Llegó un día en que tuve que decirle a Marta que ya no podía estar con ella. Que podía quererla, sí, pero que no resistía seguir encerrado en esa cárcel de abdicación mutua en la que habíamos caído. Hacía un tiempo que Marta venía teniendo orgasmos en inglés, y yo no podía entenderla. Nunca supe inglés y tampoco me iba a poner a estudiarlo para poder traducir sus orgasmos. Hubiera llevado mucho tiempo. Así que nos separamos. Ahora estoy con otra mujer, se llama Rosana, con ese.
Me pongo a contar los nombres, cuántos nombres: Jorgelina, Marta... No: Fabiana, Jorgelina, Marta, Rosana... No estamos hechos para amar a todas las mujeres. Pero las formas, el volumen y el aroma, la variación en los movimientos y los tonos de voz nos devoran el deseo y lo hacen renacer de entre las cenizas, porque, en definitiva, lo que nos convoca irremediablemente al amor es la esencia, todas esas sensaciones sin nombre y sin orden. La cosa esa del otro, que es una copia de las partes de uno.
miércoles, 29 de abril de 2009
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