miércoles, 13 de mayo de 2020

El viaje inmóvil de Héctor Levin (segundo día)



Segundo día

Soñó con una lluvia interminable, con un engendro gigante e invisible, gelatinoso, que llegaba desde un punto indefinido y lo abrazaba hasta absorberlo. Cómo pude verlo en el sueño, pensó, ya con los ojos abiertos, desenredándose de las sábanas, cómo pude verlo si era invisible.
El viento tañía los árboles y acompañaba la suave percusión de las gotas sobre el vidrio. Cada tanto, el detonar de los truenos actuaba de contraste rítmico. El viso opaco, ceniciento, de la mañana se colaba por las hendijas como una acuarela desteñida.
En calzoncillo descorrió las cortinas. Algo azul, amorronado, el reflejo de algo azul y amorronado se le coló en las pupilas. De los juegos para niños sobrevivían, apenas, los caños superiores, y los troncos de la cafetería parecían haberse convertido en un dique de contención para los embates de la correntada. Ese reflejo azul, amarronado, era el agua, el río que se venía, que acortaba distancias.


Bajó con el barbijo.
Mientras esperaba el té con tostadas se dedicó a mirar alternadamente el gris blancuzco de la mañana encapotada -recordó lo que había leído minutos antes en aquel libro, que los esquimales podían distinguir hasta treinta tipos diferente de blanco- y a los huéspedes.
Cada tanto se observaban entre ellos, como en la escena final de la película El bueno, el malo y el feo, pero en silencio, sin embarcarse en acercamientos. Se preguntó en que pisos estarían, qué número de habitaciones ocuparían, de donde vendrían, qué los habría hecho llegar hasta ahí.
(Se permitió imaginar: ella habría viajado para encontrarse, en secreto, con el amor de su vida, pero él no había podido arribar por la pandemia o la inundación; él pertenecería a una prestigiosa empresa de hidrocarburos, andaría en busca de terrenos para establecer una planta de procesado y distribución, sus hijos lo esperarían, allá en el hogar, confundidos entre la tristeza de un padre ausente y la promesa de regalos asombrosos; la pareja habría emprendido esa excursión con el fin de reconstruir lo que no tenía más sobrevida que un gorrión o una mariposa. ¿Pertenecerían a alguno de ellos las figuras de aquel encuentro furtivo que se besaban y frotaban junto a las hamacas la mañana anterior?)
Al regresar a la habitación volvió a preguntarse quién habría dejado ese el libro ahí, por qué, cuándo. Leyó, ya bajo el edredón: “Criptomnesia es un fenómeno ilusorio de la memoria; ocurre cuando se recupera algo que está almacenado pero no se lo experimenta como un recuerdo, sino como la sensación de tener una idea nueva, original, fruto de la propia inventiva o la inspiración. En verdad, esa idea entró, tiempo atrás, a través de las palabras de otros, aunque al presente se hayan borrado el emisor y el contexto. Puede considerárselo una forma involuntaria del plagio”.


-¿Cómo le va? –preguntó el conserje
-Bien, bien.
-¿Y? ¿Qué tal? –sus ojos de cuis buscaban ajustarse a los párpados. – ¿Interesante?
El barbijo atenuaba la voz, no dejaba que las palabras se desprendieran con naturalidad de la boca.
-¿Qué cosa?
-El libro –y lo señaló, como si acabase de descubrirlo.
-Sí... es... interesante.
-Cada libro lo es a su manera, ¿no? Al leer suspendemos la incredulidad. Es lo que dicen, al menos.
Héctor Levin seguía sin entender de qué hablaba aquel hombre
-Disculpe, no me haga caso. Debo hablar, tome asiento, por favor.
Fue hasta su mesa y vio cómo el conserje se colocaba detrás de la barra, agradecía que siguiesen respetando la distancia y el uso de barbijos, se disculpaba por tener que reducir la oferta culinaria, ya que, por las lluvias, se hacía difícil el arribo de los proveedores al hotel, e invitaba a que disfrutasen, dentro de lo posible, de la estadía.
-La puta que lo parió –oyó Héctor Levin-. Encima del virus de mierda este, la inundación. -Era el hombre de la pareja; su esposa lo miraba con desgano, como si no lo conociera o como si lo conociera pero no le importase. -No podemos tener más mufa. Si íbamos a Copacabana prohibían las playas.
-Tranquilo, Mario.
-¿Tranquilo? ¿Qué mierda vamos a hacer en este hotel?
Mientras comía los tallarines, Héctor Levin volvió al hombre y a la mujer que estaban solos. Él iba vestido de con un estilo muy similar al suyo: pantalones de hilo color crema, camisa mangas cortas a cuadros, zapatillas de tenis; su piel parecía más rozagante. Ella apenas aspiraba a jugar al trompo, hacía girar, una y otra vez sobre el mantel, la caja de cigarrillos.
Les puso nombre. El hombre solitario sería John Turturro, por su aire al actor, y la mujer solitaria se llamaría Gilda, por su aspecto de santa redimida.


La tarde, después de una siesta austera, tuvo, en un principio, el mismo aroma a recreo que la tarde anterior.
Caminó descalzo sobre la alfombra, incluso hizo flexiones de brazos y ejercicios para las abdominales y hasta algunas posturas de yoga. Se duchó, se observó desnudo frente al espejo, se recortó la barba. Prendió el televisor, hizo zapping. Oyó sobre la ardua tarea que debían enfrentar las autoridades de la región para luchar contra el doble flagelo de la pandemia y las inundaciones, sin omitir, claro, el riesgo de dengue, ya que los insectos proliferarían por el exceso de agua en la zona.
Apagó el televisor. Lo aburría.
Tendría que hacer esa llamada. Fuera entonces, al otro día, cuando todo terminase. No podía irse de ahí sin hacerla. Tendría, también, que hablar con el conserje, revisar las condiciones del alojamiento, hasta qué punto el gobierno o la empresa se harían cargo de su situación y la de los demás. De fondo se dilataba el invariable chapoteo de la lluvia contra el ventanal.
Decidió aplazarlo y volver la lectura. No siguió el orden: abrió una página al azar.
“Si el pasado sucedió, ya no es; el futuro no es todavía; el presente es ese algo que oscila entre dos cosas que no son. Vivimos en un continuo, tomando al mundo que conocemos como parte del recuerdo y viendo al mundo que nos espera como una incógnita”.


Durante la cena prestó menos atención a los mecanismos con que se desenvolvían los demás huéspedes y eligió distraerse viendo el reflejo de la luna sobre el oleaje del agua que ya había ganado buena parte del parque, el diseño cuadriculado de los manteles, la exagerada decoración de la sala de estar, el sinuoso andar de la cocinera entre las mesas al servir los platos.
Antes de subir se acercó a recepción.
-Disculpe, me gustaría tomar un whisky.
-Cómo no, ya se lo sirvo –respondió el conserje, expeditivo.
-No, pero... no acá. Me gustaría, si fuera posible... llevarlo a la habitación.
-Por supuesto. Ya se lo sirvo.
-No, no. tampoco. Disculpe, no me di a entender. Quisiera... la botella.
-Bueno, no veo inconvenientes, sólo que... la oferta es exigua. ¿Me aguarda un momento?
-Sí, claro.
El hombre regresó con una botella envuelta en una servilleta y una hielera llena de cubos de hielo.
-Aquí está.
-Muchas  gracias.
-¿Lo pongo en su cuenta?
-Eh... sí... sí...
-Bueno, al menos no se sentirá solo esta noche. Y de paso alimenta al santo.
-¿Santo?
-El santo bebedor.
-¿Perdón?
-¿Ha leído a Roth?
¿Qué Roth?
-Joseph.
-No. No.
Estaba pronto a irse, pero el conserje continuó.
-¿Le ha resultado interesante el libro? Me refiero al que me mostró hoy a la mañana.
-Sí, sí... ¿por qué?
-Curiosidad, nada más. Que tenga buenas noches.
Mientras esperaba el ascensor vio que el hombre y la mujer aún estaban en el salón, cada uno en su mesa. Bien hubiese podido, de quererlo, acercarse a uno o a otro, invitarlos a beber, a conversar. ¿Querría Gilda cruzar unas palabras con él, si lo intentase, o se le habría anticipado John Turturro?

1 comentario:

Mario Méndez dijo...

Sigue interesándome qué pasará con Héctor en su viaje inmóvil. NO ha decaído la tensión. Vamos por el tercero!