Lo primero que vio fue oscuridad. Con estupor, con extrañeza, comprobó que estaba despojado de ropas. Se puso de pie. Avanzó, los brazos hacia delante, como si fueran aspas quietas, lentos tentáculos. Varios aleteos después no llegó a palpar cosa alguna. Por eso, o porque no lo había, un inédito sentido de la percepción le indicó la sala estaba vacía. Silencio. Oscuridad, nada. Y las paredes (o lo que fuera que delimitara ese lugar) a una distancia que no podía precisar. Quieto, el cuerpo levemente inclinado hacia delante como quien oye signos del futuro, esperó. Esperó. Un lapso impreciso, incontable. De un momento a otro, un ángulo de la sala se ajó en una línea vertical de luz, como si alguien que no estuviera allí se dedicara a trazarla con precisión geométrica. El hombre, despojado de su ropa, aún inmóvil, izó un pie y estuvo a punto de dar un paso. El movimiento fue simultáneo a la apertura de la línea de luz, y eso le bastó a su sentido de la percepción para comunicarle que, en una ráfaga, las paredes desaparecían y con ellas el todo, la oscuridad y su facultad de ver y no ver.
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