Escribo esto al calor de la tristeza –porque en la tristeza suele
anidar también la calidez-, de la noticia recién conocida. Se nos fue Juan
Forn.
Lo conocí como lector (¿habrá manera mejor?) allá en los ’90, con ese
impresionante libro que es Nadar de noche.
Guardo las marcas con lápiz de la primera lectura del cuento que da título al
volumen –breve, certero, emotivo, daga en el pecho, efectivo como pocos– y de
la clase imperecedera de relato largo que es “El borde peligroso de las cosas”.
¿Vieron alguna vez entrar y salir a un narrador de esa manera? Véanlo, está
ahí.
Pasé por Puras mentiras y
alguna que otra de sus novelas, pero fue María
Domecq, relato mítico familiar por excelencia, la que, como suele decirse,
me partió la cabeza: “Cuando terminé María
Domecq, que era un libro en el que me quería quedar a vivir”, me contó en
una entrevista que hicimos vía telefónica en plena pandemia, él y su verborragia
inigualable desde Gesell, “me di cuenta de que lo tenía que soltar. Así que,
cuando lo solté, tenía una depre tremenda, y además sentía que no tenía ningún
interés en escribir narrativa y no sabía dónde meterme”.
Y donde se metió fue en Los Viernes –así, con mayúsculas–, las
columnas de P12 en las que inventó un género nuevo donde caben la biografía, la
autobiografía, la crónica, la sociología, el artículo periodístico y la
Historia atravesados por fabulosas vidas célebres y anónimas. ¿Se podía hacer
buena literatura con personajes reales? Claro que se podía.
Cada viernes amanecíamos –y las tostadas con queso, como nosotros,
sabrán que ya no lo haremos- famélicos de sus columnas como quien aguarda el
sermón de la montaña. Con el desayuno nomás entraba la magia de esa caterva de
personajes inolvidables sostenidas por una sola cualidad: la voz única de los
que saben escribir porque antes supieron ser mejores lectores. Ahora, como dijo
mi amigo Germán Jorge, los viernes serán apenas un día más en la semana.
El año pasado, desde Fundación La Balandra armamos un ciclo de
lectura a partir de sus columnas. Serguei Dovlatov, Danilo Kis, Joseph Brodsky, Dubravka Ugresic, Boris
Pilniak, esos rusos y europeos del Este que tanto lo convocaban.
El ciclo cerró con una charla en vivo con Juan. De fondo, la luz del
atardecer marino. Más acá, él, su mate, su vicio y su voz. “Yo uso la
literatura como campo de experimentación antes de probar las cosas en la vida”,
dijo, entre risas. “Basta que digas que una cosa no se puede hacer en
literatura para que encuentres que alguien la hizo o la va a hacer en algún
momento”, dijo, también, y: “La vida la entendés mirando para atrás, el
problema es que hay que vivirla mirando para adelante”. Y: “Piglia me dijo una
vez: 'el criterio como lector es selectivo, el criterio como editor es aglutinante’”.
Forn había partido al medio la historia de la edición argentina de los ’90 con
la colección Biblioteca del Sur de Planeta, y volvió al ruedo con los
raros-peinados-nuevos-y-viejos que es Rara Avis de Tusquets. Cuando Piglia
murió, Forn escribió una columna titulada “El escritor que enseñaba a leer”.
Esa máxima le cabe a él también, ineludiblemente.
Es difícil escribir sobre la muerte de los seres queridos. Forn no
lo era para mí, apenas si lo oí cuarenta minutos por teléfono y dos horas por
videoconferencia, pero fue, sí, un escritor querido, y eso a veces es mucho más
que una cara conocida en la cena de Navidad o Año Nuevo.
Como dijo alguien por ahí, por escribir tanto y tan bien le ganó
tiempo a la muerte, como Jaromir Hladík, aquel personaje de “El milagro secreto”
de Borges que, frente al pelotón de fusilamiento, logra detener el tiempo para terminar
su obra inconclusa. O como en aquel cuento suyo, cuando el hijo le pregunta a
su padre muerto:
“– ¿Y cómo es? -dijo él.
El padre desvió los ojos y miró la pileta.
-Como nadar de noche -dijo. Y las ondulaciones de la luz se
reflejaron en su cara. -Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin
cansarse.”
Forn se fue el día del padre. El destino, a veces, se gasta unos
fichines con los elegidos.
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