
espera y el abandono. No sólo las voces que clausuran la noche, sino además las
que persisten en la madrugada, cuando todo es silencio”.
Al atardecer volvió a llamar a
recepción y comunicó que se sentía mejor pero que estaba inapetente, que no era
necesario que le trajeran la cena.
-Los extrañamos por acá abajo
–templó el conserje-. Me alegro de su mejoría. Que tenga buenas noches.
Con la última gota de voluntad
que le quedaba se quitó el pantalón, el calzoncillo, puso la almohada de manera
perpendicular a la cabecera y encontró en sus propias manos lo que le hubiese
gustado encontrar en las de Gilda.
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