Hay una historia semioculta en el final de La naranja mecánica. Cuenta el propio Anthony Burgess en la Introducción ("La naranja mecánica exprimida de nuevo") a una edición de Editorial Minotauro, que la publicación original de la novela cuenta con tres partes de siete capítulos cada una, o sea – “recurra a su calculadora de bolsillo”, ironiza Burgess - 21 capítulos en total. Eso en la edición original de Inglaterra. Ahora, sucede que, al editarse en E.E.U.U. (ese lugar donde todo parece estar predeterminado a modificarse y ser modificado), el editor de Nueva York prefirió publicar sólo 20 capítulos. O sea: dos partes de siete y una última de seis.
Surge una “profunda diferencia” respecto de la supresión. Y eso depende estrictamente de lo que sucede en ese último capítulo. Que lo cuente Burgess: el “joven criminal protagonista crece unos años. La violencia acaba por aburrirlo y reconoce que es mejor emplear la energía humana en la creación que en la destrucción. La violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud; rebosa energía pero le falta talento constructivo (...) llega un momento en que la violencia se convierte en algo juvenil y aburrido”. Al cabo que, el capítulo veintiuno de la discordia, “concede a la novela una cualidad de ficción genuina”, “asentado sobre el principio de que los hombres cambian”. Y 21 es, en simbología, el número de la madurez humana. Por una cuestión leguleya, a los 21 estamos dotados de cierto derechos civiles que nos otorga la sociedad, y, según el autor, estamos prestos a elegir entre el bien y el mal. Que es lo que a Alex, el protagonista de la novela, no le es permitido sino impuesto durante su juventud a través de los métodos del video. Si no hay el libre albedrío de la elección, nos convertimos en una naranja mecánica, “algo extraño hasta el límite de lo extraño”, un “hermoso organismo de color y zumo”, pero no más “que un juguete mecánico”.
El editor norteamericano veía la última parte de la novela “como una traición”. Dice Burgess, refiriéndose a la primera edición de 1962: “Mi libro era kennediano y aceptaba la noción de progreso moral. Lo que en realidad se quería era un libro nixoniano sin un hilo de optimismo”. Y de ahí viene la disyuntiva de Burgess: lo diametralmente opuestos que son la destrucción violenta y el talento constructivo, la guerra de Vietnam y la crítica a los regímenes totalitarios de dominación pavloviana, guardianes y represores al mejor estilo del cinismo orwelliano. Burgess no deja de aparecer como kantiano en la cuestión de la “decisión moral”: “¿el bien o que uno elija el camino del bien?”.
En la antítesis está el régimen; todo recurso se agota en sí mismo. “La vida se sostiene - sostiene Burgess - gracias a la enconada oposición de entidades morales”. Incluso el editor de Editorial Minotauro se encarga de confirmar a pie de página que “la traducción castella de A Clockwork orange (Minotauro, Barcelona, 1976) es la versión completa de la edición publicada en 1972 por Perguin Books Ltd. Harmondworth, Middlesex, England, y que no concluye en el ‘capítulo 21’”.
Burgess también se la agarra con Kubrick y dice que la historia de la película o de la edición norteamericana “es una fábula; la británica o mundial es una novela”. Importante diferencia. Si bien el último capítulo (el 21) es también una fábula, qué importa si opuesta a la fábula que es sin el último capítulo. Al fin y al cabo, aunque le demos la razón a Burgess, todo depende del modo en que lo miremos: si nos quedamos con la ultraviolencia de la adolescencia o el cambio que nos propone la condición - moral - de humanos más allá de las edades.
2 comentarios:
¿Con qué te quedas?
Con la verdad, querido. Siempre con la verdad.
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